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Río de Janeiro bajo la cámara de McCurry

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(foto McCurry)

"Pasear atento con la cámara siempre dispuesta" dice McCurry, premio Pulitzer de fotoperiodismo en 1994. En Río de Janeiro se ha adentrado en las favelas del barrio rojo de Lapa.


Sonia Braga, según McCurry



Certeza en la hora confusa

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La hora confusa
me levanta una certeza:
sí, en la redoma de los peces de colores
uno, rojo, ha perdido el alma.

     La conciencia intenta hincarme su aguijón
con una sobredosis de la ponzoña
del vino amargo de la culpa original.

¡Lenta pasa la hora de la anteluz! 

La biblioteca ideal

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La biblioteca ideal de Patti Smith & co.

Por:  30 de noviembre de 2012
Patti_Smith
Los volúmenes de la biblioteca ideal de Patti Smith.
La ilustradora Jane Mount comenzó a documentar bibliotecas ajenas en 2007. Su propósito, dice, nunca fue inmortalizar cubiertas y lomos, sino retratar a las personas poseedoras de esas bibliotecas a través de sus libros. En 2010 la periodista Thessaly La Force, que por entonces trabajaba en The Paris Review, le hizo una entrevista a propósito de una exposición que iba a inaugurar en San Francisco. Fue entonces cuando decidieron aliarse para trabajar en un libro, My Ideal Bookshelf, que reuniera las bibliotecas ideales de distintos personajes del mundo de la literatura, la gastronomía, el cine, etc. A todos ellos les preguntaron cúales eran sus libros favoritos, y en sus respuestas no sólo encontramos los títulos en cuestión, también qué significan para ellos esas obras en particular y la literatura en general. 
Patti Smith cantante, poeta, artista
"De pequeña me sentaba a los pies de mi madre y miraba cómo bebía café y fumaba cigarrillos con un libro sobre su regazo. Su ensimismamiento me intrigaba. Aunque todavía no iba a la escuela, me gustaba mirar sus libros, sentir el papel y jugar con las cubiertas. Quería saber qué había en ellas para que atrapasen la atención de esa forma tan profunda. Cuando mi madre descubrió que había escondido un ejemplar carmesí del Libro de los mártires de Foxe detrás de la almohada con la esperanza de absorber su significado, inició el laborioso proceso de enseñarme a leer. [...] Cuando ya no necesité más instrucción, me permitía que me sentase con ella en nuestro abarrotado sofá, ella leyendo Las sandalias del pescador y yo Las zapatillas rojas... Ese libro me fascinó. Ansiaba leer todo lo que pudiera, y todas las cosas que leía me producían nuevos anhelos".
James_Franco
James Franco actor, director, guionista 
"Mi padre me regaló Mientras agonizo [en inglés, As I lay dying] a los catorce años. Me encantó la estructura, el estilo, pero también los personajes. Estoy muy acostumbrado a saber cosas de las personas a través de las conversaciones, y este libro es un gran ejemplo de cómo se puede entender a una persona de forma diferente. Mientras agonizo es como un puzzle. Al leerlo en la adolescencia me resultó mucho más difícil comprender lo que Faulkner trataba de hacer, así que se convirtió en un misterio y me obsesioné con él, quería desentrañarlo. Creo que transformar un libro o un poema en una película es un proceso similar".  
Alarcon_Daniel_1
Daniel Alarcón escritor
"Contar historias siempre ha formado parte de mi familia. Si yo hubiera decidido ser abogado mis padres se hubieran extrañado. Ser escritor era totalmente aceptable. Teníamos muchísimos libros en casa. Escribí mi primera historia seria a los dieciséis años. Y por 'seria' quiero decir terrible, ilegible y pretenciosa. Mis padres dicen que antes de saber escribir o leer, le dictaba historias a mi hermana".
Jennifer_Egan
Jennifer Egan escritora *
"Supe que quería ser escritora cuando ya había leído buena parte de estos libros. Pero en todos los casos me hicieron pensar 'Vaya, puedes hacerlo'. Aunque no siento una influencia directa -me gustaría que me hubieran influenciado todos estos libros, pero no soy quien para juzgar si lo han hecho o no-, siempre me inspiran. Me recuerdan de lo que es capaz la novela. Yo siempre pienso sobre Tristram Shandy y Don Quijote. Todas las innovaciones que se han introducido en la novela desde entonces ellos ya las habían visto o incluso superado".  
* La editorial Minúscula publicó el año pasado El tiempo es un canalla (ganador del Premio Pulitzer de Ficción 2011), el único libro de la autora estadounidense que se ha traducido al español.
David_Sedaris
David Sedaris escritor
"Yo no leía mucho en el colegio. Fue necesario que dejase la universidad y me fuese a vivir yo solo a una caravana en un pequeño pueblo de Oregon (tenía mucho tiempo libre y nadie con quien hablar) para hacerme un carné de la biblioteca y empezar a leer. Recuerdo que leíBabbitt porque estaba en la lista de lecturas del instituto. Y me di cuenta de que si no había que escribir una redacción a posteriori leer era bastante increíble. [...] A veces charlo con curas y siempre les digo: 'Si tuviera una iglesia, leería una historia de Tobias Wolff cada semana y luego le diría a la gente, 'Iros a casa'. No sería necesario decir nada más. Cada historia es un manual sobre cómo ser una buena persona".
My Ideal Bookshelf de Jane Mount y Thessaly La Force está editado por Little, Brown. Todas las imágenes son cortesía de la editorial.

Sol interno del otoño

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( fotos tomadas por mí)


He entreabierto mi balcón:

¡pásame una Coronita
amarilla entre la bruma!




Su primer año de muerto

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Cuando él cumplió su primer año de muerto,
ella se dio cuenta de que le quería…

Las hojas que pasamos en otoño

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(foto tomada por mí)

Las secas hojas que pasamos
de una luz a la otra acera...
Al final, las cosas siguen igual,
igual, igual...

Marilyn Monroe en su retrato favorito

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Marilyn Monroe en su retrato favorito
realizado por Cecil Beaton en1956

Todo no es dado por el azar y el destino

Por su mala cabeza se quedó como un pajarito

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( foto Chloe Aftel)


Un oficinista anduvo en malos pasos y se enredó en amoríos nocherniegos con una chica de alterne. Se llamaba Fructuoso y, por mear fuera del tiesto, perdió familia y empleo, además de los ahorrillos que pensaba invertir en comprar, en su Caja de Ahorros favorita, un puñado de esos artefactos mal llamados participaciones preferentes.

Una madrugada despertó conturbado y, al tacto, notó que la moza de fortuna no estaba en la cama. Se levantó y leyó en el espejo, escrito con pintalabios y letra infantil de suripanta del pueblo, esta despedida: «Bienvenido al club del sida».

El cagatintas no tuvo valor para hacerse los análisis, pero sí para tirarse por la ventana del apartamento. Cayó en flor y se quedó como un pajarito.

¡Por su mala cabeza y por sacar los pies del plato!



Wakarusa, tal vez no seas el paraíso

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-Supongo que anoche viste mi tatuaje en el culo...

La más oriental de las mágicas noches

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(Ravenna, Basílica de S. Apolinario)


Siempre conseguí que SSMM Los Reyes del Oriente me trajeran todo lo que pedía. A ello contribuía no sólo la moderación de mis encargos sino también el método por mí empleado.

La moderación consistía en ir comprobando en el Bazar Horta, en Pabú o en Deportes Cóndor cuánto sumaba lo que yo quería tener y nunca pasar de la cifra que mi orden natural consideraba tope máximo a lograr cada Navidad. En este sentido, debo confesar y confieso que nunca me gustó la canción “Todos queremos más” que cantaba Alberto Castillo. Revela avaricia y afán de acumular riquezas. Prefiero no tener sobre qué Dios me llueva antes que ser pájaro gordo de muchas campanillas.

Nunca quise ir a Galerías Preciados a entregar mi carta a los emisarios de los Reyes. Bien muchachito, ya sabía yo diferenciar entre lo que son promociones comerciales de los mercaderes y tenderos y la magnanimidad y longanimidad de los auténticos reyes de Oriente, que hacen magia y premian a los niños buenos, salvan a los marinos atrapados por tormentas y dotan con bolsas de doblones de oro a las doncellas pobres para que puedan matrimoniar con hidalgos que no tienen con qué hacer cantar a un ciego.

La manera de hacer llegar a los Reyes Magos mis propuestas también ayudaba a que estos bienhechores colmaran mis esperanzas. En vez de escribir una carta larga y farragosa y dejársela a un empleado de Pepín Fernández, que era el dueño de los grandes almacenes, yo apuntaba a punta de regaliz las dos o tres cosas objeto de mi limpio deseo sobre la superficie helada de un flan chino El Mandarín. Cerraba los ojos y me lo zampaba de un sorbo y sin respirar. Nunca me falló. ¡Mano de santo!

El día de Reyes un cielo azul inmenso y vacío amanecía sobre el estanque del Retiro, cubierto como estaba con una colcha de hielo de un palmo de alto. Por bajo nadaban poblados cardúmenes de bellos peces de eufónicos apellidos. Calicos, burbujas, carpas, cometas, telescópicos y otros cuyo nombre no recuerdo y que no pienso mirar en Wikipedia, porque no tengo ganas ahora y porque nunca me aclaro si quien suministra la información es un sabio o un zoquete.

Comoquiera que yo tenía la certidumbre de que todos mis deseos estaban materializados en el sillón de tela damasquina marcado por mi par de zapatos, mi curiosidad se dirigía a comprobar qué clase de dulces habían comido Sus Majestades. Y si habían bebido de la botella de Cointreau, o de la de Marie Brizard o de la de licor Calisay, o quizás de la de Benedictine, pues sabido es que en el fondo de cada copa de licor hay un secreto.



(Códice de Roda)


Un camello, creo que en la Navidad siguiente, tuvo la gentileza de dejarnos una hermosa boñiga de rumiante en la alfombra del salón, que era de la Real Fábrica. Yo había visto en el campo bostas de otros rumiantes, como vacas y mulas, y certifico que las de los camellos orientales son diferentes, por mejores, ya que sólo comen vegetales bio-dietéticos y granos especiados y perfumados.

Mosca me tenía el dato de que la paja destinada a los rumiantes desaparecía siempre. Mi olfato me decía que los camélidos orientales, acostumbrados a cruzar por los desiertos arábigos y del Negev y a nutrirse de exquisitas raíces y frutos secos, de cereales salvajes y henos perfumados por los céfiros que soplaban los profetas del Antiguo Testamento, no iban a rebajarse a comer humilde paja castellana. ¡Hasta ahí podían llegar las cosas!

El día 7 de enero volvíamos a la jaula colegial y yo a mis proyectos de hacer de mi habitación un acuario gigante, o un huerto cercano a mi espíritu. También tramaba dedicarme en lo porvenir a la cría del mochuelo boreal.




