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¿Por qué escribe usted?

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( Lartigue. Bibí 1920)

Me lo pregunta una señora en el Círculo de Bellas Artes:

— ¿Por qué escribe usted?

Me viene a la cabeza la cabeza la respuesta que dieron a tal cuestión gente muy principal en este oficio, egocéntrico donde los haya. Bryce, García Márquez y Onetti contestaron que escribían para que les quisieran, para ser queridos. Para que les queramos nosotros sus lectores.

Pero no caigo en esa tentación, yo que normalmente caigo en casi todas. La dama que interroga tiene ese acento que se prende en la garganta de las mujeres que empiezan a dudar si merece la pena seguir siendo fieles a un marido que solo sabe ir al trabajo y al cuarto de baño.

Son las ocho de la tarde, Madrid tiene por cielo un hongo de atómica contaminación y el vino que sirven en el sarao literario es ácido como la vida misma. Debe ser cosa de los recortes que perpetran los palurdos neoliberales que predican con el ajuste en cabeza ajena. Los cocktails literario ya no son lo que eran.

La señora del sombrero que quiere ser pamela insiste con tozudez digna de mejor causa:

— ¿Por qué escribe usted?

Pasa cerca un camarero, el camarero, que lleva en ristre una bandeja de cartón en la que viajan unos cuantos canapés muertos.

Tentado estoy de responder a la señora que, dado que ahora ejerzo de memorialista de mis recuerdos, escribo para esclarecerme a mí mismo las cosas que me han pasado y para oscurecer las que me van a acaecer en el futuro, que se presenta tan incierto como el reinado de Witiza.

También podría acudir a Caballero Bonald en su Diario de Argónida : “También soy yo aquel que nunca escribe nada/ si no es en legítima defensa” y quedar como un ingenioso plagiario.

Sin embargo, hay algo me impide responder así. La señora es amable, sus ojos son del color de las turquesas y, por ende, no tiene culpa alguna de mi poco apego al mundillo social y metaliterario y, menos aún, al vino amargo.

— Es usted tan bella y paciente que se merece una respuesta más elaborada de lo que acostumbro, le digo a la dama del sombrero.

La mujer de prometedoras maneras me mira con alguna chispa de curiosidad.

— Verá usted –prosigo-, al principio empecé a escribir para que me quisiera una chica que me gustaba mucho, que tenía el pelo a lo garçon y que se llamaba Amparito y era de Murcia. El caso es que mi recurso a la escritura surtió efecto y fuimos novios formales una temporada de otoño, hasta que a ella le  entró el desamor de año nuevo. Yo continué escribiendo, pero cambiando el registro, puesto que me dio por rellenar cuartillas para fastidiar a la moza del pelo corto.

La señora del sombrero con vocación de pamela me regaló una preciosa sonrisa de agrado y dulcificó su voz de trigo para insistir:

-Y ahora, ¿por qué sigue usted con la escritura? ¿cuál es la causa que le motiva para encerrarse a solas con un lápiz y una resma de cuartillas?

La dama con sombrero y sonrisa coralina se había destocado y esponjaba su melena con conocimiento de causa.

Propuse a Lucía, que tal era su gracia, continuar nuestra charla en un sitio con comida y bebida de verdad. Colocó su enguantada mano en mi brazo izquierdo y salimos al estruendo del Paseo de Recoletos.

Escenas matritenses

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Escena primera

Lluvia y frío. El encargado de Linogar, tienda de ropa para la casa, me para por la calle:

— Don Manuel, hace mucho que no vemos a su mujer por la tienda.

Sonrío y le digo:
— Es natural. Tampoco yo la veo por casa. Hace tiempo que me dejó. ¿Cómo van las ventas?
Me dice:
— Regular. Era mejor local el anterior, el de la esquina de frente por frente. Además… ¡con la que está cayendo!
Sigue el hombre con sus cavilaciones. Me mira hondo y suelta:
— De todas formas, a mí lo que me gusta es el toro.
Me quedo de muestra, cual perro perdiguero que ha venteado una liebre:
— ¿El toro? Pregunto con prudencia.
Sigue:
— Si, Don Manuel. Aunque trabaje en el comercio, yo soy mozo de espadas.
Me enseña su carné profesional del sindicato correspondiente. No me cuesta mostrar curiosidad:
— ¿Lleva usted ahora a algún matador? Inmediatamente me doy cuenta de que he confundido los oficios de mozo de espadas y de apoderado. Pero ya no tiene arreglo.
Sigue el hombre del toro:
— Claro, estoy con zutanito, un chico de Salamanca que promete. El domingo toreamos en Almagro.
Le doy la mano y deseo suerte para ambos. No menciono al toro, que será torturado y muerto en el ara de la Fiesta Nacional. Se despide:
— Estoy loco por dejar la tienda. A mí lo que me gusta es el toro. ¡Ah!...cuando se empareje usted de nuevo, no deje de recomendar a ella, a la siguiente, mi establecimiento.

Escena segunda

Son los euros que cuesta, aunque no los valga, un reloj Rolex de caballero montado no sé si en platino o en oro blanco y, eso sí, cuajadito de brillantes.

Tal espantajo se me apareció en el curso de una recepción en la casa Rolex, a la que acudí invitado por la firma Wempe.

La prenda relojera, del gusto de emires y jeques árabes, estaba protegida dentro de una vitrina rodeada de rayos láser, como las que salen en las películas de atracos perfectos. Son esos filmes en que uno está deseando que ganen los malos y pierda la policía.

Me presentan a un ciudadano con pinta de asentador de pescado en traje de domingo que se autoproclama aristócrata. El aristócrata hortera o impostor, cargaba un peluco, también Rolex, de esos que parecen un huevo frito de oro amarillo. Para salir del paralís que me había embargado, comento yo que el esperpento de los trescientos sesenta mil euros es propio de narcotraficantes colombianos y me corrige, al parecer con conocimiento de causa:

— No, no lo crea. Conozco bien Colombia porque compro allí esmeraldas. Los narcos colombianos gastan oro amarillo. El oro blanco queda para los narcos árabes que trafican en Oriente con el opio y derivados.

Por lo demás la recepción estuvo perfecta. Las damas bellísimas, los caballeros elegantísimos, incluido un servidor, que practicó el sincorbatismo. El comercio y el bebercio, ahora llamado catering, muy selecto y abundante.

Observé y paladeé, con satisfacción, que el sempiterno y vulgar MoëtChandon había sido sustituido por el champagne Ruinart, que me gusta más. La comida era abundante porque estaba prevista la asistencia de ciento veinte gilipollas y a la postre sólo concurrimos unos setenta, y mal contados.

París - Murcia

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(El autor en París)
                                                     - PARÍS -
El coqueto hotelito del distrito XVIIème tenía dos recepcionistas que se turnaban.

La de alba tez y bellos ojos se llamaba Mathilde. La otra no. El hotel es el Villa Eugenie, 167 Rue de Rome 75017 París.

Más, héteme aquí que, quien aconsejaba certeramente en materia de gastronomía y transporte era la otra. La menos agraciada de las dos.

La cena en el bistrôt Le Clou, fue exquisita. El nido de hongos salvajes con un huevo poché todavía hace que mis espartanas glándulas y papilas guatativas manen jugos por el recuerdo de semejante prodigio.

El plato de resistencia me recordó tiempos pasados en Aquitania. ¡Vaya lubina al horno con una muselina de echalotas! El vino, del Languedoc, no me dijo gran cosa. Olía mejor que sabía. Le Clou está en el número 132, rue Cardinet. Hay que bajarse en la estación de metro de Malesherbes, línea nº 3.


Ahorro a mis improbables lectoras la descripción del postre. La foto de la pizarra es ilustrativa.



(fotos tomadas por mí)


El distrito XVII
ème, como casi todo en la vida, está partido en dos. De un lado del ferrocarril, los pobres. Del otro lado, los ricos.

Hay un sitio en el mundo que se llama París. Un sitio muy grande y hermoso y otra vez grande. Es más o menos lo que dijo César Vallejo, quien murió allí en 1938, cuarenta y pico años después de haber nacido al contrario que en París, en un pueblecito andino pobre, oscuro y remoto que se llama Santiago de Chuco, en el norte del Perú.

La otra recomendación culinaria de la mujer de recepción que no era blanca ni se llamabas Mathilde dio con nosotros, a la siguiente noche, en un restaurante italiano por nombre Nove Sette, 97, rue des Dames, Paris XVII
ème.

Bien decorado, gente guapa en las mesas y un servicio joven, al parecer con contratos más basura que las hipotecas USA. Me costó diez minutos y tres interlocutores distintos que comprendieran y aceptaran que la chica joven de mi mesa iba a cenar dos entradas.

Cenamos bien, la pasta en su punto y el vino toscano también.

Era domingo noche, el  distrito 17º estaba con dominguitis y en una esquina una chica ebria se pegó un trompazo de marca mayor. La pobre necesitaba Benadón en vena.




A la vuelta de París me fui a Murcia, que también tiene lo suyo.

Murcia no es París

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(el autor en Murcia)

Murcia es lo contrario que París. En los pagos murcianos anida el ruido y la furia, la moral ciudadana se evaporó en los años burbujeriles y la gente quiere ser rica y no culta. Esto último me lo dijo, tal cual, Tony, el recepcionista nocturno del Hotel Neptuno. La inteligencia de mis improbables lectoras hace innecesario aclarar que me refiero a la moral de las instituciones y partidos de aquella región y no a la moral individual de cada persona, que ni quiero ni puedo juzgar.

Como no me duelen prendas, ni me pienso volver a casar con nadie ni por la Iglesia ni por lo civil, tengo que decir que he notado a París más guarro de lo propio de la Ville de la Lumiére. Se lo comenté al hombre francés, pero que ha estudiado en Colombia, que me transportó a Orly para tomar el avión de vuelta y me dijo lapidariamente:

—“los inmigrantes no cuidan las cosas”.

No comparto el comentario xenófobo del taxista parisino, pero, como buen escritor de moral y de costumbres que soy, dejo aquí constancia de la opinión del taxista por mí consultado.


(foto tomada por el autor en el Mar Menor)

Enrique Vila-Matas se quejaba el otro día de su bien amada Barcelona, por estar inundada ahora de turistas gaudinianos.

Yo tengo la tesis de que para escribir es mejor no vivir en la ciudad soñada, si es que tal existe. Te distrae. Es mejor escribir en el limbo.

Escucho llover sobre los cristales de mi casa. Ya cada día es más primavera sobre el barrio que se aleja. Por mi calle anda abril y ya no me quito de encima las estrellitas de colores, hasta vaya usted a saber cuándo. Y encima resulta que soy un proyecto de hombre mayor y en crisis, con la familia interrumpida. ¡Qué de recuerdos! ¡Cuántos colores hubo!

Es bueno enamorarse de cuando en cuando… Lo que ocurre es que, cuando amo a una mujer, deseo que se vaya para poder soñar con ella.

Todos escribimos hoy autoficción. No son autobiografías, ni actas notariales, ni diarios, ni memorias, ni novelas puras que son pura imaginación. Pero también lo que escribimos es todo eso. Es literatura, con perdón.
Cesare Pavese se suicidó por estas fechas hace setenta y tantos años. Antes había escrito que “los suicidios son homicidios íntimos”.


(tomé la foto en Lo-Pagán)

Cuando el verano pasado tomé los doce baños en el Mar Menor, se palpaba en el ambiente una grave preocupación por los efectos de la crisis en los negocios locales de hostelería y restauración. Dije al alcalde que, a cambio de ser nombrado cronista de la villa de San Pedro del Pinatar, estaba dispuesto a proponerle la solución infalible e inefable para alejar el temor local.

Se trataba de sacar en procesión a la Virgen del Carmen para que un impedido, previamente rebozado en los lodos de Mar Menor, se levantase de la silla de ruedas gritando ¡milagro, milagro!
En ningún momento entramos en el asunto de si el “probecico” tenía que ser auténtico o valía cualquier aficionado local. Ni por esas. Ni me han nombrado cronista local, ni han sacado a la Virgen en procesión. Será por no estimar adecuadamente el efecto beneficioso que una retransmisión en directo del milagro de los lodos hubiera producido, a buen seguro, en el mundo mundial. También puede ser porque el alcalde es socialista y tiene más miedo de lo normal a la religión.

Aquel día no reconocí a un amigo de infancia que había ido a Murcia a la vaina de los lodos del Mar Menor. No lo identifiqué porque la última vez que lo vi era un crío que pesaría 40 ó 45 kilos y ahora es un cachalote de unos 130 kilos en canal. Le pregunté por la razón de su desparrame carnal y se limitó a decir, con cara de mala leche eso sí, que había cogido querencia a las albóndigas de pavo.
A ese antiguo amigo de Murcia le fastidia que use un hipocorístico para llamarle por su nombre de pila. El nene se llama Enrique y no quiere que yo le llame Quique, como hace todo el mundo.

Granada: mi amor por el aljibe

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(el autor en las nubes)

( Capítulo primero)

Rapaz aún, un septiembre incandescente me bajé a vivir a los adentros del gran aljibe.

Días antes había escuchado un pregón mercantil, aguas arriba del paseo de Los Tristes, cerquita ya de la alameda que esconde la fuente del Avellano:

¡Galápagos para el aljibeeeee!, gritaba el gitanillo.

Los quelonios en venta se amodorraban en capas estratificadas dentro de un cuévano de mimbre. El pequeño vendedor había ingeniado una especie de vol-au-vent o milhojas. Una capa de galapaguitos y otra de juncos. Otra de tortuguillas de agua y una más de llantén. Tritones y alfábegas. Así hasta el fondo de la cesta. El pregonero humedecía el hojaldre sumergiendo de cuando en cuando el canasto en la fuente del Avellano.

