¡DE ÉSTA, TE ACUERDAS!
(foto tomada por el autor)
“De ésta, te acuerdas”, me dice ella cerrando de golpe la puerta del taxi. "¡Lo que me has hecho, no tiene nombre!"
Bajo la lluvia de otoño, sopeso su reacción. Ha dicho “de ésta”, en femenino; o sea, que está convencida de que le he hecho una faena o injuria u ofensa o vejación o afrenta. En cambio, si hubiera dicho “de esto, te acuerdas”, es que se sentiría agraviada o ultrajada o despreciada o desairada.
Miro el reloj. Ya son diez los minutos que han pasado desde el portazo ¿Qué hacer cuando ni tan siquiera adivino qué diablos acabo de hacer tan mal? Maldigo mi falta de reflejos y mi torpeza. También abomino de las mujeres que van y vienen tres veces, mientras yo me pierdo entero de la misa, la mitad.
Corro hacía el aparcamiento, saco el coche a trompicones y, en pos de ella, desafío al tráfico. La carrera alocada que emprendo por media ciudad, me deposita en su portal a tiempo justo de salpicar a mi indignada pareja de la cabeza a los pies con un barrillo de color verde caca. En Madrid llueve poco y nunca a gusto de todos.
Eso le puede pasar a cualquier pelirroja que se baje de un taxi luciendo un par de piernas kilométricas, de esas que nacen a pie de axila, musito.
“De esto, nos acordaremos los dos”, mascullo a guisa de disculpa. Me mira. Sonríe con su media mueca de adolescente. Parece que consigo enternecerla… ¡vaya, me coge de la mano y subimos a su casa!
No la entiendo, pero aquí estoy, con ella.
Me digo, con Juan Ramón: “Quiero quedarme aquí, no quiero irme a ningún otro sitio”.