Encoger una gran ciudad

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De megalópolis a jungla semiurbana, desde sus días de gloria automovilística, la ciudad de Detroit ha perdido el 63% de su población. El espacio geográfico sigue siendo el mismo: 359 kilómetros cuadrados que corren una suerte desigual. En algunos puntos, la naturaleza reclama lo que es suyo, y reforesta, salvaje, manzanas enteras. Hay en Detroit 800.000 estructuras vacías, la mayoría en estado ruinoso. Los esfuerzos de recuperación, privados y públicos, se concentran en algunas áreas reducidas, que se hacen atractivas para los residentes, afeando aún más los barrios depauperados. No hay un plan maestro. En la historia del urbanismo, mucho se ha escrito de ampliar centros urbanos, pero poco hay sobre el fenómeno del encogimiento de ciudades.

Granada: Casería de Los Cipreses

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Hondo agradecimiento a Milagros Soler 
por su esmerada y pulcra edición de mi relato 


Capítulo 1º·
Martes, 31 de mayo de 2011

En la vega de Granada las fincas de regadío son conocidas como “caserías”. Mis abuelos maternos construyeron en la de su propiedad una casa cortijo al estilo andaluz. El predio se llamó, con lógica y armonía, “Los Cipreses”, pues a esa especie pertenecían los preciosos ejemplares que escoltaban el largo carril de entrada.

La casa se inauguró un día doce de septiembre para acoger los festejos de la boda de mis padres, ya que a tal fin fue expresamente inaugurada. Mi madre me recordaba que ese día se conmemoraba el “dulce nombre de María”. Y yo rememoro ahora a mi madre, la persona más dulce que ha existido. Era toda generosidad, bondad y ternura. Vivió para los demás, nunca para sí. Pocos días antes de morir entré en su habitación. Muy débil ya, me dijo: “déjame mirarte a los ojos. Quiero saber cómo estás”. De su sufrimiento, ni una palabra.
 

La boda de mis padres

Que las celebraciones fueron sonadas lo prueban testimonios escritos, fotografías y la tradición oral. La doble escalinata de la entrada noble a la casa no bastaba para acoger todo el vuelo de la cola del vestido de mi madre. Mi padre vestía el uniforme del cuerpo de Abogados del Estado, al que acababa de ingresar por oposición.

Busco y rebusco en revejidos álbumes familiares y separo una foto de aquel solemne día. Sí, la cola del vestido de la novia desciende escalón a escalón y se arrastra por el jardín... la foto se acaba, pero no el vestido... hay pajes Luis XVI, con albas pelucas llenas de tirabuzones y también damas de honor, entre ellas tía María Luisa y tía Rafaela, ambas con bucles y caracoles, esta vez naturales y oscuros, además de blancas redecillas a manera de casquetes en sus cabezas, y veo abanicos plegados y ramos de flores naturales. Tía Emilia es una de las damitas que lleva la cola. Las flores del regazo de la novia, mi madre, son nardos, flor y aroma que hoy prefiero. Mi padre, alto y moreno. Mi madre está pálida y... ¿asustada?

Eran otros tiempos. Mi madre solía decirnos: “entregué a vuestro padre mi voluntad en el altar”. Con los años tendrían nueve hijos. Hablando de entregar a otros la voluntad de uno, práctica no recomendable, contaré que tía Rafaela y tía Emilia profesaron en las Clarisas Capuchinas. La primera de ellas hizo mejor carrera pues llegó a Abadesa del Convento de Chauchina y tiene hoy abierto en la curia vaticana expediente para su canonización. Es fama su muerte en olor de santidad. Eso cuentan los más chochos del lugar.

Capítulo 2º·
Miércoles, 8 de junio de 2011

La casería, de regadío y con algunos marjales de secano para cereal, era labrada por el capataz de la finca, llamado Frasquito, con la ayuda de tantos jornaleros cuantos lo requirieran la estación y los cultivos. Su mujer, Ángeles, tenía un diente de oro y se ocupaba de tareas domésticas, que incluían amasar el salvado para las gallinas, recoger sus huevos y evitar que una perra mil leches por nombre Cuqui me mordiera más de la cuenta. Aún hoy día, cuando desayuno mi ración de cereales, me acuerdo de las gallinas de Los Cipreses.

En aquellos años, el trigo, la avena y la cebada se segaban a mano. La trilla se hacía con mulas, en eras preparadas a tal fin apisonando un rodal de tierra. La parva quedaba tendida en la era después de trillada y se aventaba con horcas para separar el grano de la paja. Luego se cernía aquél en cedazos. Algunas veces dormí en la era con los segadores. Tan exótica experiencia hace que no tenga en olvido dos nítidas vivencias. La primera es que las picaduras de mosquitos de una era de trillar son una buena pejiguera. La segunda, que las briznas de paja esparcidas al viento pican más que los mosquitos. Pero yo era feliz.

El ciclo del cultivo del cereal se cerraba en septiembre con la quema de los rastrojos. Tarea apasionante. Se elegía una tarde desventada y con rastrillos extendíamos el fuego estratégicamente por los cuatro costados de un haza. El olor a paja quemada me duraba días en el pelo. Por lo visto se siguen quemando rastrojos en zonas cerealeras de España y 
continúa también la polémica sobre si tal práctica es beneficiosa o perniciosa para la capa fértil del suelo. Útil no lo sé, divertido mucho.


Capítulo 3º·
Viernes, 10 de junio de 2011

Al llegar los de Madrid, con el servicio que nos acompañaba, se reforzaba el cuerpo de casa con la contratación de alguna moza del pueblo de Maracena para servir la mesa y de señoras lavanderas y planchadoras, también maraceneras, para lavar y planchar la ropa de vestir y de casa. Nueve hermanos, más nuestro primo Pepe Ramos, quien vivía con nosotros por ser huérfano de guerra, requerían mucho asistimiento, en aquellos años sin electrodomésticos ni fibras de Tergal ni Kleenex que llevarse a los mocos.

 
Del álbum familiar ¿Quién seré yo?

La tarea no era fácil para los fámulos, porque los niños de entonces, y no sólo las niñas, llevaban blusas de piqué con bodoques y adornos de encaje y calados en la pechera que habían de ser almidonados y encañonados con tenacillas. Es verdad que tales perifollos tenían su límite de edad. A partir de los cinco o seis años, pasábamos a los pantalones y blusas o nikis, calcetines blancos y sandalias o bambas “pirellis”. No se me van de la cabeza los excesivos atavíos de nuestro primo menor, hoy psiquiatra conocido y pío, que terminaban sistemáticamente embarrados después de merendar y jugar. Por cierto que, cuando se trataba de fútbol, siempre le tocaba jugar de portero. Por ser el más canijo y por tuercebotas.

Volviendo a la servidumbre local debo contar el gran disgusto que me causó un incidente con una nativa de nombre Basilisa y de cara morena y pelo rizado a la permanente. El verano siguiente a mi primera comunión desapareció de mi mesilla de noche el típico reloj Longines regalado por mis padrinos. No puedo reconstruir exactamente lo sucedido, pero sí recuerdo como si fuera hoy la irrupción de la Guardia Civil, el ambiente general de desolación y el estremecimiento que sentí cuando se comprobó que mi reloj estaba en el bolso de la asistenta. Se fue aquel mismo día de la casa y mis padres me aseguraron que no mediaría denuncia. Alguien echó la culpa a un mal novio, que andaba en malos pasos.
 
La casa‑cortijo, rectángulo enorme de muy bellas y simétricas proporciones, se cerraba con dos puertas. La principal daba acceso a la casa de los señores. En el extremo opuesto un portón servía de entrada a la de los guardeses, a los corrales de las aves y conejos, y a los establos de las bestias de labor. En el meridiano del gran recinto rectangular dos patios separaban nuestras dependencias de las dedicadas a graneros para el cereal, así como de un enorme secadero de tabaco y de la propia vivienda de los capataces. Hileras de naranjos, una morera de buen porte guiada de manera que los niños pudiéramos comer a su sombra, y dos grandes tilos, más grandes que los del famoso paseo de Berlín, ornaban el patio importante. Flanqueaban el lado este del patio arcos encalados medianeros con un frontón, que también servía para el fútbol, baloncesto o inclusive ¡el polo en bicicleta! La mía era una especial BH azul. Cuando se me quedó pequeña, se acabó la niñez. No hubieron otras. Ni bicicleta ni niñez.

No quiero cerrar capítulo sin recordar a la tata Mariana, quien había criado a mi señor padre y se instalaba con nosotros en Los Cipreses, ya de muy anciana, para pasar con aquellos largos y cálidos veranos. Había nacido en Huéjar-Sierra y le enseñé como pude las cuatro reglas y a leer y escribir un poquito. Ella me hizo un regalo impagable: me contó cosas de la represión de “los nacionales” sobre “los rojos” perdedores, cosas que no he olvidado nunca

Los angelicales hermanos Quero
Capítulo 4º·
Martes, 14 de junio de 2011

En el centro del patio de los naranjos había un pozo para abastecer de agua, no potable, a la casa. El agua se bombeaba mediante un viejo motor diesel a unos enormes depósitos de uralita encaramados en la torre principal. La otra torre, blanca de cal y azul de añil, con vigas de madera vista, servía para secar pimientos y tomates y colgar melones de invierno, tan ricos de comer en Navidad.

La operación del bombeo del agua era un espectáculo. Frasquito bajaba hasta el nivel del motor por unos asideros de hierro clavados en la pared. Sin luz. Según cumplía años, aumentaba la emoción. Poner en marcha el motor tenía su mérito y el premio era un pestazo a gas‑oil que aún me persigue. Eso si no pasaba algo en la bomba sumergida bajo el nivel freático. Descender de la plataforma donde estaba el motor hasta el nivel del agua era para nota. Quede claro que Frasquito murió de viejo en su retiro en el pueblo de Maracena.

Al cabo de dos o tres horas, los aliviaderos de los depósitos, ya colmados, empezaban a soltar agua. Entonces era urgente buscar a Frasquito para que bajase al pozo a parar el motor y evitar el desperdicio de agua. Pero Frasquito podía estar labrando en la hoya de los chumbos, en la otra punta de la casería, que medía más de doscientos marjales, y ya se sabe que un marjal son cien estadales granadinos. Si estaba en la finca su sobrino Antoñito, a él tocaba buscar al guardés‑capataz, al grito horrísono de “Tito, que se errama el aguaaa...”.

Antoñito pasaba buena parte del verano en casa de sus titos y era hijo único de una sobrina de nuestros guardeses, que vivía en Sevilla. Su madre era guapa y con buena facha y tenía un vestido blanco con lunares azules. Al padre nunca le vi. El gordo, pelirrojo y pecoso de Antoñito era compañero de nuestros juegos y le hacíamos de rabiar, creo que sin mala intención, aunque sí con cierto “espíritu de clase”. Comía sangre frita, sartenadas de papas fritas y sopas de ajo.
 
La leña era escasa y los labriegos utilizaban como tal los troncos secos de las plantas del tabaco. Antoñito merendaba lo que él llamaba “un pocillo”, es decir, media hogaza de pan, en la que hacía un “bujero” para inundarlo de aceite espeso y de azúcar. Tapado el pozo con su miga, iba comiendo aquel artefacto al tiempo que el aceite chorreaba por cara y blusa. Una vez me confesó que tenía lombrices, según él de tanto comer azúcar. Su tita le peinaba con fijador, pues el niño estaba lleno de rizos. El fijador era peguntoso y casero, supongo que a base de zaragatona.


