( Lartigue. Bibí 1920)
Me lo pregunta una señora en el Círculo de Bellas Artes:
— ¿Por qué escribe usted?
Me viene a la cabeza la cabeza la respuesta que dieron a tal cuestión gente muy principal en este oficio, egocéntrico donde los haya. Bryce, García Márquez y Onetti contestaron que escribían para que les quisieran, para ser queridos. Para que les queramos nosotros sus lectores.
Pero no caigo en esa tentación, yo que normalmente caigo en casi todas. La dama que interroga tiene ese acento que se prende en la garganta de las mujeres que empiezan a dudar si merece la pena seguir siendo fieles a un marido que solo sabe ir al trabajo y al cuarto de baño.
Son las ocho de la tarde, Madrid tiene por cielo un hongo de atómica contaminación y el vino que sirven en el sarao literario es ácido como la vida misma. Debe ser cosa de los recortes que perpetran los palurdos neoliberales que predican con el ajuste en cabeza ajena. Los cocktails literario ya no son lo que eran.
La señora del sombrero que quiere ser pamela insiste con tozudez digna de mejor causa:
— ¿Por qué escribe usted?
Pasa cerca un camarero, el camarero, que lleva en ristre una bandeja de cartón en la que viajan unos cuantos canapés muertos.
Tentado estoy de responder a la señora que, dado que ahora ejerzo de memorialista de mis recuerdos, escribo para esclarecerme a mí mismo las cosas que me han pasado y para oscurecer las que me van a acaecer en el futuro, que se presenta tan incierto como el reinado de Witiza.
También podría acudir a Caballero Bonald en su Diario de Argónida : “También soy yo aquel que nunca escribe nada/ si no es en legítima defensa” y quedar como un ingenioso plagiario.
Sin embargo, hay algo me impide responder así. La señora es amable, sus ojos son del color de las turquesas y, por ende, no tiene culpa alguna de mi poco apego al mundillo social y metaliterario y, menos aún, al vino amargo.
— Es usted tan bella y paciente que se merece una respuesta más elaborada de lo que acostumbro, le digo a la dama del sombrero.
La mujer de prometedoras maneras me mira con alguna chispa de curiosidad.
— Verá usted –prosigo-, al principio empecé a escribir para que me quisiera una chica que me gustaba mucho, que tenía el pelo a lo garçon y que se llamaba Amparito y era de Murcia. El caso es que mi recurso a la escritura surtió efecto y fuimos novios formales una temporada de otoño, hasta que a ella le entró el desamor de año nuevo. Yo continué escribiendo, pero cambiando el registro, puesto que me dio por rellenar cuartillas para fastidiar a la moza del pelo corto.
La señora del sombrero con vocación de pamela me regaló una preciosa sonrisa de agrado y dulcificó su voz de trigo para insistir:
-Y ahora, ¿por qué sigue usted con la escritura? ¿cuál es la causa que le motiva para encerrarse a solas con un lápiz y una resma de cuartillas?
La dama con sombrero y sonrisa coralina se había destocado y esponjaba su melena con conocimiento de causa.