Me gustó mucho asistir a un rito bautismal diferente, practicado por mormones, adventistas del séptimo día, pentecostales y otras hierbas cristianas. Esto lo supe más tarde.

Era fama que el agua de aquella fuente sanaba, de pura y fresca, cuarto y mitad de los males de cuerpo y espíritu. Especialmente recomendada para la melancolía y el mal de la conformidad. Esto otro servidor lo sabía desde siempre.¡Anda que no!

En vista de la inutilidad de mi familia para desentrañar el sentido del pregón, decreté que era menester descender al fondo del aljibe en visita de inspección galapaguil.


(el autor sin brújula)

( capítulo segundo )

El pozo, el rebosadero, la entrada de las aguas de escorrentía y la boca de la acequia para las de riego eran los cuatro accesos al aljibe. Hice planos, calculé alturas, sopesé riesgos y cavilosamente elegí la compuerta de la acequia. Bien sabe Dios que también busqué la entrada de las aguas pluviales, pero no di con ella. Al aliviadero mi cuerpo de muchacho no llegaba, incluso subiéndome a la escalera de palos que usaba para coger higos maduros de las empinadas copas de las higueras más altas. Altas eran de tanto mirar al Mulhacén.

No todos los aljibes pueden rellenarse con agua de riego. Mas, siendo los veranos sureños tan parcos en lluvias, es sistema recomendable aunque empeore muy mucho la calidad del agua y conlleve la necesidad de hervir ésta para beber. En la gran casa de la finca Los Cipreses la grifería era inglesa, por nombre Twiford, pero el agua era indígena. Así pesqué yo el tifus o lo que fueran aquellas fiebres delirantes que me revelaron otros mundos, alejados del sistema métrico decimal y de la lógica aristotélico tomista. Doy gracias por ello, aunque de aquellas me quedé con el cuerpo hecho unos vendos y con un palmo más de alto. ¡Palabrita del niño Jesús!.

La del alba sería cuando descalzo y en meyba repté por la acequia y me tiré a lo oscuro. Me profundí en lo hondo. Chichones apenas si me hice, que lo peor fueron las machacaduras, raspaduras y excoriaciones en rodillas y codos. Había calculado mal y el gran recinto aljibarero , de paredes revestidas de ladrillos ensamblados con argamasa y revocados con arena de miga y tierra, tenía poca agua y mucha hondura.


(el autor cuando muchacho)

( capítulo tercero )

Palpé mi cuerpo con la destreza que presta la intimidad de la infancia con costalazos, magulladuras y otros herimientos. Nada grave me ocurría. Sentado de culo y con las patas cruzadas estilo yogui el agua me llegaba a las tetillas. Fría como un nevero de la Sierra Nevada.

Una vez que pude ver en la oscuridad como sólo gatos y niños sin dioptrías pueden hacerlo, ¡tate! allí estaban, en aquel acuario para ciegos, las cabecicas de los galápagos, por cima del ras del agua de esa catacumba. Dos ojos, un pico boca y el lomo córneo del caparazón. No me preocupó contar si había muchos o pocos. Eran suficientes y bellos. Nadaban lo justito, sin fatigas . Viven, dicen, muchos años. Por algo será.

Quieto como un marmolillo, los bichos me miraban tal que yo a ellos. ¡Qué bonicos eran! Pasó tiempo, esa clase de tiempo que no se mide con reloj, que no teníamos allí abajo, ni ellos ni yo.

Me entró el hambre y me acordé del desayuno que, de puros nervios, no había tomado. Pasarían almuerzos y cenas sin mí. ¡Lástima de la libra de chocolate Matías López que perdí cuando bajé al centro de la tierra! En el bolsillico abotonado del traje de baño encontré dos esquejes de palo dulce a medio chupar. Ni una hebra quedó fuera de mi aparato digestivo.

(continuará)

Granada: desenlace de mi amor por el aljibe

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(el autor en La Habana)

( capítulo cuarto )

El hambre se me fue con el frío. Azules los labios, azules las uñas. Sueños azules también: me cristianaban tanto por sumergimiento como por efusión e, incluso, por aspersión, y la agüita de la fuente del Avellano me convertía en un luterano panteísta con cabeza de evangelista. Si dejaba de soñar en azul y volvía el hambre roja y el verde frío, movía los brazos de delante hacia detrás tres mil veces y me venía la paz.

Había determinado pasar tres días, con sus noches, en el húmedo seno de nuestro viejo aljibe. Al final de la prueba los galápagos y yo no teníamos secretos, salvo los compartidos. Aprendí que comen las larvas de los gusanos de agua y de los zancudos y jejenes. Que duermen más de un cuarenta por ciento de cada ciclo de cuarenta y ocho horas, apoyando el claro envés de su caparazón en el poyete que rodea el rectángulo de la doméstica agua. Hacer el amor no les vi, pero deduje que se acoplan como todo el mundo, moscas incluidas. Doy fe de que su cortejo nupcial es difícil de presenciar.

Lo que aprendieran los quelonios chiqueticos de aquel muchacho iluminado y obstinado, enjuto y ojeroso, triste y ascético, de ojos brillantes como los de un derviche, sólo ellos lo saben, que algunos viven todavía. Así lo creo porque hace poco reincidí contumazmente en el experimento de antaño. Reconocí a los de mi generación. También ellos a mí, como denotaba el brillo de sus ojos.


(el autor dale que dale en La Habana)


( capítulo quinto )

Imité su quietud. Si dejas que tu sangre baje a 35º, ya no tienes por qué moverte ni pensar ni desear. Las ondas del agua reverberaban en la bóveda negra que sirve de cielo a las tortuguitas de pozas y aljibes. A la noche segunda la luna en lleno de septiembre estalló en la caverna de agua. Entraba por el brocal del pozo y se rompía en mil luminiscencias espectroscópicas. Me sentí aupado hasta las estrellas a pesar de estar tieso como un ajo.

Los beneméritos Quintero, León y Quiroga calcaron mis lunáticos sentimientos de aquella noche en su copla, gloria bendita y de gran nombradía, “Ay pena, penita, pena”:

“Si en el firmamento poder yo tuviera,
esta noche negra lo mismo que un pozo,
con un cuchillito de luna lunera...”

No vi peleas ni injurias. Nadie se querellaba contra sus semejantes. Las larvas eran engullidas, pero siempre dejaban algunas para ser fruto adulto. Aunque éste fuera un cabrón de zancudo que alargaba la vigilia de la larga noche de un niño ya de por sí en vela. De zagal sabía que nunca un mayor ayuda a conocer lo que importa. Enseñan lo accesorio. Obligan a practicar lo secundario. De lo principal se encargan las añas, el amigo que fuma y cambia revistas de señoritas en cueros y, más tarde, las mujeres del arte horizontal.


(el autor medita en La Habana)

( sexto capítulo )


Los de la casa grande me buscaban a gritos. Con los ojos cerrados, no oía las voces, sólo sus ecos, que nada significan cuando estás aprendiendo a sobrellevar la fútil inconsistencia de la vida y costumbres de los hombres hechos.

A la tercera noche salí trepando por la soga del pozo que amarra el cubo y se enrosca en la garrucha. Me senté a cenar, envuelto en colosal albornoz de mi abuelo, en un extremo de la apostólica mesa de la sala de comer de la gran casa granadina.
Con cara de vinagre, padre me dijo:

-¿Probarás también a vivir en el estanque de cocer el lino?

Callé. El ambiente no estaba para ser sincero. Y el agua del estanque del lino olía a huevos podridos. Además, trazados estaban ya los objetivos, la estrategia y los planes tácticos del verano siguiente. Se trataba de conocer los aljibes de las caserías vecinas, pero sin tocar tierra.


Estaba convencido de que ello era posible utilizando la red de acequias planificada por los árabes. Tampoco descartaba la existencia de túneles secretos que uniesen entre sí los viejos aljibes del tiempo de los moros.

Abonaba mi tesis la circunstancia de haber comprobado, en mi encierro de espiritual terapia acuática, la existencia de una boca de túnel del que sólo me atreví a recorrer unos metros, pues su inclinación descendente hacía que enseguidita quedara uno por completo sumergido. Para avanzar hubiera necesitado gafas de bucear, una bombona de hombre rana y una linterna sumergible. Tres utensilios que no eran fáciles de obtener en la postguerra, si bien yo confiaba en que, con buenas notas y la ayuda financiera de un tío mío que había explorado en su juventud las fuentes del Orinoco, la empresa fuera factible. Vamos, que a no tardar pudiera comprar las tres vainas esas.



( capítulo séptimo y final )



Al dar las once el capataz cumplió con el rito de las noches de verano pasando a la Casa Grande para dar las buenas noches. Preguntó:

-Ama ¿será inanormal el señorito?

Me gustó su diagnóstico, que por prudencia formulaba en interrogación. Prefiero ir solo como el espárrago antes que nadar en cardumen. ¡Me niego a ser más tonto que un hilo de uvas!


Mi madre contestó:

-Frasquito, ¡válgame Dios! Sus gallinas han estropeado en la siesta mi macizo de dalias en flor. ¿Quiere usted una taza de café?

Mi padre pidió la caja de tabaco de picadura y ofreció a Frasquito. Era buen tabaco, de hoja y de contrabando gibraltareño. Mientras los mayores liaban sus cigarros con parsimonia y papel Bambú, mis hermanas me comprometían con señas y dengues. Querían saber sí, y cuántas veces, había hecho aguas mayores y menores en el aljibe, durante mi encierro experimental. ¡Qué jodías las crías!

Pedí permiso para retirarme a mi habitación, que obtuve tras recibir la bendición materna junto a la señal de la cruz en la frente:


-Que la Virgen y los santos te acompañen, hijo.

Dormí hondo y de seguido. Soñé con ellos. Son buenos y se comen las larvas y los gusanos del agua. No molestan, no gritan y no abusan de los más débiles. El gitanillo se alejaba por la plaza de Bibarrambla cantando:


¡Galápagos para el aljibeeeee!

Al abrirse el día escondí en el horno del secadero de tabaco el cráneo y la tibia que, humanos fósiles, había subido del fondo del aljibe. Siempre se ha dicho que cada familia guarda un cadáver en su aljibe. Los restos de nuestra momia tribal, míos son porque están aquí, en mi escritorio. Me advierten de dónde vengo, a dónde voy y cómo se las gasta mi gente. 

Mi mesa de escribir, mi cuarto-leonera, mi perra y los huesos con mi propio ADN son los únicos juguetes que tengo. Con ellos me encierro, a solas, para escribir variaciones sobre el mismo tema.


Mi huerto universal

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(foto del autor)

(capítulo primero)

En el quinto año de la séptima década del pasado siglo determiné pasar el estío en compañía de nadie. Polvo, sudor y hierro, en el jodido secarral de la meseta castellana. Terminaría así unos estudios universitarios que me tenían harto. Harto de tanta anormalidad artificial. Fue mi primer verano sin veraneo.

Otro propósito, genuino y no confeso, era el de labrar un huerto en el piso paterno, vacío durante la canícula.

El primer designio no requería sino de unas horas de estudio cada madrugada, a menudo sentado en el balcón, por si se levantaba la fresca, que no lo hacía ni con las claritas del día. Desde siempre, las alboradas han sido para mí la parte final de la noche, nunca comienzo del día. Me gusta atar la luna con el sol.

El segundo empeño fue planificado meses antes con rigor y disciplina cisterciense. Consistía en convertir mi dormitorio, el contiguo y el medianero cuarto de estudio, en un diminuto huerto. Recogería sus frutos a finales de septiembre, antes de la vuelta de mi familia y demás bichos.

Pero había más. Algo que constituye el nudo de esta historia. Quería que mi gran secreto, mi mayor tesoro, medrase un tiempo en mi suelo.




(talla de Siddhartha Gautama propiedad del autor)

El tesoro databa de mucho antes de Cristo, pues era contemporáneo de Buddha.

Un tío abuelo mío, por parte de madre, se había casado con una maharaní hindú, a quien llevó a vivir a Granada desde las lejanas orillas del río Jhalum, en el valle de Cachemira.

No tuvieron hijos y sí un gran afecto por mí. Me contaban historias preciosas de la India, de los vedas y del budismo. Alguna vez me sentaron a meditar con ellos en el carmen que tenían por el Albaicín. Yo era un crío que gustaba del silencio y conseguía poner la mente tranquila y calma, lo que me procuraba paz y bien.

Una tarde de Corpus andaba yo con los maharanís en su carmen, cuando llegó el mecánico de casa para llevarme a no sé qué gaita familiar. Me disgusté mucho, pues los tíos me iban a hablar a la puesta del sol del Buddha niño, cuando todavía se llamaba Siddhartha Gautama. Para consolarme, mi tío me tomó de la mano y me llevó a su torre‑estudio, clausurada siempre por una llave de plata que colgaba de su cuello y de un cordón trenzado con hilos de oro y seda magenta.




(foto del autor)


(capítulo segundo)


El torreón de mi tío y padrino era un sueño. El sueño de mi vida. Servía de observatorio astronómico, de laboratorio de alquimia, de biblioteca de libros teúrgicos y de teosofía y de recoleto fumadero de opio. Mi tío abrió mi mano derecha para cerrarla a poco sobre un cofrecillo anacarado.

Habló así:

- No te enfades por pequeños contratiempos. Tampoco por los grandes pesares. Tienes muchas vidas para ser feliz. Cuando crezcas, siembra esta semilla en tierra por ti bendita. ¡Ah! primero debes ablandar el grano en agua caliente durante tres semanas, a contar desde la luna nueva de enero de cualquier año impar.

Pregunté:

- ¿Qué árbol será cuando fructifique?

Escuché su respuesta:

- Un árbol sagrado, pues es simiente del gran árbol de Bo, donde Gautama “El Despierto” tuvo su iluminación. Es el árbol de la ciencia.