Capítulo 5º·
Sábado, 18 de junio de 2011

La vida que llevábamos en Los Cipreses era anárquica. Mi padre siempre nos dejó libertad de horarios. Nos acostábamos a las dos o tres de la madrugada y nos levantábamos a mediodía. En raras ocasiones yo ponía el despertador para, al tiempo de salir el sol, cazar pajaritos con escopeta de aire comprimido. En la familia se consideraba el sueño sagrado. Dormir y soñar son preludios de la muerte. Y no se debe despertar, en vano, a un muerto. A un muerto futuro, en potencia. El emperador estoico escribió algo así como que "somos un alma que sostiene un cadáver". ¡Ele, qué alegría!


No había tareas obligatorias. Ni piscina o alberca apta para bañarse. Tampoco pista de tenis. Ni deberes del colegio, pues entre los hermanos no había suspensos, si dejamos aparte a José Ignacio, de quien mi padre sentenció que “no se regía por el sistema métrico decimal”. Los estudios de las hembras no contaban. Mi padre creía que estudiar era cosa de hombres. En el caso de mis tres hermanas la teoría de mi padre no ha producido “daños colaterales”. Las tres llevan una vida plena, “se han realizado” como se dice ,cursimente, ahora, y no han necesitado de título alguno. Pero dudo mucho de que hogaño semejante hipótesis paterna pueda sostenerse. Cosa distinta es que la vida de ahora demuestre cuán difícil resulta, injustamente, compaginar maternidad y ciertos trabajos profesionales competitivos a cara de perro.

Tan inexistentes eran las ocupaciones impuestas o programadas, que pasaron muchas vacaciones antes de que alguien me llevara a visitar la Alhambra. ¡Y yo que día sí y día también veía la fortaleza y palacio árabe perenne e imponente, debajo de las nieves perpetuas del Mulhacén y del Veleta, desde la hermosa y sonriente y enorme terraza de mi habitación!

Es verdad que una vez fui con mis padres al balneario de Lanjarón, pueblo de la Alpujarra de Granada en el que estudió mi madre de niña, en un internado donde coincidió con la hija de un amigo de mi padre, quien hizo gran fortuna con negocios de suministros de combustibles como arrendatario de Campsa. Doña Trini se casó, por aquello de que el dinero llama al dinero, con un hijo de un viejo banquero y minero asturiano. El viaje a Lanjarón fue un suplicio porque yo me mareo en coche y las curvas de la carretera eran muchas y de muchos grados. En algún sitio debe estar la foto de aquel viaje. En ella se ve a un crío ojeroso y pálido (pues la palidez también se aprecia en blanco y negro) al borde de infame carretera, arropado por el guardapolvos de Miguel el chófer, y con su gorra de plato bien calada y con pinta de haber vomitado tres minutos antes
Capítulo 6º·
Martes, 21 de junio de 2011

Hubo algunas excursiones más. Una a Diezma, a la finca del tío Antonio García, casado con Trini Torres López, otra a Dúrcal, a la casa del tío Paco, y una tercera a Huétor‑Santillán, con tío Juan y familia que era de ¡trece hijos!;igual me quedo corto y este hermano de mi padre lo que tuvo fueron dieciséis retoños, con la misma mujer y sin ayuda de ciencia reproductiva alguna.

Y no mucho más, en tantos veranos. Olvidaba que fuimos también a visitar a los Torres‑Puchol a Almuñecar. Recuerdo la sofocante bofetada del calor húmedo del mar, tan diferente al seco de Granada capital, y que mi prima Chini era simpática y rubia. El tío Antonio antes mencionado, el labrador de Diezma, fue secuestrado años después de terminada la guerra por obra y gracia del “maquis”, concretamente a manos de la cuadrilla de los hermanos de apellido Quero. El rescate lo adelantó el abuelo Rojas y consistió en cien mil pesetas de las de entonces, que no eran moco de pavo. Luego me referiré al “paseo” del tío Don Antonio Moreno, notario de Bujalance. Salvajadas de nuestra guerra incivil y puta.

Manuel María Torres Rojas

Cuando escribo esto pienso, por un lado, que no tengo noticia de que ningún familiar tuviera problemas con “los nacionales”. Por otro, que mis convicciones antifranquistas y liberales deben ser culturales y racionales, ya que no genéticas o hereditarias. Pero la vida es así. Nunca me gustó la derecha rancia y ultraconservadora, ni sobre todo su obsesión por amasar dinero. Hay personas que se afanan toda su vida por ser los más ricos del cementerio. Tampoco aprecio sus hipócritas convenciones sociales y menos aún el fanatismo religioso que a veces las acompaña. Tales hábitos de clase no siempre eran predicables de una cierta derecha ilustrada y librepensadora, esa burguesía que consideraba de pésima educación hablar de dinero, no sólo en la mesa de comer sino también en las reuniones familiares o sociales. Hoy en día los cachorros del neo-paleocapitalismo no quieren ser cultos, sino ricos. Y ustedes perdonen.

Todas las tardes venían a jugar los primos Rojas Montes. Solita hacía rancho aparte con mi hermana María Angustias. Los demás, chicas y chicos, mayores y menores, jugábamos a un juego apasionante que llamábamos “la lata”, creo que de genuina invención familiar, pues nunca he oído a nadie de fuera del círculo de los iniciados hablar de entretenimiento parecido. Si digo que es una variante del escondite no hago honor al juego granadino y desoriento a quien lo desconozca. Tiene algo de escondite, pero también precisa de rapidez de piernas y de buena vista y oído y además ¡se radia en directo! Muchas tardes felices nos deparó a todos los primos, a quienes se añadían con frecuencia Melchorito, de una casería cercana de al otro lado de la carretera de Jaén, Alfonsito, apodado “el niño de los conejos” quien pasó un verano de labriego a mozo de comedor, y algunos otros chicos mayores que yo. En la casería de “Los Doscientos” no había críos, ni tampoco en la de “Los Arcos”.

Si queríamos baño, las opciones eran una piscina conocida como “La Sartenilla”, casi enfrente del estadio de Los Cármenes del Granada F.C., o bien ir a una alberca con ranas y tritones en la casería de Melchorito o hacernos doce kilómetros en bici hasta la piscina de los ingenieros de la presa del río Cubillas, en donde conocí y traté a los hijos de María Dolores Pradera y Don Fernando Fernán‑Gómez. Fernán‑Gómez es para mí uno de nuestros cómicos más completos de la segunda mitad del siglo XX. Recomiendo la lectura de sus “Memorias del tiempo amarillo”.
 
Al cerrar la noche, después de “la lata” y la merienda, el chófer de la abuela Emilia se llevaba a los primos y empezaban a llegar otros familiares adultos, a fin de hacer tertulia con mis padres. Antes de contar tales charlas, quiero mencionar un episodio que nunca he entendido. Un anochecer cualquiera, mis primas favoritas Isabelita y Quica Rojas, alegres y simpáticas hasta decir basta, cumplido el rito del juego diario, me invitaron a su casa de la avenida de Andaluces. El plan era cenar y pasar la noche allí. Yo tendría ocho o nueve años y acepté, supongo que con el permiso de alguien, probablemente de la yaya Sagrario. El caso es que, terminada la cena, se presentó el chófer de la abuela a buscarme con la instrucción paterna de devolverme a Los Cipreses. La orden fue acatada y sanseacabó.

Es verdad que la madre de las primas, la tía Sole Montes, y “mon pére” no se caían precisamente bien, posiblemente por ser ambos de aguzado ingenio y mandones. Pero... sigo sin saber qué guerra subterránea llevó a mi padre a perder las formas. Los abuelos maternos vivían aún y, por tanto, no había abierta herencia de por medio, por lo que la mutua ojeriza no podía tener raíces económicas, que luego vendrían, aunque sin pasar a mayores. Supongo que eran rivalidades antiguas, provincianas e irracionales.
Capítulo 7º·
Lunes, 27 de junio de 2011

La vespertina tertulia de los mayores era diaria, variada en su composición y temas e itinerante. Esto último porque, según la climatología del momento, se podía reunir en la plazoleta del jardín, o en la de las tinajas, en el porche de la entrada principal o en el gran salón de la planta baja. Estaba abierta a tres generaciones: la de mis padres, la de los sobrinos mayores y la de los adolescentes, sin voz ni voto. Eran habituales los hermanos Torres López residentes o de visita en Granada, y los primos Moreno Torres, Ramos Torres y Morales. Se cuenta de algún tío, o de mi padre, que llegaban a las tertulias ya iniciadas diciendo “decidme de qué se trata, que me opongo”.


Tía Pepita, viuda, y Pilar Ramos, soltera, se quedaban temporadas con nosotros, en Los Cipreses y en Madrid. Por cierto que en aquel entonces, guerra civil mediante, ser viuda y joven era frecuente; varias de mis tías lo eran y con mérito, pues sacaron adelante a sus familias con esfuerzo y provecho ejemplares.

Otro rasgo característico de los Torres, educacional entiendo, es que no quieren perros en sus casas. Cuando mi hermano pequeño, de nombre Valeriano como nuestro abuelo, hizo la primera comunión, Pepe Ramos, el primo huérfano que vivía con nosotros, tuvo un gesto de valentía y le regaló una preciosa cachorra de pastor alemán, bautizada como Ivonne. Aquel verano la cachorrita fue la estrella y comprendí que se puede querer muchísimo a un perro, y que éstos merecen y esperan todo de nosotros, a cambio por el cariño y fidelidad que nos procuran. Como no podía ser de otra manera, tratándose de mi familia y otros animales, que diría Durrell, la experiencia terminó mal: se acabó el verano, se decretó que el perro no podía vivir con nosotros en el piso de Madrid y para allá que nos fuimos tristes, sin perro, y al colegio.


Manuel María Torres Rojas con su perrita "Ivonne"

Peor fue la vuelta al veraneo de Granada al año siguiente. Ivonne estaba flaca, su mirada y su pelo sin brillo y...aún más grave, estoy convencido que el nuevo guardés, que había sustituido al jubilado Frasquito, había zurrado a la pobrecilla perra, que se mostraba huidiza incluso de nosotros. Hambre supongo que no pasó, pues dejamos dinero para su manutención. Pero... tampoco desdeño la hipótesis de que nuestros ahorros fueran malversados y gastados en humanos vicios. La parte buena de esta triste historia es que yo he aprendido a querer a los perros más que a muchas personas humanas en apariencia, pero deshumanizadas por dentro. He tenido quince años conmigo a un caniche enano que sólo me falló en el cuarto ejercicio para Notarías. Ahora tengo la perra más bonita, buena y fiel del mundo. Aquél se llamaba Gustavo y ésta, una preciosa y blanquísima jack russell terrier, responde al nombre de Clara.

Mi perra Clarita

Siempre fui niño de mal dormir. Leía por la noche hasta las tantas. Primero a Salgari, Richmal Crompton, Walter Scott, Agatha Christie, la colección Araluce de cabo a rabo, Jack London, H.G. Wells... Enseguida, todo lo que había en la biblioteca de la casa de Madrid: desde Armando Palacio Valdés a Blasco Ibáñez, pasando por Pérez Galdós, Pedro Antonio de Alarcón o Pereda. Me daba igual Currito de la Cruz, que Cañas y Barro, Trafalgar o la Casa de la Troya. También me apasionaron las “Mil y Una Noches”, versión de Blasco Ibáñez. El reloj de campanadas del gran salón de la planta baja de la casona me anunciaba muchas madrugadas. Y yo leía y leía... a François Mauriac, Sommerset Maughan, Harry Stephen Keller, Stefan Zweig, Pearl S. Buck, Axel Munthe, Graham Greene, Edgar A. Poe, Dostoyewski o Tolstoi.

