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Diálogo entre sexos

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Con la noche a medio hacer, escribo a ella: 

Mi cuerpo se pasea por la habitación llena de libros, versos y nada de ti. 

Ella me responde: 

Así lo quisiste tú. 

Replico: 

Esto quise de ti: ¡que fueras cuanto no has sido! 

Al clarecer el día, recibo este mensaje de ella: 

¡Siempre quedan asuntos pendientes! 

Envié esta pregunta por respuesta: 

¿El polvo del reencuentro tal vez?
  
Ella no demoró su respuesta a mi sutil planteamiento sobre la celebración del reencuentro con un buen revolcón:
 
—Esta noche, querido, no puedo acompañarte…caigo rendida, también sola como tú. Somos dos, solos y tontos. 

Un caballero como el que suscribe contestaría tal y como lo hice yo:
 
-Descansa como si la vida te fuera en ello ¡Qué inútil ser dos! 

Ella mensajeó su réplica:
 
—Cierto, hay que ser más simples, ser uno en lugar de dos. 

Rematé la faena con un adorno por alto:
 
—¡Qué cansancio ser dos inútilmente! ¡Que tengas un buen día! 



(foto tomada por el autor)

A la tarde siguiente, sin noticias de ella, decidí ensayar con una pregunta formulada en lenguaje propio de la diplomacia vaticana: 
—¿Cómo ves la cuestión de un polvo de gala para santificar la reanudación de nuestras relaciones personales? 

En cosa de segundos, ella escribió lo que sigue:

 
—Pues claro, eso no lo dudes… 

Su respuesta me dejó jodido. Cuando una mujer te asevera rotundamente que está de acuerdo en tus deseos, pero lo afirma de modo inconcreto, mal se presentan las cosas. Mi cerebro, que es más elemental que el mecanismo de un chupete, hubiera preferido algo así como: “Mañana por la tarde, a eso de las siete, me esperas en tu casa con un magnum de Dom Perignon Vintage 2000 Extra Brut, bien enterrado en un balde repleto de hielo picadito.”

Pasó el tiempo, me fui unos días a una verde y atlántica isla y otros cuantos a la osada ciudad de Nueva York. 

La mujer delgada y larguirucha con tez color de nardo de olor cambiaba conmigo mensajes telefónicos, unas veces de amor y otras de guerra. 

Con la luna nueva de noviembre la niña blanca que echa chiribitas de oro por su alba piel me escribe en el teléfono: 

—Manuel, ordenado, meticuloso, serio, perfeccionista. Y yo despistada, desordenada y alocada. Yo no sé  qué soy para ti, pero para mí eres tú eres el hombre ideal. Tuya, mío. 

Rodaron unos cuantos días más, que se fueron en el entrecruce de nuestras misivas, encendidas a veces, otras languidecientes. Así, alguna vez, ella me decía esto: 

—Pronto me olvidaste guajiro. Ya me lo temía. Penita me da pero así es la vida. 

O esto otro: 

—¿Y tu agenda femenina, cómo va? 



Mis correos contenían lo mismo fórmulas elusivas que protestas de amor romántico. O pullas de las de antes, de cuando la infancia: 

—Si yo soy un manjuarí, tú eres una ornitorrinco flacucha y desgarbada. 

Hace unos días, la mujer veleidosa cual veleta en campanario, me escribe lo que tiene pinta de la sentencia que pone fin a nuestra particular guerra de los sexos: 

—No soy para ti, mi querido Manuel, y no tengo intención de cambiar. Con los años uno va a peor y eso lo sabes tú bien. Dicen que los polos iguales se repelen. Evitemos las malas ocasiones. Así, si coincidimos alguna vez, podremos echarnos unas risas, que son muy sanas. Eres encantador y contigo es imposible aburrirse, pero…


Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Al menos por ahora.


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