Me dejé conducir por el chófer hasta la vana celebración familiar. Pero aquella tarde yo había aprendido de mi tía hindú un principio de incalculable valor espiritual. Me reveló que la tradición de su tierra favorece el abandono de la vida convencional al llegar a cierta edad, después de haber cumplido con los deberes de familia y de ciudadanía. Ese sabio consejo no me fue arrebatado nunca.

Pasó tiempo y tiempo. Muchos años. A principios de mil novecientos y tantos entendí llegado el momento de seguir la exhortación de mi tía abuela, ex–maharaní de Srinagar. Y de hacer fructificar el tesoro que me había legado su sabio marido.


(bañera en que sembré la semilla sagrada)

(capítulo tercero)



Hice de agrimensor y levanté un plano con las medidas exactas de los tres rodales que tendría mi huerto, uno por habitación. Era preciso tener muy en cuenta el espesor y la altura de los zócalos. Esta etapa requería de cálculos tan precisos como los de Einstein a la búsqueda de su teoría unificada de los campos, que los físicos de hoy persiguen bajo el nombre de teoría de las supercuerdas. O algo así, que yo soy de letras, aunque las ciencias me llaman mucho la atención.

Conté con primor los veintiún días que siguieron a la luna nueva de enero. Llegado que fue el día prescrito, sumergí con unción la vieja semilla del árbol de la ciencia en un termo con agua caliente, que renovaba cada doce horas. Para las fiestas de la cruz de mayo la pepita había brotado: una raicilla por un extremo y un alevín de tallo por el otro.

Como en la vivienda de la familia el espacio a mí asignado era mínimo y promiscuo, decidí pedir ayuda a una japonesa que había venido a Madrid a estudiar unos cursos de flamenco. Se llamaba Mishouko, tenía un ático cerca de la calle Ibiza y era versada en zen.


Me agencié en el Rastro una bañera antigua que había pertenecido al marqués de Esquilache. Pedí quedarme a solas la tardenoche en que procedí al trasplante de la semilla del árbol sagrado desde el termo útero hasta la rica tierra que había preparado en la gran tina. Seguí las instrucciones de mi tío el teósofo y todo salió según la naturaleza de las cosas santificadas. 

Retomé el oficio de geómetra medidor. La exactitud y el rigor eran inexcusables, pues las planchas de zinc que cubrirían el suelo a cultivar y protegerían el parquet de madera de mi vocación agrícola debían encajar al milímetro con las otras piezas del propio metal que, verticalmente, iban a recubrir zócalos, rodapiés y pared hasta sesenta centímetros de altura. 

Todo ello con la finalidad de disponer de un hondo de medio metro de buena tierra y humus orgánico que, convenientemente regados por mis manos de hombre de vega, me permitieran sembrar tomates, berenjenas, calabacines, judías verdes y otras verduras. Una esquinadura quedaría reservada para unas poquitas matas de cannabis sativa.

(continuará...)


Mi huerto universal y el fin de la historia

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(el autor en Los Reales Alcázares de Sevilla)

(capítulo cuarto)

Avelino el fumista ejecutó mi proyecto al milímetro. Necesitó de todo el invierno y parte de la primavera, pero el día 22 de junio, histórica fecha en que partió mi familia hacia el Sur, en los sótanos donde vivía la gran caldera de carbón que suministraba calefacción al edificio, apilados estaban todos los pedazos de zinc requeridos para montar mi sueño de horticultor de la propiedad horizontal.

Si la caldera calentaba en el invierno, la canícula mesetaria fundía plomo derretido sobre los cuatro enanos excéntricos que quedábamos en esta absurda capital de España, elegida como tal por Felipe II contra toda lógica política y conveniencia estratégica de un imperio que entonces estaba conquistando América. ¿Por qué no Lisboa? Puto racionalismo geométrico‑centralista.

El plomo incandescente del centro del día se volvía aceite hirviendo por las noches y yo me freía hasta el punto de dormir en el balcón, en un colchón Flex tamaño cadete. Los muebles de las tres habitaciones experimentales habían vuelto impracticables los largos pasillos del piso. Ni para dormir servían.

De todos los problemas que afronté aquel verano de lobo estepario, el que más me sulfuraba era la portera del inmueble, de quien tenía serios indicios para sospechar que trabajaba como agente secreto para la Drug Enforcement Administration de USA. La señá Pilar había convenido con mi madre en que cuidaría de asear mi dormitorio, a cuyo efecto fue provista de un llavín de la casa.

Soborné a la cancerbera del edificio con mi escasa paga semanal, a fin de que diera por cumplido su cometido, puesto que mi dormitorio, una vez plantado de ricas hortalizas, no requeriría de más cuido que riegos y mimos. Pero la señá Pilar, a quien mi madre había adelantado su remuneración de todo el estío, si bien aceptó mi soborno no cumplió su parte del trato. Ocasión tuve de comprobarlo poniendo trampas simples, como cinta de papel celo en la junta de la puerta o plastilina en la cerradura. La muy cabrona.

Entrenada por la DEA, olfateaba como un rottweiler las matas de maría. Madrileña castiza de Lavapiés, husmeaba como un can mil‑leches cualquier estela o aroma de presencia femenina, que ellas siempre dejan residuos. Los informes fruto de su espionaje sobre cultivos sospechosos eran depositados en la embajada americana. Las conclusiones que sacara sobre visitas “de género”, malicio que eran para el placer de su cotilleo con las vecindonas. Con la pipera de la esquina, con la quiosquera, con Casilda la cacharrera y, por qué no, con el cura párroco del lugar.


Avelino me enseñó que el zinc puro se puede enrollar y tensar. Comprobé que su color es blanco azuloso, lustroso y brillante. Su vaga dureza, apenas 2,5 en la escala de Mohs, determina que sea tan dúctil y maleable como un empleado de banca polivalente. No puedo dar fe de si Avelino utilizó algún otro metal para hacer un galvanizado. Sí recuerdo que lo hizo para soldar las juntas.

Certifico que el día de junio que sigue a San Pedro, bien entrada la madrugada, Avelino y yo, silenciosos como hormigas meando sobre algodón, subimos a mano por la escalera de servicio y con muchas fatigas, las tres grandes planchas que recubrirían el suelo y las otras doce destinadas a forrar las paredes de mi huerto hasta sesenta centímetros de altura. Con lamparilla de soldar, lija, hilo de estaño, estropajo de acero, una lima y unos guantes, aquel artesano que calzaba muchos puntos dejó listas las estancias que habrían de fructificar.

Dormí lo menos que pude y me fui con el Renault cuatro latas a recoger los semilleros, plantones y semillas que había dejado encargados en los viveros de la Ciudad Universitaria que gerenciaba un tal Sr. Matallana. Éste me había aconsejado que utilizase una tierra con un tres por ciento de humus y bien equilibrada en su composición mineral.



(el autor con la dorada basura de los años)


(capítulo quinto)

Leí en un manual sobre cuidado de huertos y jardines que el método para regar dependía del tamaño del huerto, del coste de cada sistema y del estilo de vida del hortelano. El manual provenía de la Oregon State University y me dio mucho que pensar. La tajante afirmación de que la decisión sobre las tres básicas maneras de regar, a saber, a mano (con manguera o regadera), por goteo o mediante aspersores portátiles dependía en buena parte de mi estilo de vida, me llevó a consultar a los filósofos presocráticos en busca de orientación.

Ni Parménides ni Heráclito me aclararon el enigma de la relación entre mi forma de vivir y el sistema de riego adecuado. Yo pensaba que el regadío de un huerto urbano sito en un tercer piso era cuestión que venía dada por la naturaleza de las cosas y no por la moral o costumbres de las personas. De todas formas, Parménides es gilipollas. Confiar todo al razonamiento, aseverando que lo que no es pensable según la razón, no puede ser, es desconocer todo. Empezando por uno mismo. Me sentía y me siento más próximo a Heráclito con su teoría de la contradicción.

Descarté el goteo y los aspersores por instinto de conservación. De mi persona, no del huerto.

Mi idea‑fuerza era simple. Se trataba de meter un trozo de la vega de Granada en una residencia en el barrio de Salamanca de Madrid, y cultivar así una serie de hortalizas cuyos frutos me comería antes de que el otoño me devolviera a la tozuda realidad familiar.

Subí, siempre con nocturnidad y alevosía, los plantones crecidos en semilleros y las semillas de aquellas hortalizas que se pueden sembrar directamente en la tierra. Los plantones eran de berenjenas, melones, pimientos y tomates. Las semillas que no habían pasado por intermediario semilleril alguno eran de judías verdes, habas y zanahorias.

Embutir un pedazo de campo en aquel apartamento suponía interiorizar en mi mundo el universo exterior. Entiéndase bien, en un sentido físico, no metafísico. No conseguí totalmente poner de acuerdo la vida exterior con la interior y lo que logré fue con sufrimiento y sobre todo con soledad. Días enteros hubo en que no cambié palabra con nadie salvo conmigo, que tampoco era nadie. Pero sí afirmé mi libertad, mi independencia y mi total disponibilidad hacia mi yo, que sólo se casaba con mi propia opinión. Defendía mi alma secreta con constancia de jornalero. En aquellos meses mayores y de fuego yo me metí en sus brasas. Tieso que tieso.


 A finales de junio quise que mi bonsái sagrado, que ya medía dos palmos de altura, prosperase en mi cuarto de dormir, justamente cerquita de la ventana, que daba a mediodía. Se trataba de una suerte de transubstanciación. A fe que lo conseguí, pues en el último día del reinado de los virgo, cuando las para entonces cuatro cuartas del árbol de Bo volvieron al ático de Mamiko, la planta estaba hermosa y serena. Bien arraigada.

Me alimenté frugalmente a base del jamón de york que subía de California 21, de los yogures y frutas que compraba en el mercado de la Paz y de un puré de patatas de sobre cuya excelente calidad agradeceré siempre a Maggi. Román, el maître de California 21, me preguntó en alguna ocasión si estudiar tanto no resultaría malo para la cabeza. Yo le dije que era muy pernicioso y que prueba de ello eran los tics y muecas que ejecutaba el notario que se sentaba al final de la barra a las veintiuna horas en punto, al término de cada jornada laboral. Román decía que me veía ojeroso e iluminado como un orate. Y que no comía con fundamento.

Cuando pienso en mi proceder de aquel ciclo solar, diagnostico que me autosecuestré. Los secuestros son muy largos de vivir y muy cortos de contar. No recuerdo que mi soledad interior me hiciera perder el sentido del humor, y sí que tenía acentuado el sentido del amor que propician los huertos, aunque sean esteparios.

Ahora sé que las emociones son muy importantes para el mecanismo de la formación de los recuerdos. Mi vecino el neurobiólogo me enseña que los humanos compartimos memoria con las moscas. ¡Qué alivio! mi memoria no está sola. Se parece a una mosca cojonera.




(foto tomada por el autor)

(capítulo sexto)


Me llevé al huerto, a mi huerta, a unas pocas extranjeras de las que hacían cursos de verano en la facultad de Filosofía y Letras. Yo recitaba a Lorca y ellas miraban mis verduras, hasta que se tocaban nuestras miradas. Advertía en ellas la ternura que a veces sentimos ante una persona determinada a llegar hasta el final en busca de objetivo imposible de alcanzar. Las que habían nacido en el campo me reconocían como a un igual, aunque Andalucía quedara lejos de Georgia y mi huerta fuera una maqueta o remedo de.

Pero Lorca es mucho Lorca, Los Panchos funcionan casi siempre y yo las amaba casi tanto como a mis matas. Nos sumergíamos en la música como en el mar. ¡Qué sentimentales y tiernas pueden llegar a ser las yankees, o las confederadas, cuando les tocas la tecla... romántica! No entendía la mitad de lo que me decían, pero seguro que era muy bonito. Conste que me atuve a mi regla de conducta: es inmoral acariciar a una chica que no te gusta. El escrúpulo desaparece si a ella tampoco le gustas tú.

Para mejorar mi swing con las “gachises” foráneas, que me liberaron de tantas y tan viejas represiones y tabúes, tomé unas clases de guitarra española con un maestro que era conserje en el Ministerio de Obras Públicas y vivía en un chalet muy gracioso en la colonia de la “Prospe”. Yo tenía más afición que oído y la naturaleza no quiso obrar el milagro de convertirme en el único semoviente de mi viejo linaje, que se remonta a Adán y Eva, que articulase tres o cuatro notas musicales seguidas y acordes. ¡No se puede tener todo en la vida! Antes bien, es más probable no tener “naíta de naíta”, como predicaba una maritornes al contemplar el estado de vacío de la despensa de sus señores. “Está la despensa que se descalabran los ratones” se decía en Madrid.

Al atardecer, cuando decaía mi solitario ánimo, recurría a un método homeopático. Así como el veneno se cura con veneno, si me sentía triste leía a Schopenhauer, cuyo pesimismo telúrico y ontológico me suministraba inmediatamente la ración de optimismo que necesitaba. No acudí, por contra, a la medicina alopática y eso que por aquel entonces la simpatina y la centramina se vendían a go-gó, y sin receta, en cualquier botica de barrio.

Testigo soy de que Madrid en verano no es Baden-Baden. Con familia o sin ella, es más bien un terrible poblachón manchego con vistas a la nada. Ni siquiera a un mar presentido. Siempre con Góngora:

«Dejadme llorar
orillas del mar.»

Los huertos dejan huella. En las manos del cuerpo y en las del alma. Su siembra, abono, desinsectación y desinfectación, su riego, y también la labor de guiar de las plantas trepadoras por sus correspondientes cañizas, huellas son. El momento mágico de juzgar si un tomate sabe mejor esta madrugada o a siguiente, marca trazas. Consumir en seis o siete días, en plan crudité, kilos y kilos de plantas hortenses imprime carácter. Huellas dejan los huertos. Y más si son inmediatos, como el mío.