Cuando cogí el tifus, calificado eufemísticamente de “fiebres paratíficas”, la temperatura me subía por la noche hasta casi el delirio. El médico dijo que me había infectado por no lavar bien la fruta. Ni bien ni mal, pensaba yo. Si coges de la huerta una ciruela claudia o unas azufaifas, o un caqui, o una granada, ¿dónde las lavas? ¿en la acequia de aguas marrones o en el estanque donde se hacía pudrir el lino antes de llevarlo a la fábrica?
 
Viene a cuento decir aquí que me acostumbré a cavar y sembrar con mis manos un pequeño trozo de huerto, lo que hacía nada más llegar a Granada, a finales de junio. Aprendí a utilizar la azada y el almocafre, a regar conduciendo el agua por las compuertas y sifones de las acequias y a sembrar patatas y tomates, pimientos y judías verdes, plantas todas que requieren, ya crecidas, ser guiadas con cañas para que enrecien bien y no se doblen con el peso de los frutos. Una vez pasé miedo porque me metí por unos conductos subterráneos que salvaban un ancho camino, llevando el agua de la acequia de sifón a sifón. Vi y sentí sapos, tortugas y culebras de agua. Pero no obré bien, pues aún suelo recordar aquella angustia y aquella claustrofobia.

El agua es muy importante en una vega y el sistema de riego herencia árabe. El agua, siempre escasa, se administraba por una comunidad de regantes. En verano llegaba a nuestra casería un par de veces al mes. El administrador del sistema del pantano del río Cubillas, avisaba el día anterior la hora de nuestro turno de regar para el siguiente. Igual tocaba de madrugada que al caer la tarde. Frasquito siempre me avisaba y yo siempre le ayudé, aunque en inferioridad de condiciones pues no tenía ni botas de agua ni sus manos y experiencia.

Manuel María Torres Rojas con su hermana

Mi madre prefería el verano de Los Cipreses al de Levante. Mi padre justamente lo contrario, como de costumbre. Para ella la casería representaba la cercanía de su mundo infantil, y también la de sus padres, que vivían en Granada capital en un piso maravilloso lleno de salones con muebles de estilo, cuartos de estar art‑decó, despachos modern style y galerías y miradores acristalados. La despensa era enorme y repleta de especias para sazonar y de plantas aromáticas y hierbas para aderezar para mí desconocidas. La pimienta blanca y la negra, el clavo, la nuez moscada, el comino, el hinojo, el cilantro, la menta, la albahaca, la alcaparra, el alcaparrón, el orégano, la hierbabuena, la hierbaluisa, el azafrán, la canela o el estragón eran condimentos generosamente empleados en la casa de Calvo Sotelo. Las matas o ramas de laurel, de tomillo y romero colgaban de escarpias en las paredes.

La abuela Emilia siempre tomaba el té con unos granos de anís y una “nube” de leche. Su ama de llaves se llamaba Ángeles y Don Cecilio era el contable. Los Rojas eran gente de dinero, con fincas en la vega pero también olivares en Jaén, fábrica de chacinas en Maracena y creo que con intereses en la azucarera San Isidro y en la compañía de tranvías granadinos. Dicen que entre guerras exportaron con gran provecho sus cultivos de azúcar de remolacha y sus fábricas de productos del cerdo.

De la familia Ballesteros no me queda recuerdo histórico, sólo una vaga imagen de bellas y elegantes damas con pamelas de época y la sonoridad de un apellido cada vez más alejado para mis descendientes. Las tías Ballesteros tenían nombres rotundos, con personalidad: Visita, Asunción, Carmela y Rosa, que emigró a Buenos Aires. Parece ser que las tres familias pudientes de Maracena eran los Rojas, los Ballesteros y los Martínez‑Cañavate, clanes que, como no podía ser de otra manera, emparentaron entre sí. Por eso yo llevo todos esos apellidos, más los que provienen de la rama Torres.

Curiosa cosa es la dedicación de los Rojas y de los Martínez‑Cañavate a la cría del cerdo. Dos pequeñas recuerdos, de oídas, al respecto, según cuenta la tradición familiar. La primera es que el hermano mayor de mi abuelo, Don José Rojas, quien murió joven, pastoreó una vez una piara de ganado de cerda de quinientas cabezas desde Extremadura a Granada, con un grupo de jinetes estilo farwest y él al frente, de caporal. Llegaron vivos trescientos cincuenta animales. Otra, que dice mucho del afán emprendedor de los Rojas, pero que no se compadece con su fama de ricos, es que se adelantaron a su tiempo abriendo, las veinticuatro horas del día sin interrupción, una tienda de chacinas en Granada capital. Durante el turno de noche, se descansaba en un catre debajo del mostrador. Esto último era común en el comercio, pero practicado por los aprendices. No sé qué hay de cierto en estas historias, pero yo doy más crédito a la primera que a la segunda.

Mi abuelo Enrique era elegante, siempre con chaleco y leontina, sombrero y bastón con puño de plata. Tenía los ojos azules, la tez muy blanca y el pelo rubio claro. Bien parecido, gustaba de tertulias y espectáculos. Dicen que era muy aficionado a las señoras. Una vez me llevó al Aliatar Cinema a ver una película clasificada 3‑R (mayores con reparos ). Fue nuestro secreto. En la taquilla le dijo muy serio a la encargada que su nieto pagaría las entradas. Yo le miraba perplejo y él con la contera de su bastón tocó mi hombro y me llamó “mal pagaor”. Murió cuando yo tendría doce o trece años. Alguien me habló entonces de que había dejado parientes ilegítimos. Cosas de pueblo, supongo. O no, vaya usted a saber.

Mi abuela Emilia fue toda una belleza de joven. De mayor diabética insulinodependiente. Presumida, siempre. Recuerdo al practicante hirviendo la jeringuilla, que tenía el émbolo azul oscuro, y mirando al trasluz cómo la gota del fármaco asomaba por la punta de la larga aguja que había sacado de una cajita de acero brillante. Mi abuela suspiraba mucho (¡Señor,Señor!) y tenía mucha sorna. Mandaba en la casa y dejaba en paz a su marido para fuera de ella. Debieron de haber firmar un tratado de no agresión.

Doña Emilia vivía en un mundo coqueto y femenino, cuidada por una hija solterona y por un nutrido servicio doméstico. Cocinera, doncella, asistentas, planchadora, costurera. Los hombres de la familia no entraban en sus habitaciones, y mucho menos en su cuarto‑tocador o en su baño. Yo sí entré alguna vez en el gineceo de la abuela, seguramente por no contar oficialmente aún con uso de razón. Nunca he visto ni veré nada tan... genuinamente femenino. Centenares de potes, tarros y frascos de cremas, pomadas y polvos. Infiernillos para calentar tenacillas, bigudíes, una hilera de barras de labios, cajas y cajas de medias de seda, untes de brillantina para el pelo, tintes de todas clases... Los perfumes, franceses y en delicado cristal de roca, ocupaban una mesa entera.

Doña Emilia llamaba constantemente a su hija solterona “Mariquillaluisa” y la atosigaba tratándola con sorna de “coneja” y “luchona”. La tía María Luisa murió con el juicio perdido y su mirada de niña. Todos sus sobrinos somos deudores del inmenso cariño que nos dio en vida

Capítulo 8º·
Lunes, 4 de julio de 2011

Comer en casa de los abuelos entrañaba un cierto ritual arábigo‑andaluz, refinado y de enorme variedad. El abuelo, en las comidas y en todo lo demás, hacía vida aparte. Comía, solo, a la una de la tarde. Mantel de hilo y encajes, flores en el centro, lavamanos de plata y cristalería azul de bohemia. Jamón de las Alpujarras cortado con tijera en pequeños dados. Uvas moscatel peladas y sin pepitas. Chanquetes y boqueroncitos de Málaga. Su pescado favorito era la merluza blanca del Mediterráneo, en Granada conocida como “pescá de Almuñecar”. Como no había frigoríficos eléctricos, y hasta que se montó en Maracena una fábrica de hielo en barras, éste se bajaba de los neveros de Sierra Nevada, creo que en serones o espuertas a lomos de mulas.

Mis abuelos en el cortijo de Los Cipreses


 Don Enrique comía poca carne, apenas sí una chuletilla de choto al ajillo, o unos riñoncitos de corderito lechal. También sesos y criadillas rebozadas y fritas. Para postre prefería la fruta de la estación y de sus huertas, aunque también le vi tomar piononos de Santa Fe, o pastelillos llamados “felipes” y unas “bizcotelas”, que se compraban en La Campana o en los López‑Mezquita. Dormía un rato la siesta y se iba a su tertulia, me parece que en el Centro Artístico.

Antes de cenar, si el tiempo y la estación eran propicios, Miguel el chófer le acercaba a Los Cipreses y allí la charla se celebraba bajo una gran higuera, en un paseo de naranjos que estaba orientado a poniente. Charlaban y contemplaban la puesta de sol los notables de Maracena. A uno lo llamaban “El Cachorro”, a otro “Pepico el del Encerraero” y a otro tercero “El Pitute”. Boticario y notario también se asomaban por allá.

Quizás compartió también tertulia con mi abuelo el cura del Cerrillo de Maracena, a quien mi padre años después ayudó a mantener la pequeña iglesia, a la que donó la custodia. Los domingos acudíamos a misa de doce al Cerrillo, que lindaba con nuestra finca, vía del ferrocarril por medio. Una vez me caí por un balate, que es el borde exterior de una acequia y me hice un chichón importante. La tata Mariana decidió poner un duro de plata de los llamados cabezones encima de uno de los raíles del tren. Pasó un tren, el duro se puso al rojo vivo y, envuelto en un pañuelo, me lo apretó contra el chichón. Aseguro que fue mano de santo, pues el bulto de la frente se redujo a la nada.

Mi abuelo

Los días de domingo, familia y servicio íbamos, en fila de a uno, por las muy estrechas veredas que separaban las hazas de labrantía. Mis padres delante, mamá con velo negro o mantilla y quitasol y detrás todos los hermanos repeinados y endomingados. En la iglesia teníamos reclinatorios reservados, delante del pueblo soberano. Como quiera que estábamos en ayunas para poder comulgar, después de misa nos sentábamos a desayunar en el patio del café Zurita. Tejeringos y café con leche condensada marca “La lechera”, brebaje que llamaban “café a la clema”. Que la leche fuera condensada era, por un lado ineludible, porque no había vacas y, por otro, muy conveniente para no contraer las fiebres de Malta, endémicas en la zona y transmitidas por las cabras que se ordeñaban de puerta en puerta.

