(el autor, en su época de barman en una casa de citas)
Anoche fui testigo de una concatenación de acontecimientos miríficos.
Despachada la cena, salgo del restaurante y héteme aquí que encuentro cortado el tráfico de la calle Lagasca por dos coches patrulla de la Policía Municipal, dos ambulancias del Samur tamaño king size y un camión de bomberos con largo brazo articulado. Muchos balcones abiertos en los edificios colindantes y una nube de vecinos curioseando.
Pregunto a Juan, el guardacoches, pues no huelo a chamusquina, ni veo desprendimientos de cornisas, inundaciones, terremotos u otros fenómenos. Me explica que la señora gorda está siendo ascendida hasta su piso, de vuelta del hospital, en una cubeta que remata el brazo del coche de bomberos. Me descoyunto de risa y me pierdo la parte final de la operación, esto es, cómo los esforzados bomberos consiguen introducir a la gorda por el balcón de su casa sin producir destrozos y sin intercesión de los dioses.
Oséase, que si la gorda del barrio quiere seguir engordando, debe procurarse ayuda sobrenatural y no gastar dinero de los contribuyentes. Y no forrarse a ingerir grasas poliinsaturadas sean del origen que sean.
Me llegan hoy dos nuevos datos sobre la prodigiosa aventura y desventura de la gorda de Lagasca número 53. El primero es que el peso de la gorda va subiendo. Ya no se habla de 140 kilos si no de 150 ó 160, lo que aporta consistencia a la historia. El segundo, que añade verosimilitud, es que no fue el brazo articulado del coche de bomberos quien finalmente depositó a la gorda en su piso, sino la fuerza bruta de cuatro hercúleos bomberos quienes la subieron, en tresillo de tres plazas, por las escaleras del inmueble semi-ruinoso.
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