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A mi padre muerto

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(mi padre)

Pocos días antes de su muerte, mi padre recibió la extre­maunción.

Terminado el rito sacramental, tuve ocasión de que­darme a solas con él en la habitación de la Clínica Nuestra Se­ñora del Mar, en donde murió. Le pregunté por su impresión al recibir los óleos y me dijo literalmente: “emotivo pero no grato”. Contundente y en buen castellano.

Lamento ahora no haber tenido ocasiones para haber charlado tranquilamente con mi padre de lo divino y de lo humano. En los años en que a él le tocó ser padre y a mí ser hijo las distancias eran tales que hacían prácticamente imposible una comunicación franca y menos de tú a tú.

También echo de menos que no nos haya dejado escritas sus experiencias, por ejemplo, en tiempos de la guerra civil española. Nunca quiso hablar de ella. Carmen Laforet y Josefina Aldecoa, no mucho antes de morir, publicaron re­membranzas de ciertas etapas de sus vidas, niñez incluida. Tengo sus libros en la cola de espera, así como el más reciente de los hermanos Esther y Óscar Tusquets.

Todavía me afecta hoy hacer memoria de los juicios de intención que hizo “mon père” sobre mis propósitos en la vida, cuando le comuniqué, recién terminada mi licenciatura con Premio Extraordinario, que no deseaba preparar oposiciones. La conversación terminó abruptamente.

Todavía no había cumplido yo la mayoría de edad, que en aquel entonces se alcanzaba a los veintiún años. Y eso los hombres, que las mujeres habían de esperar hasta los veinticinco. ¡Qué disparate!

Mi yo de entonces no quería criar culo sentado en un cuarto de estudio memorizando temas de Derecho. Yo deseaba ganarme ya la vida, ligar con mozas y hacer cine. Satisfice, a mi modo, las tres vocaciones. Y fui libre unos cuantos años.

¡Lástima no conocer enton­ces el Tao! Hubiera procurado explicarle a mi padre que “intentar contro­lar el futuro es como usurpar el lugar del maestro carpintero. Al usar sus herramientas, lo más probable es que te cortes la mano”. Lo digo porque mi padre era Abogado del Estado y pensaba que tal desempeño era lo mejor y más seguro. ¡Qué coñazo!

Hoy, desde las lluvias de un abril cálido y de nuevo libre, me gustaría estar con mi padre para, sin palabras, decirle que le quise mucho. Aunque no me gustara su manera de ser con mi madre ni de pensar respecto de mí.

Y pasar con el padre una sobretarde en el zaguán de “Los Cipreses”, la finca familiar de la vega de Granada, que ya no es de labor ni de la familia. Sin habla ni parla miraríamos juntos la puesta del sol por encima de la línea del cielo de Maracena.

Ya lo dijo el poeta japonés:
“Con quien no habla
cuanto tiene en mente

paso una agradable velada.”



(de izquierda a derecha: mi hermana mayor, mi padre, tía Pepita y
un servidor con niqui de rayas)

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