Manuel María Torres Rojas con su hermana


Los niños del pueblo llevaban el pelo al rape, y tenín marcas de cicatrices y heridas de peleas a cantazos. El acento maracenero es tan duro que casi nos resultaba imposible entenderlos. Una tarde mi hermana Emilia y yo aparecimos en bicicleta en Maracena, pero no por las veredas que atravesaban la vía del tren y llevaban a El Cerrillo, sino por la carretera de Jaén. Doblando la Curva, con mayúscula, a la izquierda se cogía un camino sin asfaltar que bordeaba una nave de adobe con un gran letrero pintado sobre la cal que rezaba “Fábrica de colas fuertes, gelatinas y pegamentos”. Por cierto que ese remedo de fábrica olía a muerto. Más exactamente, a burro muerto, porque con los huesos de los animales se hacían tales productos. O eso me contaron.

Aquella tarde llegamos a la plaza del pueblo, cerca del café Zurita, y me avergonzaron los zagales. Uno gritó “chacho, dile a tu prima que está más güena que un marrano”. Hoy comprendo que era un piropo, pero yo me sentí mal. En descargo de los críos de Maracena diré que mi hermana iba en pantalón rojo, lo que no se estilaba en la vega de Granada en los años cincuenta. Quiero decir que no se estilaba que las mujeres, cualquiera que fuera su edad, montasen en bicicleta ni mucho menos que usaran pantalones. También es cierto que Granada es conocida en el universo mundo por López‑Mezquita y por la mala fondinga de sus gentes. La “tierra del chavico”, decía mi padre. Hubo un tiempo en que, cuando estudié Derecho en la Complutense de Madrid, en ella predominaban los catedráticos granadinos. Supongo que la combinación entre tierra pobre, de mucha altitud media sobre el nivel del mar, poca industria y Universidad con solera histórica, dio lugar a brillantes generaciones de granadinos que coparon mi vieja Facultad de Derecho.

Tata Mariana con Enrique hermano en la cocina de Los Cipreses.

En septiembre, Frasquito el capataz y yo, con mis ocho o nueve años, nos íbamos a las ferias de los pueblos. Llegábamos en tranvía, pues Granada tenía una de las redes de tranvías más larga y densa de Europa. A propósito, mi padre tuvo no sé qué cargo en los Tranvías de Granada, S.A. Conocí bien Atarfe, Peligros, Pinos Puente, Gabia la grande y la chica, Armilla, en cuya base estuvo destinado Antonio Mérida casado con Carmen Ramos, Albolote, Alfacar y su pan blanco, Santa Fe... Para nosotros dos la feria consistía en llegar a media tarde al pueblo que festejaba a su patrono y meternos en el bar en donde Frasquito hubiera quedado citado con sus amigos. A mí me dejaban beber unos culos de cerveza La Alhambra, con aceitunas de tapa.

Los hombres hablaban de las cosechas y de sus precios, que interesaban a Frasquito porque era aparcero y no simple asalariado de Los Cipreses. Allí, entre calendarios de la Unión Española de Explosivos y botellas de anís Machaquito, aprendí yo que los labradores siempre se quejan de la poca o mucha cosecha, del agua o de la sequía y, dentro de un orden porque los tiempos no estaban para bromas, de los defectos del Servicio Nacional del Trigo o del Monopolio de Tabacos. Estas últimas quejas porque en la vega de Granada se sembraba tabaco negro. El cereal quedaba para las hazas altas y de peor tierra, a donde no llegaba el riego.

Frasquito tendría entonces cincuenta años, más o menos, porque en el campo no era fácil calcular edades y queda dicho que yo menos de diez. Fuimos amigos y algo cómplices pues no estoy seguro de que en casa supieran exactamente qué consistía en ir de feria. Lo que más gustaba al capataz eran las noches en que mi padre, después de cenar, anunciaba que había serpentón. Es un juego de cartas, con baraja española, que permite jugar a quince o veinte jugadores, pues sólo se reparte una carta por barba.

Yo iba a buscar a Frasquito, quien con gran respeto y dignidad se sentaba a jugar a la mesa de los señores. Mi padre sacaba la caja de tabaco, que era de libra traída de Gibraltar y ofrecía al capataz, quien liaba su cigarro con sabiduría y parsimonia. Comenzaba el juego, al que apostábamos dinero cada uno de su paga. A mi padre nunca le pareció reprobable apostar dinero. Antes al contrario, animaba el juego añadiendo propinas a la banca o monte. Algún as de oros, o “huevo frito”, nos proporcionó veinte duros de entonces. Si el afortunado era Frasquito, su tartamudez aumentaba de grado y no era raro que se equivocase llamándome “Choche Mari” en vez de Manuel María.

De entre los hijos de los amos yo era su favorito. Le recuerdo cuando los domingos se aseaba en el patio de su casa, los pies metidos en un barreño de zinc con agua, y su señora afeitándole la barba navaja al sol. Camisa blanca limpia, sin cuello, y sombrero de fieltro para ir a la iglesia. Era un hombre digno.

Capítulo 9º· (y último)

 
 Mi madre
Lunes, 18 de julio de 2011

Un divertido plan que introducía variedad en aquellos largos y cálidos veranos surgía cuando los mayores decidían, una noche cualquiera de cielo estrellado, organizar una expedición para, una vez cenados, llevar a toda la tropa a tomar helado a Los Italianos de la Gran Vía. Este programa, además de entretenido, era saludable ya que se trataba de caminar desde la casería hasta la Gran Vía, paseo que algunas veces se prolongaba hasta la plaza de Bibarrambla. Ida y vuelta pueden ser siete u ocho kilómetros. De muy pequeño más de una vez hice el regreso a hombros de algún adulto.

Mi madre era muy fervorosa. En el campo de entonces no era raro blasfemar. Pero ello no convenía a los oídos de mi madre. Tampoco gustaba de saber que alguien cercano o conocido no cumplía con el precepto dominical. Un verano amenazó con toda su dulzura al recovero que traía a casa, en carro con burra, provisiones que no producía nuestra finca, con borrarle de la lista de proveedores. Consternación. A partir de entonces aquel hombre, dentro de los linderos de Los Cipreses, no volvió a mentar nada sospechoso de rozar a Dios, la Virgen o los santos, y aportaba cada semana, lo prometo, un certificado del párroco de Maracena, que daba fe de su cumplimiento de la obligación dominical. ¡O tempora! ¡O mores!

Mi padre

No conocí a mis abuelos paternos. Sé que Don Valeriano Torres fue Coronel Auditor y que estuvo en la guerra de Cuba. Doña Encarnación López‑Sáez era persona de abolengo, según me dicen. En contra de una leyenda romántica que atribuía el origen del apellido Torres a raíces árabes, mi tío y padrino, Manuel Torres López, catedrático de Historia del Derecho, me aseveró que tenía documentado que los Torres provenimos de Burgos, cosa que, por cierto, coincide con lo que ponen los libros que tratan del origen de los apellidos. Y con las repoblaciones y asentamientos que la Corona de Castilla iba propiciando según y conforme avanzaba la Reconquista.

Me imagino que otro tanto sucede con tradición semejante sobre el apellido Rojas y su pretendido origen hebreo. Por un lado ¡vaya Vd. a saber! y por otro ¡qué más da...! Consulto el diccionario Espasa de apellidos españoles y leo que el primer apellido de mi madre ¡también proviene de Burgos!; Rojas es topónimo de un pueblo de esa provincia, desde donde se extendió por toda España, siendo particularmente recurrente en Andalucía y posteriormente en América.

A veces pienso, y no consigo rememorarlo con precisión, en nuestro último veraneo familiar en Los Cipreses. Me produce aflicción evocar que mi postrer verano allí, no fue percibido por mí como tal. Imagino, pero no estoy seguro, que el final de Los Cipreses fue abrupto: dejamos de ir todos de golpe. Y punto. Ahora sé que nunca encontraré todas las piezas para hacerlas encajar en este puzzle de añoranzas.

Luego vendrían más de veinte años con la casería cerrada y huérfana de todos nosotros. En raras ocasiones me atreví a viajar hacia el pasado, llevando por compañera alguna novia de turno. La finca de Los Cipreses primero se dejó de utilizar para solaz y recreo y luego se abandonó la labranza. Los muebles, muchos de ellos de valor no sólo afectivo, fueron unos repartidos de cualquier manera y otros almacenados en el convento de las Capuchinas de San Antón, en el que pasó su vida la tía Emilia Rojas, y otros, por fin, botín de ladrones. Creo que también hubo algún incendio y que centenarios cipreses ardieron fulminados por los rayos.

Mi madre sufría de melancolía en los atardeceres granadinos cuando miraba hacia Maracena, en cuyo cementerio están enterrados los Rojas. Y yo padezco hoy del mismo mal, cuando recuerdo a mi madre, a aquellos largos y cálidos veranos y el triste fin de la Casería de Los Cipreses, ayer huerta, hoy yerma, a la espera, tal vez, de ser sembrada de bloques de viviendas.
Moraleja:

La Casería de Los Cipreses es hoy propiedad de un empresario de la construcción de gran éxito y fortuna, nacido precisamente en Maracena y de quien se cuenta que en sus comienzos trabajó de obrero en el gremio del ladrillo. Mi padre me dijo una vez que la justificación última del sistema capitalista es que el dinero cambia de manos. Amén. Pero sigue sin gustarme.

Hermanos presentes en el acto de otorgamiento y firma de la escritura de compraventa me cuentan que, el comprador exclamó ante el Notario: “¡Hoy, mi madre, de estar viva, hubiera sido feliz! ¡La finca de los Rojas en mis manos!”

P.S.: El día 14 del mes de noviembre de este año de gracia de 2011 mi madre hubiera cumplido ciento ocho años

Y Eva incendió la pasión de Adán

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(foto Wendy Bevan)

Uno de sus amantes se llamaba Sándor y el otro se llamaba como yo, porque era yo.

El nombre de Sándor no se debía a que sus padres fueran imaginativos para la cosa de la nomenclatura, sino sencillamente a que eran húngaros.

Sándor y yo fuimos amantes de Eva allá por los años 90, no sé si simultánea o sucesivamente.

Tuve con ella una relación estrecha y breve. Estrecha porque su cama era small size y breve porque el incendio de nuestros corazones y cuerpos se extinguió en un invierno. Conocí a Eva en casa de unas amigas de vida alegre y el rayo que no cesa prendió en ambos la brasa de una pasión. Pero, como la memoria es traidora, también pudo suceder que me fuera presentada en una recepción que ofreció el Ayuntamiento de Madrid a un grupo de espeleólogos australianos y sin fronteras.

Cuando se acabó lo que me daba no volví a verla.

Andaba yo por entonces en otras "liaisons dangereuses" y ya se sabe que la mancha de una mora con otra verde se va. Me sumí una vida disgregada y cometí incontables insensateces, entre otras, con una seductora profesional fichada por falsificadora y estafadora.

Seguí mi camino y no volví a pensar, al menos en voz alta, en Eva. Quiso el destino que, cuando caí preso del vicio solitario de escribir, citara yo a Eva en uno de estos de mis relatos, en que procuro quedarme más bien corto que largo. La mano que mece mi lápiz me hizo poner nombre y apellido al personaje de Eva, así como su domicilio real en Madrid años 90, como atestiguan los huesitos de mis ronquidos.