Así cantaba yo, por tientos, a mis “salvaoras” nínfulas:

«Inmediato.
En este huerto inmediato
donde beben mis palomas,
yo me siento
y me distraigo un rato
con ver el agua que toman.»

A juro que la guiri de guardia se quedaba in albis y me miraba como las vacas al tren. Y yo me marcaba una petenera, cante que para unos nació en las antiguas juderías españolas y para otros en un pueblecito gaditano níveo de cal moruna:

«Ven acá, “remediaora”,
y remedia mis dolores;
que está sufriendo mi cuerpo
una enfermedad de amores.»

Y se hacía una luz de luna que aclaraba todo.


(foto Masao Yamamoto)


(capítulo séptimo)

La operación de desmontar la estructura de zinc de mi hortelano vergel hubiera requerido de un par de profesionales de esos que en el cine americano hacen desaparecer cadáveres por el desagüe de una bañera y limpian el escenario de un crimen de manera que ni el FBI, con todo su esplendor, encuentra una sola prueba de la gran matanza del día de San Valentín. El “window dressing” navideño de las cuentas y balances bancarios es juego de niños comparado con mi trabajillo septembrino.

Como quiera que mi conocimiento de los bajos fondos de Madrid era entonces limitado, pedí ayuda a dos amigos que por aquí andaban desnortados. Uno era pobre y el otro muy rico. El pobre me ayudó, a cambio de instalarse en casa los días que duró su adecentamiento y la eliminación de las pruebas del huertano delito. El muy rico me dijo compungido que se iba a pasar unos días, el muy mamón, a Saint Jean Les Pins en la Costa Azul.

Siempre me ha enternecido la natural disposición de los ricos a prestarse entre sí la ayuda que niegan a los que verdaderamente la necesitan. Y quede claro que a mí los ricos me gustan, mas siempre he procurado no formar parte de la colección de ninguno de ellos. De muchacho advertí que algunos millonetis padecen en grado sumo la curiosa vanidad de la filantropía. Sobre todo si se practica con dinero ajeno.

En la gran limpieza, que hubimos de extender al resto del piso, contabilicé ciento veintiocho vasos usados, noventa platos lisos de los grandes y noventa y ocho de los pequeños. No había ningún plato sopero. Cientos y cientos de cucharas y tenedores y muy pocos cuchillos.

En lo que concierne al gorrino estado del menaje de cocina, buena parte de la responsabilidad la tuvo el pato que pesqué aquel verano de grana y oro.

El ánade pertenecía a la portera‑agente secreto y habitaba en un patio interior, que era el mismo al que daban las tres habitaciones convertidas en huerto. Y me tenía harto de sus graznidos ininteligibles. Se trataba de hacer desaparecer limpiamente al pato, sin que la portera me denunciara en comisaría o, peor aún, a la CIA. Fuíme a una tienda de caza y pesca llamada Rehala y pedí sedal y anzuelo.

El dependiente me preguntó:

- ¿Cuánto sedal necesita Ud.? ¿De qué grosor? ¿De qué clase de pesca estamos hablando?

Contesté:

- Se trata de un pato azulón común y de un tercer piso. El edificio es antiguo y cada planta mide unos cuatro metros. Es decir, cuatro por cuatro son dieciséis, más otros cuatro metros de reserva, veinte metros en total.

El dependiente cayó preso de un ataque de risa y no me cobró sedal ni anzuelo. A pesar de sufrir un pinzamiento lumbar de etiología carcajeril.

Me compré la linterna más potente que encontré en aquella España de tan poca potencia lumínica y empecé a observar las costumbres dietéticas y etología del pato a fin de buscar el cebo adecuado. El bicho no se inmutaba cuando le tiraba lombrices de las que habían aparecido en el huertecico, cuya tierra yo cavaba y escardaba con tiento y con un almocafre granaíno. La pasta de dientes tampoco le gustaba ni, sorprendentemente, el jamón de york de California 21. Di finalmente con la clave: el tomate, siempre que fuera raff.


Tras una noche sin sustancia, dejé que el curso de las cosas se precipitara. La madrugada del 10 de agosto pesqué al patito y lo subí a pulso hasta la tercera planta. De guillotinar al palmípedo se encargó mi amigo el pobre, que era revolucionario, jacobino y, por tanto, gran conocedor de las técnicas de Madame Guillotine. Conste que el anzuelo se hincó en el tejido córneo del pico, que no duele, según me explicó luego el profesor Franz de Copenhague.

El fracaso final de la operación pato a la naranja fue rotundo. La receta que habíamos recortado de la revista Semana no funcionó. Tiempo después aprendí que las piezas de caza, de pelo o pluma, suelen dejarse unos días para que sean invadidas por su propia flora intestinal, sin que el grado de fermentación llegue a modificar su gusto. Creo que los franceses lo llaman laisser faisander.
La portera acechadora no comprendió jamás el destino de su animalico. Dícese que visitó a un psiquiatra, pues no hallaba razón de la desaparición, por arte de birlibirloque, de un ave encerrada en un patio de luces en un edificio de seis alturas. Era un pato virgen, que no había volado en su vida. Y dada la pequeña dimensión del patio, aunque hubiera sabido volar, que no sabía, la corta pista de despegue no le hubiera permitido alcanzar la altura necesaria para no despanzurrarse.

Es una historia cruel y la cuento con el corazón comprimido. Pero la vida de un pato prisionero por capricho de una portera agente doble es dura. Como dura era la vida de cualquier animal en la España cañí. Las cabras volaban desde los campanarios de las iglesias de pueblo. Los mozos rurales apaleaban a los pobrecicos perros mientras éstos se apareaban y prefiero no mentar a los miles de toros que son sacrificados cruelmente, cada año, en el ara de nuestra fiesta nacional.

De muy chico vi con estos ojitos que se ha de comer la tierra cómo, en una finca de Ávila y en invierno, los perros de una gran casa de labor dormían atados a carros y tartanas, en noches rasas, a diez grados bajo cero. Al cabo y a la postre, el pato sufrió poco, murió rápido y se ha convertido en una leyenda en esta parte del barrio. Algún precio hay que pagar por pasar a la historia. Y no se hable más de ello.



(foto del autor)

(capítulo octavo)


Aquel verano murió y volvió el barullo de la vida, esa gran parodia de la realidad. Se acabó mi estado de letargia y mi vocación de ermitaño a tiempo parcial. Si alguien de la familia advirtió indicios o sospechas de actividades paranormales, tuvo la delicadeza de callar, probablemente porque fingir ignorancia es menos fatigoso que indagar verdades inanes.

Empecé a ganarme la vida como leguleyo cagatintas, con gente poco divertida. Yo bien hubiera preferido regentar un casino o un burdel, inclinaciones ambas que cumplí años más tarde. He procurado que mi existencia no sea tan solo un episodio de la nada. La vida no obliga a nadie a ser una mierda. A evitarlo me ayuda la circunstancia de que mi época, mis diferentes épocas, y yo no concordamos. Nunca.

Cuando junté unos dineros, compré un buen tramo de tierra de sembradura, adecuada para que mi arbusto de gran árbol de Bo pudiera crecer lo que quisiera. Hoy mide más de muchos metros de alto y de ancho y he logrado que mi árbol sagrado tenga la forma corporal del viento.


FIN





(fotos tomadas por el autor en el Jardín Botánico de Gijón)


Eres viejo

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(Estoy en el Acuario Nacional de La Habana)


"Si un niño te dice viejo, eres viejo; si una mujer te dice joven, eres viejo; si tú dudas si eres viejo o joven, eres viejo."

                                
Juan Ramón Jiménez
                                       
Aforismo 520


La primavera alargó nuestras ilusiones

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J’attendrai

Le jour et la nuit
J’attendrai toujours
Ton retour
... Et pourtant, j’attendrai
Ton retour
(Poterat 1937)



(el autor en la Universidad de Madrid)

( capítulo primero )

La primavera de Ada llegó en el otoño de aquel año. Cumplía diecisiete y empezaba a estudiar la carrera de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid.

Atrás, colegio, uniforme, colores grises y muros altos. Letanías y mecanismos de repetición. Mantras católicos. Tiempo perdido, día a día, año a año. Once en total.

En la Facultad había luz de colores, olores y personas vivas. Desde las aulas Ada ponía sus ojos en la Casa de Campo, el monte del Pardo y, más allá, en la sierra de Guadarrama. Mañanas de azules velazqueños, rubescentes horizontes en las tardes.

Bajaba del metro en Argüelles, salida Alberto Aguilera, y el autobús E depositaba a Ada en clase. Por el camino, plátanos de adorno, castaños de Indias, algunos cedros de nueva plantación, pinos piñoneros, alcornoques y nogales. Todavía quedaban en Madrid retazos de monte bajo. Retamas, jarales, madroñeros y encinas chaparras.

El nuevo mundo era mejor. Ada elegía. Estudiaba o no. Entendía o memorizaba. Si perdía el tiempo, de ella dependía, no se lo perdían los demás.

Ada optó por estudiar dos o tres horas al día, desde el primero, antes que dejar para mayo el atracón final. Gustaba más de las asignaturas que se referían a otros tiempos, como la Historia del Derecho o el Derecho Romano. Asistía a clase por la mañana, estudiaba después de la siesta y, al caer la tarde salía a orearse con sus amigas.


(el autor rodeado de mitología)


( capítulo segundo )

Cañas, vinos y tapas por Moncloa con las nuevas amigas. Pinchos en Serrano con las burguesitas excompañeras de las irlandesas. El Corrillo, Samuel, Peláez, El Águila, El Aguilucho, Mozo, el café Roma, La Ancha, Jurucha y Sakuskiya. Mucho cineclub de colegio mayor y algún concierto en el Monumental. Antonioni, Bergman, Godart, Chabrol, Truffaut, Risi. ¡Rohmer! Y los inevitables Eisenstein, Max Ophuls, Renoir y Von Strömberg. Bardem y Berlanga, con guiones de Azcona, de cuando en cuando, ma non troppo. El cine español estaba tachado de cutre y facha.

Yo también devoraba cine. Sin orden ni concierto. Mejor si estaba censurado o prohibido. Rossellini, Visconti, Clouzot, los Taviani, la Varda, Resnais, Louis Malle. Cualquier película europea mutilada era mejor que una americana intacta. Así pensaba yo por aquel entones, en que huí, haciendo notar ruidosamente mi disconformidad, de la proyección de películas como “Esplendor en la hierba” o “La gata sobre el tejado de zinc” .

Ada empezó a salir con un chico delgado y alto, de Linares, provincia de Jaén. Guapo, paleto y torpón, andaba el hombre confuso tanto por lo civil como por lo religioso. El primer ligue de Ada no dió para mucho, ni ella lo procuró. Años después, cuando se celebró el XXV aniversario de la promoción, el chico del sur invitó a Ada a subir a su habitación en el Meliá Princesa. “Asignatura pendiente” decía él. Así contestó ella al tal Tomás: “si entonces no me apeteció, menos hoy. Y con los cubatas que te has metido, igual ni puedes...”

En verdad a Ada quien le hacía gracia era otro, que era de Valladolid y muy blanco de piel. Casi tartamudo de puro tímido, ella veía en él algo profundo y oscuro, como Serrat ve en el Mediterráneo. Hijo de militar, vivía por el paseo de la Florida, cerca de la Estación del Norte. Allí le dejó Ada en más de una ocasión, cuando su hermana le prestaba el Seat 600D de color azul claro, matrícula M-300.564.

Ada coqueteaba con él, le ponía ojitos y le hacía morritos y mohines. Ni por esas. El crío no se atrevía ni a respirar en su derredor. Ada sabía que Mario andaba pretendiendo a “una pedorra” más fea que Picio, hija del director del periódico de los sindicatos de Franco. Con ella se casó y con ella sigue. En otro aniversario de algo, Ada buscó sentarse a su lado en la mesa del restaurante José Luis. Así habló Ada a Mario: “¿por qué no te dejaste ligar?”. Respuesta de él: “porque no ibas en serio conmigo”.


(el autor en El País Semanal)


( capítulo tercero )

Hoy, transcurridos muchos años de gracia y alguno de desgracia, pienso en lo fácil que para Ada resultó pasar del invierno de la infancia a la primavera de la adolescencia. Sin dudas, sentimientos de culpa o regresiones. De golpe se terminaron las prácticas formales de la religión oficial.

 De regla tardía, la caja de su cuerpo maduró maravillosamente en la Ciudad Universitaria de Madrid. De ojos claros, bien abiertos y bien guasones, sus pechos remedaban, a mejor, el busto de la Marianne de la República Francesa. Las largas piernas de Ada brotaban de más arriba de sus caderas, que a su vez sostenían el trasero más importante de todo el distrito universitario.

A propósito de su culo, contaré que, en tercer o cuarto curso de la carrera, el cursi y relamido de D. Leonardo, granadino y catedrático de Derecho Procesal, echó a Ada de clase por llevar pantalones vaqueros, que por entonces no se llamaban, como ahora, jeans. Otro apunte del clima imperante: un catedrático de Derecho Canónico, con apellido de comunero castellano, gordito, bajito y meapilas, a la hora de explicar los impedimentos y causas de anulación del matrimonio, como la impotencia y otras hierbas, rogaba que se ausentaran de clase las alumnas futuras abogados.

Ada leyó “El Cuarteto de Alejandría” de Durrell. A Henry Miller también: los dos trópicos,” Nexus”, “Plexus” y lo demás. Devoró la “Rayuela” de Cortázar, el “Bomarzo” de Mújica Lainez, el Jardín de los “Finzi Contini” de Giorgio Bassani y otras novelas que se vendían bajo cuerda. ¡Bendita editorial Losada. Buenos Aires. Argentina! Se entusiasmó con “Jules et Jim”, de Henri-Pierre Roché y “Le genou de Claire”, de Eric Röhmer. Huellas perennes dejaron en ella, como la suya en mí.


