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EL CASO DEL TAXISTA HIPERACTIVO

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(fotos tomadas por el propio autor)

Agarro un taxi a la vera de la clínica de Onoda, mi maestro japonés de shiatsu, de vuelta a mi encierro en el barrio.

El hombre que conduce empieza a hacer cosas raras. Se salta un semáforo y se cambia de carril a cada poquito. Sin poner el intermitente.

Ensayo el truco de darle conversación para ver si el hombre se tranquiliza.


- ¿Lleva usted mucho tiempo en esto del taxi?

Me mira por el retrovisor atravesando el plástico ese de seguridad, que te deja sin aire acondicionado en verano y que no evita ni de atraco perpetrado por un niño de teta. Me cuenta que no, que lleva poco tiempo en el oficio.

- Verá usted. En realidad yo soy informático, pero, como también soy hiperactivo, cada dos años tengo que cambiar de trabajo porque me pongo muy nervioso.

Comento en voz baja que ha ido a elegir un trabajo que ataca los nervios. Me pica la curiosidad e indago si se autocalifica con conocimiento de causa.

- ¿Dice usted que es hiperactivo?

Se salta un par de semáforos más, insulta a una señora con bigote que está subida a un BMW todoterreno y que espera a la salida de un colegio plácidamente estacionada en cuádruple fila y me dice:

- Pues verá usted, el psicólogo del colegio diagnosticó mi problema porque no seguía bien los estudios por falta de concentración. Mientras estudiaba informática ayudaba a mi padre en el taxi y, de entonces acá, cuando me canso de un trabajo y me entra la neura, me vuelvo al taxi.

Ya en casa, recuerdo que en mi clase del colegio había un niño que hoy gozaría de los privilegios que concede el carné de hiperactivo. Entonces era tratado de zascandil y botarate, y medicado a base de capones y puestas de cara a la pared en todos y cada uno de los recreos de cada curso escolar. Ahora es un jefazo en el partido popular-populista.




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