El día 16 de octubre del año de la Rata recibo un correo electrificado de un amable señor llamado Sándor quien me cuenta que, hallándose en el trance de buscar en internet algo sobre un antiguo amor, se ha topado con mi blog. Al parecer Sándor conoció a Eva en 1986 en Buenos Aires. Tratóla allá y acá y perdió su estela en los años 90. Me pide ayuda para conocer sus coordenadas actuales. Respondí así:

“Amigo Sándor: no tengo ni idea qué pasó con Eva. No se nada de su vida. ¡Era preciosa!”

Sándor apostilló de esta manera mi mail con otro suyo:

“…y muy buena amiga. Muchas gracias de todas maneras”.

Sándor y la melatonina me removieron, durante un par de toledanas noches, el légamo de aquel estanque que yo creía más seco que el Mar de Aral.



Creencia errónea, como todas las mías.

Tales posos aventan el perfume de Guerlain que ella usaba, después que Sándor dejara escrito en mi blog el 24 de octubre, a las 6:05 a.m.:

“Quisiera lanzar un grito de esperanza a una amiga de antes (pero siempre presente), Eva, citada en el texto «Los huesitos de mis ronquidos»: Evita, no tengo noticias tuyas desde hace 20 años, pero pienso en ti a menudo y espero que, dónde tu estés, seas feliz. O si un día, por casualidad, caes sobre esta página: escríbeme por favor, porque te recuerdo y te extraño”.

A vuelta de electrón le digo a Sándor:

“Mil gracias por su bello y poético comentario dejado en mi blog. Palabras así me ayudan a escribir. Lamentablemente no sé nada de Eva. ¡Tan joven y tan bella!...”

Sándor me escribe el 28 de octubre contándome que marcha a Argentina pues aún no ha perdido por entero la esperanza de localizar a Eva. Y ello aún desconociendo si vive allá o, antes al contrario, en España. Tampoco conoce si casóse y ha cambiado de apellido. Sándor, que mal duerme como yo, al dormivela, me confiesa que todo el pasado le bulle por su cabeza desde los rincones de su memoria.

A Sándor le gustaría saber desde y hasta cuándo conocí a Eva, qué tipo de relación me unía a ella y, en resumen, y nada más y nada menos, que cuál es mi pensamiento sobre ella. Añade Sándor, con gracejo y sabiduría, que me pregunta lo anterior consciente de que Eva tenía varias vidas. Bailarina, modelo, empresario y courtisanne.

El 12 de noviembre me animo y mando a Sándor este correíto:


“Comprendo muy bien lo de las fotos de Eva. Nada debe hacerse sin su permiso. Simplemente se me ocurrió que su retrato en mi blog podría ayudar a su localización. No tengo datos de ella. Creo que la conocí en 1994, en una recepción en el Ayuntamiento de Madrid. Me parece que se dedicaba a las relaciones públicas. Fuimos amigos íntimos durante aquel invierno. En fin, eso es todo. P.D. Eva era bella e inteligente. Valiente y fuerte.”

Está claro que a Sándor le duele esa mujer en todo el cuerpo, creo yo. Y también lo es que su amor por ella está meneando el árbol de mis recuerdos. 


Eva amaba las ostras y más si se trataba de las carnosas, que los franceses llaman spéciales, a ser posible de la casa Guillaume. Era una mujer libre, viviendo en un país como el nuestro en el que la querencia por la libertad es epidérmica. Pensaba yo que el mundo era lo suficientemente abierto como para admitir ya mayores dosis de licencias y desopresiones. Su flor era la nomeolvides. Su color el azul y su pelo a lo garçon. 
Nunca antes había conocido a una mujer que durmiese con calcetines blancos de deporte.

Vivía la noche de la movida madrileña sin ser consciente de que eso iba a darse en llamar movida madrileña. Los fines de semana de aquel corto y cálido invierno me presentaba en su apartamento, de cuya puerta tenía yo un llavín, con una bandejita de bollería de Mallorca, repletita de torteles y croissants calenticos y envuelticos con su cordelillo blanco y la lazadita que dejan para llevarla colgandera de un dedo. Me gustaba su acento porteño tamizado por la meseta castellana. Bailaba el tango como ninguna.

Jamás se me ocurrió preguntarle por su vida nocherniega. Me bastaba con saber que los sábados y los domingos la tenía para mí solito. Me acompañaba, sin entusiasmo, a ver películas de arte y ensayo, que ella llamaba de parto y desmayo.



Aquel invierno andaba yo preparando una tesina sobre el valor alusivo de algunas categorías originales en la poética de tradición china. Me topé con un poemita, muy anterior a la era cristiana, que contaba que el poeta había encontrado a una bella mujer preciosa y blanca. El buen hombre exclama:“¡yo la he encontrado! ¡ella me conviene!”. 

Anteanoche me dio por evocar, no recuerdo si despierto o en brazos de Morfeo, que en algún lugar remoto y época pretérita creí reconocer, en foto de la jura de un gobierno argentino, a la mismísima Eva tomando posesión de la cartera de Planificación Familiar. No puedo prometerlo y no lo prometo, pero vive Dios que Eva era capaz de eso y mucho más.

No sé contar porqué murieron las matinés que dedicábamos a los juegos de cama. Es muy posible que no hubiera una declaración formal de ruptura de hostilidades sino que, simplemente, dejamos de vernos y sanseacabó. Dicho por corto y por derecho. El merequeté químico que habían organizado nuestros neurotransmisores, con la feniletilamina a la cabeza, extinguió el torbellino interno que nos tenía tontilocos. El méli-mélo de nuestros mezclados fluídos se transformó en compota de mirabeles y luego en nada. 
Hoy día 20 de noviembre de este año de las ratas de sacristía, recibo de Sándor sentencia sin recurso:

“Encontré a Eva. Le conté que había conocido tu blog y nos acercamos a un cíbercafé en el barrio de La Recoleta en Buenos Aires. Me dijo que tú, eras tú, pero que te llamas Carlos. A mí me da igual. Nos vamos a casar el sábado que viene en el juzgado que queda en la calle Corrientes. ¡Y chau!”.

Poemario Terca Luz de Manuel María Torres Rojas

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Clara Piqueras dirigió la primera edición de Terca Luz


 

     

TERCA LUZ

De la terca luz su postrer fulgor reúno.
Cautivo y descompuesto en oros y malvas y esmeraldas,
el fulgor apenas vela mi ánima de ambarinos linos.

Tal vez fuera piadoso que esa luz se recogiera
en un solo haz de domésticas volutas, polvo de libros,
y así el niño que queda apenas tuviera otra encomienda
que limpiar las celdillas de mi memoria.

Mas... ¡qué va!... La impía luminiscencia no ceja
hasta derribar el nido de mi cama.

Quiebra el rayo por el cristal herido
y rompe en topacios y opalinas y cárdenas turmalinas
que al danzar invitan al hombre antiguo y a la mujer nueva.

Bailamos tres, el hombre solo,
la mujer que llega y el eterno niño.

Peces fusiformes chocan, mecánicos,
sus bocas en minerales besos de estéril cortejo;
mil cristales bermellones revientan
las paredes cotidianas de mi egocéntrica guarida.

¡Inclemente luz que a su albedrío administra las sombras!

Tarde claridad y el ocaso abate los colores
y gemas y presos en los vidrios de mi caleidoscopio.

Hombre, mujer y niño lamentan la noche.


Pág.24



QUE LO DECIDAN ELLAS

PRIMAVERA
La oscuridad es inútil
en noche de primavera,
si bien oculta el color
de las flores del ciruelo
¿es que acaso su perfume se esconde?

Cuando en abril guste de la olor de la rama
la higuera recién cortada,
procuraré que el jugo de su látex
no empegunte ni manos ni azada.


VERANO
Es agosto en la huerta
y los tritones se bañan en la alberca.
El agüita fresca del aljibe alivia la calor
mientras mordisqueo una azufaifa azucarí.

De noche las salamanquesas se comen los mosquitos
que el farol de alumbre encandila.
Sueño que amanece en el camino del cielo.
Sin razón  la calina se desteje.


OTOÑO
El sonido del viento me advierte:
llega el otoño.
Las bayas del lentisco frutecido
alimentan alondras y zorzales,
presas de azores y zurdales.

INVIERNO
En el mes sin dioses
el río plateado de belén
se cubre de musgo seco,
nieve de harina y serrín del desierto.

¡Algas secas de nuestras salinas!
Al amanecer las nubes rayos de luna son.
Está detrás la primavera.

CODA DESECHA
Si hay cuatro,
si son cuatro
las estaciones,
¿por qué yo vivo sólo en una?
Sin despedida.
Que lo decidan ellas.


Pág.20


AMOR PASÓ

Mi amor pasó
de tal manera que
ahora quiero, amor,
que no me quieras.

Si has pensado, amor,
quererme luego
te prevengo, amor,
no te entremetas
en la noria feliz
de mis planetas.

Mi amor se fue
de tal manera que
hoy prefiero, amor,
que otra me quiera.


Pág.26


ROMANCE DE AYALA

Cerrojos de hambre y espinas,
tristeza de carmelitas,
allá en tu Ayala amanecen,
mientras mi alcoba se crece
helándome el corazón.

¡Qué lejos te llevaría!
¡Si pudiera, vida mía!

Pasión y emoción cedieron
ante el yerro de razón
y mudaron en estatua
los gestos del corazón.

¡Oh carmelitas descalzos
devolvedme el mío amor!
Sola y muda ya me deja
Solo y mudo ya marchó.

¡Déle Dios buen galardón!

Pág.42


 POEMAS CONTENIDOS EN EL LIBRO



CICATERA SOLEDAD
EN LA HORA CONFUSA
DUERMEVELA
AL ALBA
RECUERDO DE HERMANA
DOS
AGUACERO
TARDES DE NOVIAS
MARMÓREA SEVILLA
EL TERCER SUEÑO BALDÍO
LA LUNA QUE NO ES
AMAR SIN EL VERBO
CABE ELLAS
MAÑANA DE ABRIL
BENDITA SEA TU BELLEZA



Grato ánimo para Milagros Soler 

Granada en su Vega Alta y en Los Cipreses

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Memoria de la pérdida de una época

Cuando escribo sobre la Casería de Los Cipreses, perdida irremediablemente
para mi familia, me debato entre la nostalgia de un precioso pasado y la certidumbre
de un futuro en que nada será como antes.

La Casería de Los Cipreses



( el autor en Los Cipreses )

El lino se segaba a mano, con hoces. Las gavillas se sumergían en el agua del estanque, previamente llenado con agua de la acequia. Aplastábamos el lino para que no flotara en el agua, con piedras planas y pesadas. El problema venía al cabo de unos días, cuando la fibra empezaba a pudrirse y olía a huevos podridos.


Delante de la fachada principal había una plazoleta con dos enormes nogales y tres tinajas grandes, enterradas en el suelo para decantar agua de las acequias; se tapaban con unas losas redondas con argollas para tirar de ellas. Pasados los nogales se entraba en el jardín, con preciosos setos  de boj para separar los parterres. Para entrar o salir del jardín se pasaba bajo dos arcos formados por cipreses "domesticados".