(el autor en el Mar Menor)


( capítulo cuarto )

Su cultura anclada en la “divine gauche” servía a Ada para relativizar nuestras salidas con gente pija. La parrilla del Plaza y el Royal Bus en la Gran Vía. Bernard Hilda’s Orchestra en el Castellana Hilton, el Gas Light, la Boîte, el Gitanillo’s de cerca de la calle Mayor, que no el bar inglés que estuvo en la de Claudio Coello. También la discoteca enclavada en Moncho Street y el Tartufo de detrás de la Gran Vía, entonces avenida de José Antonio. En todos ellos bebíamos y reíamos como jóvenes cachorros, regocijadamente.

El amigo golfo se llamaba Carlos y gustaba de practicar la caza mayor en los cotos frecuentados, los jueves por ser día de libranza, las criadas dedicadas al servicio doméstico. Pongamos por caso, los bajos del cine Salamanca, los del cine Barceló, o los palcos del cinema Alcalá. Había otros cazaderos, pero fuera “del barrio” por antonomasia, y Carlos no quería ser visto por Tetuán de las Victorias, Ventas o el mismo Argüelles. De Vallecas sólo sabía que tenía un puente, al igual que el Pozo del Tío Raimundo tenía un cura comunista.

Ada sabía ver el lado tierno de su amigo, que contaba sus andanzas con donaire y desparpajo. Carlos se reía de sí mismo y no dudaba en ridiculizarse al narrar sus gracias y desgracias. Jugador de póker en timbas de tahúres semiprofesionales que le sacaban los cuartos que afanaba en su casa, Carlos conoció prestamistas y compradores de objetos robados. A éstos últimos llevaba algún bibelot, libros viejos de su padre e incluso sortijas de familia. Siempre con deudas, siempre de buen humor, siempre con copas, bien llevadas eso sí, y siempre dispuesto a ayudar a los amigos “normales”.

¿Quién no ha necesitado un apartamento para una tarde, un coche para un fin de semana o cuarenta duros para gasolina? Carlos proveía de todo con elegancia y nunca reclamaba nada. No como los matatías y mohatreros, de quienes recibió, en mala hora y por personas interpuestas, alguna paliza.

 Un día de cocido en Malacatín, en el Rastro, un compañero progre recriminó a Ada su amistad con el pijo de Carlos. Ella, con su voz de trigo recién molido, reprodujo así la última de Carlitos:

-"salgo de casa a recoger a una yankee que me ligué en el bar de Filosofía y Letras y de la Manila de Callao me la llevo a bailar al club Castelló. Pide la gringa media combinación tras otra. Yo con mi Ballantines, venga a dar vueltas al hielo, a ver si cundía. Bailo, sin conseguir arrimar material de combate. Pido la nota y... advierto que no llevo encima la cartera. Se lo digo al maître"

-"Por Dios, D. Carlos... ya pagará Vd. otro día... si no le importa dejarme el carnet de identidad... ya sabe... es la norma".

Carlos continuó su loco discurso:

- ...dejo a la tal Ruth en su residencia y me voy a buscar pasta al Corral de la Morería. Puri, la del tabaco, me presta quinientas del ala y me dice: "Carlitos, no te vayas, que estoy esperando un hijo tuyo..." Hago la estatua. Ella se pone a llorar. Me pide que la espere a terminar el segundo pase del espectáculo de La Chunga. Quiere que la deje en casa. Aguardo. Aparece un empeñero y me trinca la pasta, toda. A las cuatro a.m. llevo a Puri hasta unos bloques que Banús había construido por donde da la vuelta el aire. Intento despedirme. Puri insiste en que suba. ¡Qué remedio! Ya en el piso se me echa encima un hermano de la mancillada, con un garrote de feria de tamaño natural...».

Ada no quiso seguir. Como muestra basta un botón. Preguntó al progre si las reuniones de la FUDE eran tan amenas como las historietas o fantasías de su amigo. ¡Quiá!


Ada tenía un amigo, hermano de amiga, que gustaba de alternar con mujeres de la noche en los cabarets de moda. El Biombo Chino, Alazán (“encanto y belleza”), Micheleta, Las Palmeras, Casablanca, Pasapoga, Riscal, la piscina Stella en el verano. L’éléphant blanc, también, en los bajos del cine Coliseum. El putero señorito decía que las chicas de alterne eran más generosas y honestas que las doncellas casaderas. Alguna vez llevó a Ada a las sesiones de tarde de esos clubes (“señoritas gratis”).


La primavera alargó nuestras ilusiones (segunda parte)

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(el autor, sentado en el centro, cuando niño)

( capítulo quinto )

Ada era donosa, espigada, de pómulos salientes, mandíbulas cuadradas, con un principio de muesca hendida en su mentón. En las mejillas tenía dos hoyuelos que rendían el albedrío de tirios y troyanos. Su pelo pesaba mucho. Sólo vi una vez cabellos semejantes. Adornaban la cabeza de una chica suiza, lánguida y triste de desamor. Guapa y melancólica hasta decir basta. La helvética me contó que a veces le entraban jaquecas por soportar el peso de su melena. Comprobé que un pelo suyo era 3 ó 4 veces más grueso que uno mío.

El amor invitaba, llamaba, a Ada. Para darle cobijo, ella esperaba a estar de buena luna. Esa mujer no era el invierno, ni el otoño, ni el estío. Era la consagración de la primavera, con su boca llena de risas, que regalaba al universo y a cada uno de sus habitantes. De noche brillaba su piel y sus ojos tornaban de verdes a color miel de acacia. De manos largas y fuertes, como alados eran sus pies, del número 40, tan infrecuente entonces en la mujer made in Spain. Ni Ava Gardner, ni Rita Hayworth, ni Abbe Lane, ni Katherine Hepburn, eran dignas de besar por donde Ada pisaba. Alta era, quizás de tanto mirar al cielo.

Una vez, en La Pérgola de la Cuesta de las Perdices, me habló con una voz tan suave, profunda, y dulce que juro que me caí de la silla. En otra ocasión estábamos Ada y yo dentro del Seat seiscientos de su hermana, aparcado en el Paseo de Rosales. Le ofrezco un pitillo Rex o Récord, que no me acuerdo bien, y va y me lo agradece con una leve caricia de su dedo índice sobre mi mejilla. Al sentir su piel en la piel mía, me puse a llorar y salí corriendo. No paré hasta llegar a los altos del Cuartel de la Montaña. Me tumbé boca arriba y me dije “ya está”. Así me decía y repetía ciento quince mil veces. Aún hoy, mil años después, no sé a ciencia cierta qué era lo que “ya estaba”. Pero estaba.

Escribo con ojos que mojan los rayados pliegos de mi block y mano que corre sola sobre el papel, sin esperar a que mi mente ponga orden en mi lacerado recuerdo.


(décadas después, el autor en Amsterdam)


( capítulo sexto )

Hoy, en este puto otoño de la vida, comprendo que Ada tenía una manera humanista y laica de vivir su alegría, sus sentires. En medio del desierto, era la duna más alta, el oasis más feraz, el faro de nuestra Alejandría, el lucero de mi alba. La Justine de Durrell. Una diosa, hada de un boscaje que sufría la lluvia ácida del franquismo, lleno de gnomos confusos de pura medianidad.

Ada se apañó para salir indemne del asunto del profesor ayudante de derecho romano. Como rayo de sol por un cristal, sin romper las estructuras ni mancharse ella. Resulta que un profesorcillo salido quiso gustar la miel de Ada con su boca de asno. En aquella época una denuncia de lo que ahora ha venido en llamarse “acoso sexual” hubiera conducido muy probablemente a la expulsión de la alumna de la facultad y a la confirmación, o ascenso, del acosador. Así funcionaban las cosas. Cuando Ada se hartó de tanta insinuación, de tantos encuentros “causales” disfrazados de “casuales” en aulas vacías, de notas bajas cuando merecía altas y de veladas amenazas de ser suspendida en junio si no era posible tomar una copa tête a tête, pasó a la acción.

Un tal Vivancos, amigo por vía familiar, trabajaba en la secretaría de la facultad. Obtuvo el teléfono de la casa del lujurioso docente. Una mañana, mientras el profesor asno estaba en clase haciendo la pelota a su catedrático mandarín, Ada llamó a casa del abusador y habló con su sufrida esposa. “¿Está Ud. de acuerdo en que propinemos, a medias, a su maridito lindo una lección incruenta aunque olorosa? Soy una alumna de su cátedra y estoy hasta las tetas de aguantar al baboso que le ha tocado a Ud. en suerte”. La legítima se avino al juego. Ella también estaba hasta el moño de las infidelidades, o tentativas, del tontolculo de su Federiquito.

Ada citó al deshonesto y rijoso profesor en El Corzo, bar inglés sito en la calle General Sanjurjo. Para ello aguardó a la siguiente acometida. Es decir, pocos días. Advirtió a la señora esposa del lugar, día y hora de la cita que el gilí pensaba sería el inicio de un affaire con la chica más guapa y lustrosa que ja-más vieron los tiempos modernos.

A las 7,30 p.m. del día de autos, Ada llamó por teléfono a Jose, camarero de El Corzo, amigo y confidente suyo. Le dijo: “¿ves a un palomino casposo en la mesa del lado de la barandilla, la más cercana a la puerta? Pues vas y le dices que Ada no puede asistir a la cita. Pero te esperas para transmitir mi recado a que llegue una señora llorosa y cabreada. Se lo dices en voz alta, delante de ella. Gracias. Te debo una. Por cierto ¿te acordaste de mezclar las píldoras de Laxen Busto* en su copa? OK. Besos. Cambio y corto”. Recuerden: Laxen BUSTO “para cagar a gusto”.
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(la vida sigue, esta vez en Helsinki)


( capítulo séptimo )

En el verano que puso fin al primer curso de la carrera, monté un viaje, a dedo auto-stopero, con un par de amigos de la facultad.

Pretendía llegar hasta Viena (diez días de estancia), pasando por París (quince días de parada) y Fribourg en la Suiza romande (un mes de estudio, parada y fonda). Y así lo hice, porque quise y porque pude, gracias a que en las tres estadías “pegué la gorra” a modo.

En la Ciudad Universitaria de París, XIVème distrito, me alojé en el Colegio de España, a precios del eufemísticamente llamado Sindicato Español Universitario (SEU) y gracias al “enchufe” de un tío mío, que era Decano de una Facultad, y me ayudó a lograr plaza. “¿Café, thé ou chocolat?” me preguntaba cada mañana una viejecita encantadora que servía los desayunos. El almuerzo también lo hacíamos en el comedor universitario.

En aquel agosto, primer año de mi libertad condicional, Ada, que había prometido visitarme, se presentó en París... con un amigo. Ambos se habían conocido al borde de la carretera, mochilas a la espalda, caras quemadas por los soles de la meseta de Castilla, los céfiros de los Pirineos Atlánticos, las brisas resinosas de las Landas, el bochorno verde y húmedo de Dax, y los dorados rubores de los viñedos de Burdeos. Así hasta París, procurándose caminos no trillados. Y yo, de turismo por Versalles.

La diosa Ada estaba radiante, en sus glorias. Se abrazó a mí y me hizo abrazar a su socio de autostop, que resultó ser un tío legal. Mayor que nosotros, había estudiado sociología en La Sorbona y nos enseñó un París desconocido que no he vuelto a saborear. Hicimos un poco el trío de Jules et Jim, pero sin abandonar mi adustez, tan hispana. Me porté muy bien. Aguanté los celos y disfruté viendo a Ada disfrutar con cara de aleluya.


En el Friburgo suizo dormía en una residencia de los padres agustinos y llenaba la andorga en el seminario que tenían allá los curas marianistas. En seguida aprendí el camino hacia el cuarto de las cámaras frigoríficas de aquel nido de levitas y mis dieciocho años agradecieron mucho los fiambres, embutidos y quesos suizos que me servía yo mismo, eso sí, con permiso de la autoridad eclesiástica.

En Viena cenaba y dormía en el colegio, también marianista, de la ciudad imperial. Mi cama estaba en un pabellón aislado del resto de los inmuebles donde vivían los religiosos. En el dormitorio colectivo de aquel internado, cerrado por vacaciones, moraba un servidor, más solo que un huevo frito en aquel septiembre austro-húngaro. Confieso que en aquella enorme alcoba, dividida por mamparas y con la típica estufa, tipo salamandra centroeuropea en su centro, pasé miedo y frío. Dormía a solas en un gran edificio, en país de lengua germana y con un hambre en las tripas que aún me suenan. Los curas y levitas cenaban, y yo con ellos, dos salchichas vienesas y una taza de té. ¡Ah! y pan negro, que era lo que me salvaba de caer exánime cada madrugada. En las escaleras de aquel pensionado vienés, sufrí por vez primera de lo que, a mi vuelta, el médico de casa diagnosticó como “dolores neuríticos”. El tiempo ha querido que sean muy llevaderos, pero en aquel entonces y en aquel país tan “rejodío”, creí que me había dado un “paralís”.


(el autor en la foto de su primer carnet de identidad)


( capítulo octavo )

En Fribourgo me matriculé en L’École Benedict para seguir un curso de lengua y literatura francesa. Los tres amigos españoles armábamos tal algazara que las clases se interrumpían sistemáticamente con este estribillo del profesor suizo: “messieurs les espagnoles, là bas, ¿de quoi rigolez vous?”. Yo me reía del profesor, un ridículo tipejo de la bas ville.

También me regocijaba de tener 18 años y haber ligado ¡en la parroquia del pueblo! con una italiana atractiva, simpática y cariñosa. Fue en una fiesta para estudiantes extranjeros. Se llamaba Ligia y era pelirroja, con pecas y una espetera admirable. Un auténtico torbellino toscano. Me recordaba a Monica Vitti, pero a la pata la llana y con más raza si cabe. Parecía un personaje de Fellini/Antonioni/Dino Risi.

Y yo contabilizaba mi segundo ligue extramuros, que el primero fue con una inglesita llamada Wendy a quien conocí en el Mar Menor, donde la guiri se ocupaba de desasnar a unos niños ricos y borricos, hijos de un exportador pimentonero. La joven institutriz estaba tristona y debió juzgar que el único mozo potable del lugar era yo, modestia aparte y mejorando a los entonces presentes. Yo no hablaba inglés. Ella, cuatro cosas en español con acento de “hay bueyes en el rebaño”.

Pero nuestro pequeño romance de verano nos ayudó a sentirnos iguales entre nosotros y distintos de los demás, de aquella troupe de vándalos, tanto indígenas como veraneantes. Si hablo de ligues no vernáculos me tengo que acordar de un beso que me dio una niña francesa, en el verano de preu. Acaeció en el portal del hostal donde se hospedaba en la Gran Vía. Pronto aprendí que en París las personas se besaban así, en la calle, en aquellos años todavía de represión para los españolitos.


Aquel beso me trae a las mientes mi primera detención para declarar en un cuartelillo de la Guardia civil. Sucedió en la playa de La Torre de la Horadada. Ya saben: “el cura del Pilar de la Horadada, como todo lo da, no tiene nada y, a falta de vecinos y vecinas, por la calle circulan las gallinas...”. No puedo presumir de malos tratos, pero no he olvidado la humillación de ser conducido al cuartelillo, ella estupefacta y avergonzada, y yo asustado y renegando de la época y pasaporte que me habían tocado en suerte. Noche oscura, playa de un mar sin olas, Wendy y yo reconociéndonos y deseándonos. Linterna del cabo de la pareja de la Guardia civil ¡mosquetón al hombro!

Los niñatos que se pasean hoy con banderas sin el escudo constitucional, si hubieran padecido o padecieran en sus carnes episodios semejantes, quizás gustarían menos de la autoridad, de los bigotes y de las hazañas bélicas.

Si hablo de una primera detención es porque hubo una segunda, también con chica y por igual delito: retozar junto al mar en playa y hora desiertas. Esta vez, tres o cuatro veranos después, la chica era de un guapo subido, un cañón del Colorado de fabricación española, y con más peligro que una piraña en un bidé. Ella y yo estábamos a lo nuestro en noche de plenilunio en la calita rocosa de Cabo Roig. La historia fue un remake de la anterior y mi cabreo mayor porque perdí una lentilla en el incidente. Para los jóvenes y jóvenas que seguramente no me leerán, diré que mis lentillas, de rígido cristal duro, fueron de las primeras que adaptó en Madrid la doctora Carmen Tato (“microlentillas de contacto”), en la calle Jacometrezo de Madrid. ¡Casi ná! ¡Ah! también perdí las 250 pesetas de la multa. El honor de la rubia niña pija salió indemne del trance, pues conseguí que el sargento no tomara los datos de su documento de identidad. El mío bien, gracias. En el fondo, y casi en la forma, en el cuartelillo tenían ganas de aplaudirme.
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La primavera alargó nuestras ilusiones (tercera parte)

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(la anémona de Ada)

( capítulo noveno )

Vuelvo a Ada. “De alguna manera tendré que olvidarte...” me dice Aute. No. Jamás te olvidaré. Cuando me volví loco por ti, tú me elegiste como amigo, como el mejor de ellos. Mas ¡ay! que yo te quería para “amor constante, más allá de la muerte”. La poesía que ahora me importa, a luna llena de septiembre, a ti se refiere también:

“... calado de ti hasta el
tuétano de la luz...
En mi alma nacía el día.
Brillando estaba de ti;
tu alma en mí estaba...
Sentí dentro, en mi boca...
el sabor de la aurora...”

¿Es que Aleixandre te conoció? ¿Por qué, si no, se apropia de mis temblores, de mi “élan vital” hacia ti? Hubo de amarte, porque no ha existido otra persona digna de tales versos.

Comoquiera que este relato está condenado al cuarto oscuro, de un lado y, de otro, que no es tiempo de faroles porque el futuro es muy oscuro, despacharé mis amoríos de la dorada época universitaria en tres renglones. No incluyo los más fugaces. Que fueron, chispa más chispa menos, Jacqueline, la chica de Filadelfia, Rita, la de Rosario (Argentina), y Almudena, una española que estudiaba arquitectura y que se prestó a interpretar conmigo una película en super-ocho.

Aviso al no avisado lector que, en aquella época, español que preñara a mozuela nacional incurría en riesgo cierto de ser casado o fusilado al amanecer. Hasta el punto que el único compañero de mi curso que, ¡oh infelice!, se atrevió a yacer con su novia formal, fue obligado a casarse porque la exdoncella cayó embarazada tras una sola sesión de trabajo en el curso del viaje del paso del ecuador, expedición en la que no participé. Hago un paréntesis para reflexionar sobre una de las eternas paradojas de la condición humana. En aquellos años una casta muchacha podía quedar embarazada con poco más de una certera mirada. Hoy en día, con las libertades generales y las particulares sexuales, proliferan las clínicas y sistemas para combatir la infertilidad. Ya se sabe, Dios da pañuelos a quien no tiene mocos, y viceversa.

Tuve una relación blanca, de noviazgo formal, con una de las hermanas de un amigo, compañero del alma, compañero. La cría era alba de piel, carite y dulcísima. La historia se terminó por mi inmadurez y porque un verano, en un Madrid vacío y tórrido, se cruzó por medio una gacela de enormes ojos verdes, mata de pelo castaño, con cuerpo de modelo de Mary Quant, pero con hombros y caderas a lo Haley Berry y carácter de mujer hecha y derecha.

Cuando la niña blonda y dulce volvió de vacaciones, le conté la entente hispano francesa. También hubiera podido callarme e intentar compatibilizar lo incompatible, pero preferí ser sincero y cantar la gallina. La cría no dudó en mandarme a freír puñetas y yo conservo un recuerdo maravilloso de ella y la esperanza de haber redimido mi falta, o, en su defecto, haber desenzarzado la situación. La hermana de mi amigo era menuda y alegre, de dulces ojos muy parecidos a los de mi madre; óvalo perfecto su cara. Era una mujer niña en paz consigo, cercana a un misticismo que ¡ay! aprecio y busco hoy más que antaño. Era una niña mujer de alma transparente, fuerte y más libre de lo que su frágil figura dejaba adivinar. Yo estaba verde. Me faltaban años y sabiduría.



(el autor ceremonia de fin de curso Universidad Complutense)


( capítulo décimo )

Lo de Catherine fueron dos años de “amour fou”, que me curtieron cuerpo y alma. No soy capaz de desvelar aquí el modo, la manera y el por qué se extinguió aquel volcán. Lo tengo escrito en relato que guardo bajo siete llaves en el alma, dentro de mi almario.

Mujer pasión, Catherine, era más vulnerable de lo que ella y yo creíamos. Su sensualidad mediterránea estaba a medio camino entre Argelia y Alicante, con parada y fonda en las Antillas francesas. Venía de reponerse de otra historia de amor que no me contó, con buen criterio. Lo supe mucho después, por boca de otra persona. Y tuve celos retroactivos.

Jugamos a ser eso que hoy se llama pareja estable y fuimos enormemente felices y desgraciados. Catherine no consiguió extirpar mi parte frívola y malamente burguesa pero... hizo lo que pudo.

Catherine encarnaba la dignidad y la decencia. En medio de un Madrid cutre y garbancero, con olor a berza y a churros mal fritos, constituía la más codiciada presa para el nutrido club de los petimetres señoritos cazadores de gacelas de importación. Ella se mantuvo íntegra, en medio de tanto depredador de vía estrecha que campaba a sus anchas por la terrible estepa castellana. Con cuatro perras en el bolsillo, o sin ellas, a vueltas con el pago del alquiler y lo demás, y mal comiendo en restaurantes llamados económicos, con riesgo de contraer salmonelosis en la mesa o ladillas en el baño. Trabajando con jefes rijosos, mal pagada, sin contratos ni seguridad social, siempre bella, siempre elegante de espíritu y de maneras, Madrid perdió un gran fichaje el día en que, doctorado bajo el brazo, regresó a su tierra democrática y civilizada. A la dulce Francia. Dejó un buen estudio sobre la obra dramática de Lope de Rueda.

Gracias a los dioses, a principios de los años ochenta pude, cara a cara que no cuerpo a cuerpo, explicarle a Catherine lo hasta entonces inexplicado y arreglar el ayer. Eso es lo que trae el otoño. Buscas paz, serenidad y saldar cuentas contigo mismo, con tu pasado y con los seres que te han hecho tal y como eres. Iluminarte e iluminar, si puedes lo primero y te dejan lo segundo.


(el autor en Casa Pilatos)

(cápitulo undécimo)

Ada era utópica y acrónica. Las mujeres niñas o las niñas mujeres de mi vida de entonces pertenecían a su época y estaban en su lugar, incluso si se encontraban desplazadas de su origen o raíces. Ada era astro de otro mundo y su tiempo y espacios eran eternos, no como los nuestros, que marcaban nuestro hablar, nuestros movimientos y sobre todo nuestros pequeños miedos y tabúes diarios.

Tan es así que todos la queríamos pero ninguno supo entenderla del todo, ni amarla lo suficiente. Ni estar a su altura. Pienso, sencillamente, que me aproximé mucho. Pero... no lo suficiente. Aunque... ¿alguien conoce cómo se debe querer a una diosa? ¿Existen modo y manera?

Anduve trochas y carriles, sin ella, yo solito. Mas, pero, aunque, sin embargo, leímos juntos, en voz alta, a Gore Vidal, a Kerouac, a Rimbaud, a Mallarmé, a Verlaine. A Allen Ginsberg. También “Bonjour tristesse” de la Sagan. Malditos todos ellos. Escuchábamos a Zitarrosa, a Cafrune, a Cabral. También a Los Chalchaleros, a Falú. Nos gustaba ir al Jazz de la calle Villamagna. Tete Mon-toliú. Pedro Iturralde. Hoy no queda jazz en el barrio, que yo sepa. Jaime Marques, el brasileiro del jazz de Diego de León, llegó a ser amigo nuestro. Entendía la música como un sacerdocio. Yo militaba en la iglesia de Clara. En un viaje a París me iluminó una sesión de jazz con Chet Baker. Dejaba su trompeta y cantaba a nuestro oído: “…hoy estoy casi melancólico…”.

Ada seguía estudiando con método y natural facilidad. Yo empecé a perder interés por el Derecho. El Derecho público, administrativo y fiscal sobre todo, es sencillamente horroroso. Sólo el Derecho civil me gustaba y eso quizás porque está en desuso. ¿Alguien con mediana sensibilidad puede sostener que el derecho fiscal, o el laboral son verdaderamente “Derecho” con mayúsculas? ¿Dónde quedan los viejos principios romanos: “Vivir honradamente, no perjudicar al prójimo y dar a cada cual lo suyo”?

A partir de tercer curso mi único interés por la carrera era terminar cuanto antes. Y así lo hice. Ada seguía con su trantrán, una matrícula tras otra. Estudiaba todas las tardes, salía todas las noches. Dormía en dos tranchas: seis horas en la noche, dos en la siesta. Dejé de ir a clase y me matriculé, como alumno libre, de 4º y 5º cursos juntamente.



(el autor de pie a la derecha)


( capítulo duodécimo )

Me dediqué a otros aprendizajes. Antonio Ron, mi amigo comunista, volvióse inseparable compañero. Impecune, divertido y culto, padecía de “pájaras negras” según su autodiagnóstico. Hoy diríase que tenía tendencias depresivas. Siempre conmigo, incluyendo guateques y visitas a “los salones bien” de Madrid. Era brillante si estaba de buen humor. Si estaba “down”, podía ser corrosivo y destructivo. Por contra, mi sangre latía a toda pastilla y yo estaba vivo hasta durmiendo. Dado que para mí era evidente que el universo, ya sea en expansión o en contracción, tiende al caos, cuando éste se aproximaba, yo buscaba a Ada, porque ella era la última línea defensiva.



(el autor jurando bandera)

Si el Ron se ponía depresivo nos largábamos los tres al pueblo de Brunete, y, en Casa Campa, nos metíamos para el cuerpo sendas perdices estofadas y una arroba de vino tinto manchego con sifón. Luego pasábamos la tarde en la finca de mon père. Chimenea si invierno, piscina si verano.

Por entonces andaba yo en un Mini Morris 1275 cc. ¡Qué digo andaba, volaba! El Ron y yo, cuando se terciaba y teníamos efectivo, nos largábamos al Mar Menor, a jugar al póker en la fonda Neptuno de mi amigo Inocencio, entonces “compadre” del alma. Pagué la última letra del coche cuando terminé Derecho para ingresar en la Escuela de Cine. Al revés: acabé la carrera cuando pagué la última letra. Y cumplí con el obligatorio servicio militar. ¡Qué inútil desperdicio de tiempo!


Ada y yo obtuvimos el premio extraordinario de licenciatura o de fin de carrera o como se llamara o llamase. El de ella, en la rama de Derecho Público. El mío, en la del Derecho Privado. Sin hacer alharacas. Nos entrevistaron en los diarios “Arriba”, de color azul falangista y “Ya”, amarillo Vaticano. Conservo la foto de ambos periódicos. En la de Ada añadí, para mi álbum, este pié:


“…inmensa hermosura
aquí se muestra toda, y resplandece
clarísima luz pura,
que jamás anochece;
eterna primavera aquí florece…”

¿De quién tomé los versos? ¿De Fray Luis de León, quizás?