  
Las hazas lindantes con la carretera de Jaén fueron expropiadas por las Administraciones Públicas para ampliar esa vía. El justiprecio fue ínfimo, máxime si se tiene en cuenta que era la mejor tierra de labor, y la casa quedó devaluada al resultar mucho más pegada al tráfico y sus molestias. Ignoro si hubo más expropiaciones en otras áreas de Los Cipreses. La Casería fue antaño una maravillosa y recoleta finca de placer y labranza. ¿Qué queda de ello?

La casa tenía dos enormes salones, uno en cada planta. Por la puerta principal se accedía al zaguán, revestido de azulejos. Percheros, paragüeros, bancos renacimiento y dos arcos a cada lado del acceso al salón. Enfrente, la puerta de cristales plomados que daba al patio de los naranjos. En él, una gran morera con herrajes para que la copa diera mucha sombra. Paredes cubiertas de hiedras con troncos como puños. Al fondo dos enormes tilos.

A la izquierda del zaguán, el cuarto de estar. Mesa grande faldera para desayunar. Butacas y divanes. Aparato de radio.


La siguiente puerta, de dos hojas, era la entrada al comedor, que era muy grande con balcón y ventanas a dos fachadas. Vigas de madera vista, mesa maciza para dieciséis o dieciocho comensales y óleos de época: “Essaú y el plato de lentejas”, una “Última Cena” escuela sevillana, y una chimenea revestida de azulejos que no me gustaba nada y que no se encendió nunca. Tan alta era la chimenea que entrabamos en su lar sin agachar la cabeza.

El piso del comedor y los azulejos de los zócalos altos de la casa eran de Fajalauza, exactamente iguales a los de mi hotel favorito: El Nacional de La Habana. La historiadora que me guió en Cuba me confirmó que la azulejería del hotel se encargó a Fajalauza por aquellos años. Era el hotel favorito de los gansters de Estados Unidos.


La escalera que une ambas plantas tenía los peldaños de mármol blanco y unos buenos pasamanos  de madera noble. Las contrahuellas eran muy bellas, fabricadas con azulejitos blanquiazules. Por ahí debe haber una foto mía, hecho un primor.


Un gran vitral plomado con cristales venecianos que permitían adivinar la hilera de avellanos que bordeada la acequia que separaba las hazas de sembradura, hazas que se llevó el viento expropiatorio.

En el salón de arriba mis padres se prepararon sus aposentos, muy "modern style", divididos por una gran puerta corredera con cristales ¡venecianos! En todos los dormitorios contábamos con aguamaniles, jofainas y útiles para refrescarnos. En mi habitación firmé el famoso pacto de caballeros con el ratón que se comía mi jabón, según relato en este cuentecillo: 




A "mon père" le dio por empotrar armarios en nuestros dormitorios, que no en el suyo, bien provisto de muebles de maderas de raíz de olivo y lunas de tres cuerpos.

En el salón de abajo habían tres ambientes distintos, sin separaciones físicas. aunque sí morales. "Fumoir" para hombres, zona de costura, bolillos incluidos, para mujeres y área mixta para juegos de salón y de cartas. Palé, canasta, roby, whist.

En la casona había algunas piezas apreciables de pintura granadina. Morcillo, Suárez, López-Mezquita, Cuesta y otros. También había lienzos de Ramón Carazo y de Madrazo. Sin faltar uno de Miguelito (sic padre dixit) Rodríguez Acosta.




En la consulta del psicoanalista

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Nueva sesión con el psico-neurólogo ¡Dale, machaca!

 ¿Cómo van sus recuerdos? me pregunta el hombre feo y duro de mollera.

— Muy bien ¿y usted?-respondo-. Un día un chino se meó en mi alfombra.

He tomado manía a este sujeto. No lo aguanto. Está convencido de que una mierda es mejor que nada.

Pido que me suba la dosis de orfidal, pues ahora resulta que no consigo dormir. Rechaza mi petición alegando que se acostumbra uno. El muy zote no comprende que mi insomnio actual algo tendrá que ver con la circunstancia de que he dormido, noche y día, no sé cuantos años. Y que las vacas flacas de la vigilia suelen suceder a las vacas gordas del sueño.

—Por cierto doctor, quería preguntarle si, a su conocimiento, existen otros casos como el mío.

Carraspea un poco. Aclara la voz y me dice que él no ha tratado a ningún paciente de mis características. Pero que, sin embargo, en los manuales de su profesión hay descritos algunos casos parecidos.

Aparco para otro día la cuestión de la denominación, diagnóstico y tratamiento de mi enfermedad, pues, de momento, manejo la idea de que contraje la enfermedad del sueño porque me picó una
mosca tsé-tsé cuando hice el servicio militar en Malabo.

Me intriga la cuestión de quién sufraga tan larga hospitalización. También la de si tengo familia y domicilio. Trabajo supongo que tendría, pero ya no, seguro que ahora no lo tengo. Como no tengo papeles tampoco sé cuándo es mi cumpleaños ni cuántas velitas me pondré en la tarta.

Una enfermera muy bruta, que es de Almendralejo, ella, y está muy rica y fuma como un carretero, contesta a mi pregunta sobre mi edad después de abrirme la boca como a los burros. Dice que me calcula como unos cincuenta tacos.

Como quiera que albergo alguna esperancilla de que el día menos pensado y sin tomar agua bendita reanude con ella, antes de que se me olvide del todo, la saludable práctica del acoplamiento, opté por no hacerle ver que si me habían alimentado por sonda unas ocho o diez mil veces, eso que se habían ahorrado de masticar los piños de mi boca. Amén de que mi madre tenía una dentadura perfecta y hoy en día resulta que los genes determinan todo, incluyendo la funesta manía de pensar.

Al cabo de los tres meses, y ya en buena forma física, el psiquiatra dice que debo prepararme para seguir una temporada más en la clínica.




Congenié con la prójima de Almendralejo. El sexo es precioso, incluso sin amor. ¿O mejor sin amor? Cuando hay sentimientos, el sexo no dura mucho. El argumento que la subió por fin a mi cama fue suspirar en su oído “nena, un polvo se le echa a un pobre”. Tuve agujetas en el abdomen el resto del tiempo de propina que me tiré en aquella clínica. La falta de uso.

Terapia conversacional… decía el gilipollas del galeno. Le pregunté si había leído “El cuarteto de Alejandría”.


Responde:

— Es usted el paciente mimado de esta clínica. ¿Ha intentado suicidarse alguna vez?

Estoy siendo prudente, pero no doblo la cerviz. Callo. No me empujen, que me vuelvo a dormir, coños.

Lo que vemos no es todo lo que hay. Si duermes ocho o diez años seguidos, lo sabes. Tienes mucho tiempo para no hacer nada y piensas, o te parece que lo haces, o lo sientes así, a ojos cerrados. En mi primera vida había una ranura de luz. Me parece.

Más de la mitad de los adultos tiene algún tipo de insomnio. Yo antes dormía siempre. Ahora, casi nunca.

— ¿Podemos contratar a un vidente?, pregunto al psico-biólogo. ¿Usted cree en la percepción extrasensorial?, añado, pues me acaba de entrar un ataque de analepsis y he recordado que fui discípulo del Gran Vidente 
Maharishi Mahesh Yogi, en su Centro para la Excelencia de la Educación en Bophal, India.

En realidad mi único problema es que no tengo ganas de discutir. Me da galbana. Ayer soñé que soñaba que volvía a caer en el limbo de los justos.

El loquero y yo intercambiamos unas banderillas:

— ¿No sería a consecuencia de un traumatismo craneal?, pregunto.

— No. No hay rastro, sólo petequias por todo el cuerpo, responde.

— Aún no puedo hablar de eso. ¿No tendré parásitos en el corazón o en el cerebro?, digo. Y añado ¿estado de fuga, quizás?

— ¿Con quién estoy hablando?, me dice.

— Eso quisiera saber yo. No me importaría ser un intelectual, sobre todo ahora que estoy solo, contesto. Y conste que sigo sin conocer la relación entre mi cerebro, mi mente y mi cuerpo. Por no hablar de mi espíritu que está perdidito.

Las reglas del juego han cambiado. Y no conozco el nuevo reglamento. Es mejor retirarse con gloria. Mi caso está basado en hechos reales. Si lo sabré yo.

— Tengo los tobillos helados y la nuca rígida y manchas de carmín en la memoria, le digo al psicólogo, o lo que sea, argentino. No puedo confiar en mi propia memoria.

Cambia de tercio el cristiano que sorbe mate sin parar:

— ¿A usted le gustan las mujeres?

Respondo:

— A rabiar. Ellas siempre me decían: “esta tarde te veré”. ¿Cuál es la tarde de las mujeres? ¿Vd. lo sabe?

Vuelve a la carga:

— ¿Encuentra usted alguna relación entre ellas en general o alguna de ellas en particular y su enfermedad?

Callo. No pienso darle ninguna lección, que para eso cobra él. Pero tengo manchas de rouge en la memoria. Para mis adentros me digo que seguro que sí. Que están relacionadas la enfermedad mía y ellas. Que en realidad han sido la causa remota y la próxima de todos mis descensos a los infiernos. ¿Por qué no iban a determinar que me durmiera sin fin, sin fin, sin fin? Me propongo que en la era moderna no sea así. Cuando estoy jodido pienso que la mujer que yo amaba no ha existido jamás. Y todo por buscar esa clase de felicidad desmesurada.

Por el pasillo pasa una tía maciza, con unas piernas que le nacen de los sobacos y un culo a lo Emmanuelle Béart. Me vuelvo a mirar y meto la pata izquierda en un puto cubo de fregar. Rotura parcial del ligamento lateral externo de algo. Las mujeres excesivas deberían estar prohibidas. Violan mi derecho al equilibrio. Prefiero amodorrarme en mi zorrera.



Me pregunta el rioplatense:

— ¿Tiene usted medios económicos para vivir fuera de aquí?

Contesto:

— El dinero no importa. Sigo sin saber quién concho paga todo esto. Me gustaría probar con la hipnosis.

Es posible que haya sido yo un pez gordo de la mafia y corra con la cuenta la Cosa Nostra.
El capellán de la clínica encarga al jardinero que me pregunte si quiero recibir algún sacramento. Debo ser respetuoso con la jerarquía. Contesto que no me importaría hablar con un prelado consistorial o con una mujer cura, si es que ya está admitido por Roma el sacerdocio femenino, que no lo sé. Asegura que hará lo posible para que así sea.

La mujer antigua perdía su vida en el hogar, aguantando un marido gruñón y criando a unos hijos que volaban pronto. La mujer nueva la pierde en trabajos frustrantes y cuando ejerce el poder lo hace al estilo hombruno. Fuma, habla por el móvil y bebe alcohol. Ya veremos. ¡No sé, no sé! Y yo aquí, huérfano de recuerdos y rehén de presentimientos.

A fin de cuentas lo importante es tener algo que comer y algo que beber y alguien que te quiera.