Sigo en el mundo del cine, ahora más bien en el de la TV. Un crítico más mejor que los demás escribió un día sobre mi obra: “…su cine es literario y su literatura, cinematográfica, pues no consigue separar ambos géneros”. ¡Qué cabrón! ¡Vaya manera de afinar! Mi literatura... Sí, también escribo. Guiones para series de televisión. Guiones nutricios, que me permiten seguir viviendo en mi barrio de nacencia. Alguna colaboración para Prisa, donde piensan que soy un ácrata de salón. Un señorito desclasado, pero señorito a la postre. ¡Qué “quedrán”! que dicen en Granada.



La primavera alargó nuestras ilusiones (cuarta parte y final)

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( el autor, doctorado en Derecho )

( decimotercer capítulo  )

Ada ha hecho de todo, siempre bien y sin despeinarse. Bufete profesional, enseñanza universitaria, “banca ética” dedicada a la financiación de energías renovables, microcréditos, apoyo a grupos de riesgo. Otra clase de banca, pues, también en América. Durante dos o tres años dirigió equipos multidisciplinares para estudiar el deterioro de las grandes forestas amazónicas y borneanas. Tiempo después, Ada fue nombrada conservadora jefe de un inmenso parque natural en la isla de La Reunión. Una llamada suya desde aquel paraíso perdido hizo añicos mi precario equilibrio interior. Ya contaré, si puedo, qué me dijo aquel infausto día la sacerdotisa Ada Afrodita.

La diosa sigue en el Olimpo. Nunca ha sido políticamente correcta. Se ha gastado lo que ha ganado en hacer lo que ha querido. Ha sembrado bien y paz. Ayuda sin entregarse. Los hombres dejaron de interesarla, salvo como personas. Tachada de poco práctica, me dijo un día “¡Quiá! nací herida de realidad y en busca de realidad sigo”. Usó palabras de Paul Celan, uno de sus poetas favoritos. Yo advertía en ella un modo exacto de estar en el mundo.

Amor no es voluntad, sino destino
de violenta pasión y fe con ella;
elección nos parece y es estrella
que sólo alumbra el propio desatino.

¿Dónde iré a parar si se apaga luz tan clara? ¿Quién me sacará de los rastrojos? ¿Qué me respondería el conde de Villamediana?

La vanidad es yuyo malo, que envenena toda huerta. Ada se sabe superior pero actúa como si no lo fuera. No es humilde, actitud que se refiere al reconocimiento de la propia inferioridad, sino sensible y compasiva. Casi siempre... A mí la injusticia me da unas veces tristeza y otras rebeldía. Ella simplemente se subleva.

Ada también sabe ser injusta. Alguna bronca me gané sin creer yo merecerla. Era cuestión de sensibilidades, de finos desajustes. Si yo no notaba que algo mío la hería, ella no disculpaba mi torpeza. A veces pienso que me podía considerar un privilegiado, porque a los demás todo perdonaba. A mí no me pasaba ni una. Yo sufría, sin que mermara ni una brizna mi embobamiento por Ada. Las diosas también pueden ser arbitrarias. La arbitrariedad confirma su mando. También pudiera ser que una regañina inmerecida de Ada significara que antes me había perdonado varias de las justificadas. Mas yo me sentía como cachorro que no recuerda por qué su ama le atiza con el periódico en el morro.



( Boticelli )

decimocuarto capítulo )

Becaud, Brassens, de un lado. De otro, Modugno, la Vanoni, la Zanicchi, Milva, Mina. Más abajo Richard Anthony. Marie Laforet, Sylvie Vartan y France Gall eran más de ver que de oír. Igual que la Hardy. Para las tardes lluviosas frente a la chimenea de la casita de Brunete. A Ada le gustaban Dylan y Joan Baez, incluso el plasta de Leonard Cohen. A mí, el rock and roll de Bill Haley y sus cometas. La relación de Antonio Ron con Ada era curiosa. Por un lado, como todos nosotros, estaba loco por sus huesos. Por otro, celoso de mi cuelgue por ella. Son sentimientos ambivalentes, normales entre amigos, aunque no fuéramos ninguno “confusos sexuales”.

El Ron no tenía nunca un duro. Literalmente. Su trabajo en el Instituto Nacional de Previsión daba para mal comer su familia y él. Le vi fumar colillas de cigarrillos ya fumados, que arramblaba de los ceniceros de cualquier casa o bar. Salía a la calle, y yo con él de lazarillo, a buscar una moneda caída en el suelo. Antonio Ron conocía mucho a un ginecólogo progre, el doctor Hernández, quien nos proveía de recetas de píldoras cuando alguno del grupo se ennoviaba. Con extranjeras, claro. Salvo Ada, que fue una de las primeras españolas de clase burguesa usuaria de la primera generación de aquel invento químico que, a no tanto tardar, trajo la revolución sexual a Europa, primero, y después a la España tardofranquista.

En las farmacias del barrio no despachaban ni preservativos. Y encima se permitían regañarte en voz alta, para avergonzar así al lúbrico adolescente que pretendía cumplir con su instinto, que no es tanto el de reproducirse sino el de jugar y gozar con el único deporte que no tiene reglamento. Mi generación ha sufrido no sólo la mutilación de sus derechos políticos y culturales sino la enorme represión del instinto más elemental y divertido. ¿Quién restituirá lo que nos hurtaron? ¡Que me devuelvan el dinero de mi entrada!


Es evidente que Ada no se afilió al clandestino PCE, partido comunista de España, porque el Ron acababa de dejarlo. Detenido en las redadas del año 56, Antonio se fue alejando del partido. El estalinismo no casaba con su natural asilvestrado. En la cárcel de Carabanchel el partido obligaba a distribuir los paquetes de ropa y comida que las familias hacían llegar a los presos políticos. En la navidad del año 57 la “señá” Antonia, abuela del Ron, le mandó a su nieto un jersey de cuello vuelto hecho con sus manos asarmentadas. El Ron se negó a la redistribución de los caramelos y chocolate que lo acompañaban. Así empezó su disidencia ideológica. Tiempo después, Antonio me dijo que no le gustaban los dulces, pero que se los había comprado su abuela “quitándose el pan de su boca” y que el cariño verdadero ni se compra ni se reparte con camaradas.

Ada coqueteó con el partido, pero... ni ellos confiaban en ella ni ella lo tenía claro. El Ron la decidió con su ejemplo. Al final de la carrera, Ada optó por ayudar a los comunistas, pero eso sí, desde su irreductible independencia de criterio.


( el autor, en los tiempos modernos )

decimoquinto capítulo  y final )

Yo participé en la fundación de la revista “Cuadernos para el diálogo”. Me gasté las veinticinco mil pesetas que tenía en una libreta de ahorro abierta en la Agencia Urbana nº 1 del Banco de Santander, en Claudio Coello esquina Goya. Guardo las acciones como recuerdo, pues aquella aventura se fue a pique, justamente una vez que nuestro sistema democrático estuvo implantado. Fue una bella contienda, mientras duró.

Ahora sé que la democracia cristiana es retrógrada. Pero aquel grupo no lo era. Quería un régimen de libertades para España. Y sabíamos que el catolicismo oficial de la Iglesia jerárquica estaba sosteniendo a la ideología reaccionaria dominante. La oposición a Franco tuvo cuatro frentes: los estudiantes universitarios(a partir del año 56), los intelectuales (pocos y mal avenidos), la organización llamada Comisiones Obreras y unos cuantos curas sueltos.

Ada y yo dejamos de vernos y de saber uno del otro durante largos años. Ella se fue a América y otros continentes y yo a mi mundo de ficción. He escogido una vida de transgresiones moderadas, de emociones medidas y necesidades controladas. No siempre lo consigo pero... “estoy en ello”. Nunca dejé de pensar en ella un solo día. Tal y como el “Ciudadano Kane” respecto de una chica que, un día cualquiera, vio fugazmente pasar en un tranvía.

Ahora es tarde para todo porque no queda tiempo para nada. Ni siquiera para seguir con esta historia, que empezó en primavera y me deja un regusto a grosellas y hongos de otoño.

La dulce tarde ha llegado a su fin. La aurora aclara el segundo día de mi otoño. Ninguna primavera, ningún otoño remedian nada. Ada ha vuelto al jardín de los dioses que nunca dejó del todo, pues apenas se mezcló con nosotros, los mortales. Desde que se fue no quedan flores en la tierra. Todas están junto a Ada, que regresó al origen.

Noto que la edad apresura mis gustos y mis disgustos. Me queda menos tiempo de tener paciencia, y las personas, la mayoría, no me procuran materia de esperanza. Me refugio en mi escritura, que busca exactitud y economía. Pocas palabras para pocos lectores. Se precisan pacientes lectores que lean con sosiego.

Con la calma que yo perdí, rota en pedacitos, el día en que Ada me llamó desde la isla de La Reunión. En aquel entonces Ada era conservadora jefe de un enorme parque natural. Llamaba para invitarme a conocer su paraíso perdido y, de camino, para que asistiera a su boda, allí mismito, con mi rival francés.

Entre ruidos e interferencias grité a Ada: «recuerda que nunca es necesario decir que sí». Añadí: «¿y yo»? Ada respondió: «ya eres mayorcito y sabrás arreglártelas».

Ada había inventado un sistema para crear una capa de estructura vegetal encima de la tierra que está debajo del bosque. Se siembra soja que no se recoge y se deja pudrir. El invento ahorra plagas y el petróleo que mueve la maquinaria pesada. Luego la selva crece sin hongos ni otras calamidades, sobre la capa de las matas de soja podridas.

Resulta que mi vida había permanecido en el filo de una navaja biotecnológica. Y que había caído del lado tonto. Comprendí que los malos tiempos no habían hecho más que empezar.

FIN

Tu étais trop jolie, trop jolie
Mon amour
Ton rire était trop frais
Et ton corps trop parfait
Tu aimais tant la vie, tant la vie…
... Tu étais trop jolie pour moi mon amour


Tu étais trop jolie, trop jolie
Mon amour
Tu étais une enfant
Vivant intensément
Moi je n’ai pas compris, pas compris…

… Tu étais trop jolie pour vivre mon amour (Aznavour 1959)

Los veraneos de antaño

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( Autor y hermana, del álbum familiar )

( Capítulo primero )

Por disposición paterna mi familia veraneaba un año en Granada y otro en la Dehesa de Campoamor, provincia de Alicante. Veranear significaba pasar fuera de Madrid los tres meses del estío, más una propina hasta bien entrado octubre, hora de enjaularse en el colegio.

La dehesa era propiedad de unos amigos de mis padres, sin hijos. Dos mil quinientas hectáreas de pino carrasco, lentiscos, algarrobos y almendros, con costa propia, en medio de aquella España pobre y autárquica. Aún no se olfateaba la llegada del turismo ni los villanos atentados contra la ecología y el buen gusto que traería de su mano el estirón económico de manos puercas. ¡Torres de hormigón a orillas del mar! ¡Habráse visto!

Fuimos, sin saberlo, la última generación que pasó sus vacaciones al viejo estilo. Nadie nos obligaba a estudiar idiomas o cosas útiles para el futuro. El tiempo, infinito, era todo para nosotros. Aprendimos a no hacer nada, como enseña el Tao. A no hacer-haciendo.

La vieja casa ,con más años que un palmar, quedaba retirada del mar. Una tartana con una mula nos llevaba al baño diario en la caleta de la playa Yo solía ayudar a Pepe, “el de la tartana”, a enganchar la mula al carruaje, operación que requería tener muchas manos, y más para un crío de ciudad.

Cabe al mar,cambiábamos nuestras ropas en una casita que llamaban “La Barraca”, que tenía un aljibe con agua dulce. “La Barraca” estaba decorada con redes, boyas de grueso cristal verde, salvavidas de corcho y estrellas y conchas de mar. La hélice del motor fuera de borda se sumergía, para protegerla del salitre, en una gran barrica con agua dulce. Después del baño en el mar nos quitábamos la sal de la piel por el sencillo procedimiento de verternos encima el agua de unos barreños templados al sol en el patio de la barraca.

Algunos días la yaya Sagrario llevaba a la playa unos cestos de mimbre para alargar los baños hasta la noche. Tortillas de patatas, filetes empanados, ensalada de pimientos rojos y verdes, sandías y melones puestos a refrescar en lebrillos con barras de hielo cubiertas con sacos. Higos y brevas dulces, albaricoques de secano, melocotones pequeños y prietos. La siesta se dormía en colchonetas de paja sobre el suelo empedrado de guijarros y cantos rodados del porche de la barraca.


( Capítulo segundo )

Aquellos calurosos y asilvestrados veranos de mil leguas imprimían carácter. La luz de Levante y la cálida naturaleza de una finca de monte bajo mediterráneo, con sus bancales de labor, invitaban a vivir a la pata la llana. Sin más contacto con el mundo de afuera que los viejos aparatos de radio que sólo recibían, y eso por la noche, emisoras árabes del otro lado del Mediterráneo y, nunca supe por qué, Radio Andorra. Una voz puntiaguda de una chica cantaba “aquí Radio Andorra, emisora del Principado de Andorra”. Yo me sentía bienaventurado y en mi elemento. Había caído de pié en una especie de rústica felicidad que adormecía los espíritus pero mantenía bien abiertos mis sentidos.

En mi colegio apenas si mandaban tareas para el verano, salvo la de rellenar un cuaderno de vacaciones y el ritmo de cada jornada era muy parejo al propio de los labriegos y jornaleros, cuyas familias vivían en casas diseminadas por la dehesa. Las faenas del campo marcaban el día a día. Cuando empezaba el veraneo era ya la época de trillar con mulas en las eras, la de recoger tomates y pimientos, melones y sandías, y las frutas y verduras de las huertas que se regaban con agua de pozos y acequias.