Me han dicho que usted escribe

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(fotos del autor en La Habana)

Asistí hace poco a un sarao literario en la Casa de América.
Una señora de buen ver se me acercó y, amablemente, dio origen a este breve diálogo: 

—Me han dicho que usted escribe.
—Sí, señora.
—Y... ¿desde cuándo lo hace usted?
—Pues... más o menos desde que aprendí la cuatro letras. Empecé yo solito, juntando las letras de los rótulos de los comercios de la calle que me nació. A escribir me enseñaron los libros que, a hurtadillas, tomaba de la biblioteca de mi padre.
—Bien, bien, aprueba la bella dama, y... ¿de qué tratan sus libros?
—Señora, mis relatos tratan de lo que está escrito en ellos, es decir, del amor, de las mujeres y de la vida y de mis cosas.

La dama sonrió, deslizó en mi mano izquierda un papelito con su número de teléfono y se marchó balanceando sus caderas al ritmo del mar Caribe.

De vuelta al hotel, sucumbí a la tópica tentación de preguntarme, ¿qué se necesita para escribir? ¿inspiración o talento?


Faulkner vino en mi ayuda cuando recordé que escribió:

—“El escritor sólo necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación".

Un servidor, en su modestia, vuelve y vuelve en su escritura a la esa patria irrenunciable que es la infancia.

Rilke, creo que en su precioso librito “Cartas a un joven poeta”, aconseja así:

“Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos”.

En resumen, tener algo que decir, a ser posible algo que te haya conmovido, y escribirlo con buena letra, lisa y llanamente.

No he conocido una mujer igual a otra

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(fotos del autor)

«Todas las mujeres son iguales. Sólo las diferencia su sentido moral» dice Röhmer.

En el origen, las mujeres fueron territoriales. Los hombres cazadores o nómadas.

Necesito una esfera de libertad cada vez más reducida en lo espacial pero más nítida e inviolable en lo moral. Mantengo algunos principios encerrados en la caja negra de mi memoria. Cuanto mayor soy me siento más radical, y cuanto más radical, más libre.

Con palabras de buena crianza ahora voy a poner una enmienda a Röhmer. Un neuro-científico por nombre Damasio, premio de investigación Príncipe de Asturias, demuestra en la revista “Nature” que el sentido, el juicio moral, depende, muy mucho, de las emociones. Las personas que tienen dañado el córtex prefrontal ventromedial tienen alteradas seriamente sus emociones -como la compasión, la vergüenza y la culpa- relacionadas con los valores morales.

Y lo que es más curioso: la inteligencia, el razonamiento lógico y el conocimiento de las propias normas éticas son normales en esas personas.

He perdido la cuenta. De los días. Estoy fuera de tiempo. Ucrónico. Y de lugar. Utópico. Nunca he estado en fiestas abiertas. Sanfermines, Fallas, Feria de Sevilla, El Rocío. Jamás estaré, y no por agorafobia, sino porque no tienen meollo.

Mi única obligación constitucional es seguir vivo. Más o menos. Nada ni nadie me obliga a leer prensa. Ni a ver televisión.

El mar ruge contra el cabecero de mi cama. Me oigo decir en sueños: «dale a Clara los huesitos de mis ronquidos». Mañana hará un día relindo.


Clara y Tao duermen en paz. Escribo sobre su falda fugitiva. A duerme y vela:

 ¿por qué te has vestido?, me preguntó.

 Creo que vas a dejarme y no quiero que me pilles en bata, repliqué yo.

Posé mi mano en la rodilla de Ella. Aguda, estrecha, lisa, frágil, la rodilla de Claire. Ella tomó mi gesto de deseo por uno de consuelo.

¡Ah!: no he conocido una mujer igual a otra.

Diálogo entre sexos

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Con la noche a medio hacer, escribo a ella: 

Mi cuerpo se pasea por la habitación llena de libros, versos y nada de ti. 

Ella me responde: 

Así lo quisiste tú. 

Replico: 

Esto quise de ti: ¡que fueras cuanto no has sido! 

Al clarecer el día, recibo este mensaje de ella: 

¡Siempre quedan asuntos pendientes! 

Envié esta pregunta por respuesta: 

¿El polvo del reencuentro tal vez?
  
Ella no demoró su respuesta a mi sutil planteamiento sobre la celebración del reencuentro con un buen revolcón:
 
—Esta noche, querido, no puedo acompañarte…caigo rendida, también sola como tú. Somos dos, solos y tontos. 

Un caballero como el que suscribe contestaría tal y como lo hice yo:
 
-Descansa como si la vida te fuera en ello ¡Qué inútil ser dos! 

Ella mensajeó su réplica:
 
—Cierto, hay que ser más simples, ser uno en lugar de dos. 

Rematé la faena con un adorno por alto:
 
—¡Qué cansancio ser dos inútilmente! ¡Que tengas un buen día! 



(foto tomada por el autor)

A la tarde siguiente, sin noticias de ella, decidí ensayar con una pregunta formulada en lenguaje propio de la diplomacia vaticana: 
—¿Cómo ves la cuestión de un polvo de gala para santificar la reanudación de nuestras relaciones personales? 

En cosa de segundos, ella escribió lo que sigue:

 
—Pues claro, eso no lo dudes… 

Su respuesta me dejó jodido. Cuando una mujer te asevera rotundamente que está de acuerdo en tus deseos, pero lo afirma de modo inconcreto, mal se presentan las cosas. Mi cerebro, que es más elemental que el mecanismo de un chupete, hubiera preferido algo así como: “Mañana por la tarde, a eso de las siete, me esperas en tu casa con un magnum de Dom Perignon Vintage 2000 Extra Brut, bien enterrado en un balde repleto de hielo picadito.”

Pasó el tiempo, me fui unos días a una verde y atlántica isla y otros cuantos a la osada ciudad de Nueva York. 

La mujer delgada y larguirucha con tez color de nardo de olor cambiaba conmigo mensajes telefónicos, unas veces de amor y otras de guerra. 

Con la luna nueva de noviembre la niña blanca que echa chiribitas de oro por su alba piel me escribe en el teléfono: 

—Manuel, ordenado, meticuloso, serio, perfeccionista. Y yo despistada, desordenada y alocada. Yo no sé  qué soy para ti, pero para mí eres tú eres el hombre ideal. Tuya, mío. 

Rodaron unos cuantos días más, que se fueron en el entrecruce de nuestras misivas, encendidas a veces, otras languidecientes. Así, alguna vez, ella me decía esto: 

—Pronto me olvidaste guajiro. Ya me lo temía. Penita me da pero así es la vida. 

O esto otro: 

—¿Y tu agenda femenina, cómo va? 



Mis correos contenían lo mismo fórmulas elusivas que protestas de amor romántico. O pullas de las de antes, de cuando la infancia: 

—Si yo soy un manjuarí, tú eres una ornitorrinco flacucha y desgarbada. 

Hace unos días, la mujer veleidosa cual veleta en campanario, me escribe lo que tiene pinta de la sentencia que pone fin a nuestra particular guerra de los sexos: 

—No soy para ti, mi querido Manuel, y no tengo intención de cambiar. Con los años uno va a peor y eso lo sabes tú bien. Dicen que los polos iguales se repelen. Evitemos las malas ocasiones. Así, si coincidimos alguna vez, podremos echarnos unas risas, que son muy sanas. Eres encantador y contigo es imposible aburrirse, pero…


Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Al menos por ahora.

Crueldad veneciana

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(fotos tomadas por el autor)

Durante la cena, a medida que la noche se cerraba, la confidencia de aquella mujer con roja mata de pelo rojo se iba transformando en cruel descripción, con pelos y señales, de su infidelidad para conmigo.

Y conste que de ella, mutable cual pluma al viento, mi razón no esperaba sino unas migajas de calor. Apenas eso.

A pesar de mi convicción intelectual, jamás me había sido dado imaginar que la hiel de su confesión fuera tan amarga, y tan honda la daga que me rasgó en dos. En aquella cena en la trattoria Da Ernesto en Venezia, la diosa de la roja mata de pelo rojo, en el fragor del champagne Taittinger, me invitó a contemplar en su teléfono de bolsillo una foto de su amante ultramarino.


(en la amarga cena)



Airado, rehusé su ponzoña y salí a la puta calle a llorar un cigarrillo.
En el camino de vuelta al hotel, ambos en marmóreo y civilizado silencio, se me hizo evidente la imposibilidad de pasar con ella aquella amarga noche.

Necesitaba estar a solas con mi cabreo. Sentía repulsión hacia ella y su cruel y estúpida confesión. Llamé a un aquataxi y pedí a su conductor que acercara a aquella mujer, de pronto tan ajena a mí, a nuestro hotel, contiguo a La Fenice.

Liberado de su insoportable presencia de mujer, me metí en el lounge bar del edificio Mondadori. Dos vodkas después, la cosa estaba clara. Tenía un plan.

De regreso al hotel pedí en recepción una segunda habitación, lo más alejada posible de aquella que habíamos compartido cuatro noches, con sus madrugadas, sus desayunos y sus apasionadas siestas.

Me resulta imposible dormir sin pijama y con recuerdos.






(nuestra habitación)

El problema del pijama era más fácil de solucionar que la cuestión del peso del recuerdo de su olor de hembra ¿Por qué me conmueven tantísimo las mujeres fatalmente pelirrojas?

Un billete de cincuenta euros convenció al hombre de la conserjería de que el guión exigía una llamada suya a la habitación de la infiel mujer de la mata de pelo rojo para pedir, en nombre mío, que hiciera al pronto mi equipaje.

Con otros veinte machacantes más, un mozo transportó mis maletas de la 425 a la 201. En plantas distintas y en alas opuestas. Distancia de seguridad.

En el minibar de mi nuevo cuarto no había ni vodka ni hielo. Opté por beber a morro dos botellines de Beefeater. Me tragué una píldora sedante, me lavé cara y dientes y soñé con mi patio y mi aljibe y con las trenzas de mi primer amor, el que sentí hacia una niña rubia trigo.

¿Siempre caeré en los mismos errores? ¿Es que no he de cansarme de desear la fruta del cercado ajeno?


¡Qué ciudad más puta y fría es Venezia!




Me desperté en un puro sobresalto. Las pesadillas me hacían gritar.

El estómago me dice que el momento más duro de mi vida no ha llegado aún. Que llegará cuando el deseo se agote y no me queden ganas de zascandilear.

Desayuno un bull shot bien cargado de vodka. Me confortaba la idea de que hay diosas con tan buenas tragaderas que son capaces de dártelas con un tipejo que sólo sirve para ir a la oficina y al retrete ¡Con su pan se lo coman!

¿Qué he de hacer con la tunanta de la habitación 425? Si me tropiezo con ella en medio de un pasillo del hotel ¿temblará la firmeza de mi decisión? No me será fácil desapegarme de esa pelirroja para siempre jamás amén. No parece, no.
De la carpetilla de mi cuarto, viudo de amor, saco una cuartilla con el membrete del “Hotel de La Fenice y Des Artistes”, San Marco, Campiello della Fenice 1936, y escribo:

—“Fuiste desleal a tu conciencia al no apostar, tan solo, por el amor que yo te entregaba…”

Ya se sabe que la mejor manera de olvidar a una mujer es hacer literatura con ella.




(mi cuaderno moleskine)

El resto de mi carta a la infiel eran prosaicas instrucciones sobre el aquataxi que la habría de depositar en el aeropuerto Marco Polo aquella misma tarde y acerca del número de su vuelo para Madrid. La pasta, como siempre, corría de mi cuenta.
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