Si la cosecha de tomates y pimientos era muy grande, las mujeres de los jornaleros se afanaban en abrirlos por mitades y extenderlos a secar al sol en las eras, cuando éstas habían cumplido ya su función y el grano estaba recogido y entrojado. Algunas noches era preciso y precioso tirar cohetes en las eras para provocar que los conejos salieran disparados y dejasen de comerse los pimientos ya medio secos. Recuerdo muy bien que, a la mañana siguiente, deshacíamos con la mano las cagarrutas de los conejos y nuestras palmas se quedaban llenas de un polvo seco que era puro pimentón.

Eran noches en que habíamos de encerrar a los dogos que guardaban la Casona. Ena se llamaba la perra madre. Sus cachorros, blancos y negros, eran primorosamente bellos.



( dibujo de G. García-Saúco )

( Capítulo tercero )

El monte bajo estaba lleno de caza menor y la sala de trofeos de la Casona colmada de cuernas de venado y colmillos de jabalíes. Caza mayor nunca vi, entiendo que por exterminada. Sí me topé, mil veces, con liebres, conejos libres de mixomatosis, tejones, lirones y ginetas. La rapacidad de los zorros obligaba a cuidar muy mucho del estado de las vallas y cercas de los corrales de gallinas, pavos y patos y de las cochiqueras de los cerdos. En las cocheras para las galeras y tartanas colgaban jaulas con hurones presos de angustia, que se empleaban para cazar conejos dentro de sus madrigueras Otros jaulones guardaban presas perdices para cazar al reclamo.

Las salamanquesas de las paredes, los lagartos de las peñas y los alacranes que salían a la luz cuando los tractores preparaban los barbechos eran víctimas de mi curiosidad de aprendiz de naturalista, que demandaba escudriñar los ejemplares de bichos que iba metiendo en los tubos de cristal que quedaban vacíos de aspirinas o tabletas okal. A la noche, las salamanquesas eran verdaderas artistas comiendo los mosquitos que acudían a las escasas luces que arrojaban bombillas de 40 vatios.

En jornada de caza un cazador urbano y novato pegó un tiro involuntario a un hermoso perro perdiguero y vi llorar a su amo. Yo lloré como una Magdalena, pero nadie me lo notó, que ya me cuidé muy mucho de esconderme. Unos invitados llevaron un caniche que bebía café con leche.

Mi otro afán naturalista, nunca satisfecho, me empujaba a intentar reproducir en casa los acuarios que el mar formaba al retirarse de las rocas que separaban la pequeña ensenada de la gran playa de arenales en dunas. Me empecinaba en esperar a que la ola marchase para correr, costaladas de por medio a causa del verdín de las algas, a observar el pequeño y perfecto mundo de algas, pececitos, cangrejos y caracolillos de mar que se me ofrecía, hasta la siguiente ola, en los huecos trepanados en las peñas volcánicas.




Los veraneos de antaño (segunda parte)

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( el autor al sol de La Habana )

( Capítulo cuarto )

Tan lejos quedaba el pueblo más cercano, que cada semana había de pasar por las casas de la dehesa una galera grande llena de telas, puntillas de encaje, jabones y productos de olor. No existían las cremas de protección solar. La Nivea ayudaba a freírnos al sol, quemaduras que se aliviaban por la noche con paños mojados en vinagre. El comerciante que llevaba el carruaje, tirado por dos mulas enjaezadas, era conocido como “El Corsario” y, hecho el trato, nos regalaba caramelos caseros con sus manos de corsario levantino.

Conocíamos el valor de las cosas y la lógica de heredar camisas o abrigos de los hermanos mayores. Para sacar o meter pinzas o dobladillos, poner o quitar hombreras, o dar la vuelta a chaquetas o saharianas estaban las modistas que iban a coser a las casas en las máquinas Singer de pedales. Guadalupe se llamaba la nuestra de Madrid. Llevaba el pelo acardenalado en permanente achicharrada y tenía un novio torero o casi.

En las fiestas mayores y en algunas menores, en la casa de los peones camineros los labradores y tractoristas aradores hacían un baile, con laúdes y bandurrias. El aparcero que mejor tocaba la mandolina, a púa, se llamaba Tomás “El de la Alfalfa". Las mozas le festejaban y le buscaban las vueltas, de galán que era. Hice buenas migas con él, y al caer la tarde me dejaba acompañarle a segar con hoz alfalfa para echarla de comer a los conejos, que bien que servían para el arroz cuando no era temporada de caza.

Bien mirado, me parece que en aquella bendita dehesa las vedas no se respetaban escrupulosamente y las parejas de la Guardia Civil que hacían sus rondas a pie eran tratadas con gran consideración. Más de una vez les vi recibir un par de cartones de Chesterfield de contrabando,traído por los barcos extranjeros que venían a cargar a las salinas de San Pedro del Pinatar o a las de Torrevieja. También circulaba el Pall-Mall largo y sin filtro, así como el rubio inglés de Virginia que decían Navy Cut. Éste último fue causa próxima de mi primer y no grato encuentro con el cigarrillo.


( el autor en Murcia )

( Capítulo quinto )

Las personas mayores jugaban después de comer al dominó, a la sombra de un tejado de brezo, que cubría un jardín redondo en cuyo centro había una fuente con un surtidor y unos peces transparentes que se decía servían para comerse las larvas de los mosquitos. El jardín se llamaba “Corea”, supongo que por aquella lejana guerra o por la forma del techado. No creo que nuestros grillos fueran a la zaga de los coreanos en lo que a estruendo nocturno se refiere.

Por la noche los mayores jugaban al póquer y se llegaban a juntar 10 ó 12 grandes coches, Packard, Chrysler, Pontiac o Citroën 15 ligeros. El más pequeño era el Fiat Balilla de don Vicente, capitán retirado de la marina mercante casado con doña Herminia. No tenían hijos y eran parientes pobres de los amos de la dehesa. El Balilla era de dos plazas bajo la capota, más otros dos asientos que se descubrían en la parte posterior, donde hoy los coches llevan el maletero. Me gustaba ir atrás, cara al viento, tragando el polvo de los caminos sin asfaltar y mirando los taludes de tierras amarillas como el asperón.

A las interminables partidas de póquer se apuntaban algunos aviadores de la Academia General de San Javier, además de Ernesto, que era el administrador de la finca y el matrimonio Maura, Juan y Menchu. Él era gerente de la Unión Salinera Española y mi padre llamaba a Menchu Maura “la leona de Castilla”.

El mundo de los adultos me parecía perfecto. ¿Qué más se podía pedir a la vida que levantarse tarde, comer con gusto y sabiduría levantina, hacer sobremesa jugando al dominó, dormir larga siesta, cenar con amigos alegres y charlatanes, y luego jugar al póquer hasta la madrugada? Y ello por no hablar de los habanos, o del whisky legítimo, en un país en el que no había de nada o era ilegítimo.


( el autor al sol de invierno )

( Capítulo sexto )

La única mujer que hacía lo mismo que los hombres era la Maura. También reía y fumaba como ellos. Ni mi madre, ni doña Encarnita, la señora y dueña de la dehesa, ni Marisa, su señorita de compañía, se mezclaban con los caballeros salvo en las comidas y en las misas.

El entorno femenino se completaba con las guardesas. La hija de los que cuidaban la Casona se llamaba Pilar Treviño y era muy simpática y guapa. Candelaria se ocupaba de la casita de la playa. Tenía dos o tres hijos rubios y descalzos.

Pepe, el de la tartana, cantaba muy bien flamenco. Creo que de él me viene la afición que aún conservo por el cante. Pepe Pinto, Juanito Valderrama, Manolo Caracol, Antonio Molina, Carmen Morell y Pepe Blanco, estaban de moda entonces, cuando Manolete murió en Linares, cornada que cogió a mi familia en Campoamor. Yo no tengo memoria de estar en este mundo cuando acaeció aquel duelo nacional. Igual que a la llegada a Barajas de Jorge Negrete, prototipo de macho mexicano que revolucionó mucho al personal femenino de la pacata España.

A propósito de la tartana diré que aún me persigue una leyenda familiar que atribuye a mi descuido la caída desde el carruaje de mi hermano pequeño, entonces de pocos meses de edad. Yo recuerdo que fué en la cuesta de los pinos, pero no estoy seguro de ser yo quien llevara en brazos a mi hermanillo. Sea como fuere, el porrazo no tuvo consecuencias y Valeriano mide ahora casi dos metros, el angelito.

Uno de los aviadores que jugaba al póquer, llamado, si mal no me equivoco, “la pava”, alguna mañana de playa nos entretuvo con su avioneta de entrenamiento pegándonos pasadas en vuelo invertido. La cabeza del “jodío” piloto pasaba casi rozando, lo prometo, los cables del teléfono o del telégrafo, que no sé de qué eran, porque me parece que, en los primeros años de nuestros veraneos mediterráneos, no había teléfono en la finca. Por cierto que, una vez, un zagal llevó un recado al patrón de la finca, creo que de parte de la fábrica de chocolates Tárraga. La partida de dominó estaba caliente y el recadero no recibió propina. Entonces el chavea va y dice “don Antonio, y si me preguntan cuánto me ha dado usted de propina ¿qué les digo yo?”.


Los veraneos de antaño (tercera parte y final)

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( el autor, en uno de esos raros momentos en que se dedica a pensar en recuerdos olvidados )

( capítulo séptimo )

Los sábados mi padre acompañaba en el coche grande y negro al dueño de la dehesa a depositar en un banco en Cartagena toda la recaudación de la semana, que don Antonio obtenía como corresponsal de los bancos en San Pedro del Pinatar. En aquella época los bancos no tenían sucursales en buena parte de los pueblos y apoderaban al cacique o al rico de la zona , que venían a ser la misma persona, para el cobro de las letras de cambio aceptadas por los lugareños. Ello dejaba una buena comisión y requería honestidad y pulcritud en el manejo de los fondos.

En la guantera del coche vi una vez una pistola que seguramente jamás fue utilizada ni siquiera para practicar el tiro. En aquella España privada de libertades, la profesión de atracador debía ser muy poco atractiva. En los años 60 se cometió un atraco muy sonado contra la joyería Aldao, en la Gran Vía de Madrid. La cosa debía ser tan poco frecuente que enseguida se cantó una coplilla cuyo estribillo decía “Aldao, Aldao las joyas te han robao”.

Mi padre aprovechaba el viaje sabatino para firmar los papeles propios de su cargo en la Administración pública, que un policía le acercaba desde Madrid bien a Cartagena, bien a la estación-apeadero de Balsicas.

En las dunas de la playa grande, mi yo femenino esperaba que ocurriera algo. Pero nunca pasaba algo. Sólo nada.




( capítulo octavo y final )

Los domingos el párroco del Pilar de la Horadada se acercaba a la finca para decir misa en la capilla de la Casa Grande a las 12 en punto. Antes, confesaba. Una vez un hermano mío, que era muy escrupuloso de conciencia y no tendría más allá de 11 ó 12 años, atascó la misa hasta pasadas las 12 y media, contándole al cura no se sabe qué pecados imposibles, en medio de grandes muestras de impaciencia por parte de todos nosotros que confiábamos en darnos un chapuzón antes de comer.

Me parece que aquel día las bambas Pirelli, los meybas y las gafas y tubos de bucear Nemrod se quedaron esperando en la tartana, igual que esperando se quedó el camino que atravesaba el río Seco flanqueado de pitas en un horizonte de montes de esparto. Total, que nos quedamos sin nadar hasta “los palos”, que así llamábamos a unas estacas situadas en medio de la pequeña ensenada de la playa de Campoamor. De ellas los pescadores prendían unas redes finas para atrapar lubinas, magres o pajeles. Nunca me monté en el balandro cuyo timón llevaba don Vicente. Sí lo hacía a menudo mi escrupuloso hermano quien muchas y muchas noches me despertaba para que le recitase los credos o señormiojesucristos que creía haber olvidado.

Con las tormentas de septiembre se anunciaba el otoño, el colegio y el presentimiento de un Madrid triste y de un colegio sin luz. El río Seco cogía algo de agua, que gustaba a ranas, tritones y libélulas. Los juncales hermoseaban y las invisibles chicharras de los pinos enmudecían ante los truenos.

De vuelta a Madrid tocaba forrar los libros del colegio con un rígido papel azul morado al que adheríamos unas etiquetas con pegamento que se humedecía con saliva y en las que escribíamos con letra de caligrafía la asignatura correspondiente. Costaba volver a la rutina y también costaba hacerse con las botas Segarra después de haber estado cuatro meses en alpargatas. Pero lo que verdaderamente sentía yo era perder, hasta el verano siguiente, la luna azul de medianoche. Y la libertad.

Bueno, bonito y barato

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(el autor que escribe)

Escribir es la cosa más libre y barata que existe, aunque puede encorsetarse y encarecerse tan grata actividad si nos apuntamos a un taller de escritura. 

Hoy en día es muy corriente que los ciudadanos, aborregados y amansados por las estructuras sociales y por los sistemas educativos, políticos y medios de comunicación, se entreguen con fruición al muy discutible deporte de pagar matrículas y abonos por todo tipo de cursillos, seminarios y otras zarandajas de ese tenor.

¿Que se encuentra usted un poco gordo? Pues, hale, a pagar la cuota de inscripción en un gimnasio.

¿Le tienta a usted la idea de escribir un diario? Taller de escritura al canto.

¿No sabe usted saludar en inglés? Academia que te crió.

¿Tu perro se niega a comer lo que guisas? Curso de cocina mediterránea para mascotas ¡marchando!

Conozco a un tipo que quería viajar a China con el Corte Inglés y no se le ocurrió cosa mejor que apuntarse en una academia para aprender el mandarín.

Los cursos para aspirantes a fotógrafos son muy demandados por personas que no tomarán más instantáneas en su vida que las de su suegra y sus retoños.

No sean ustedes lilas, que bastantes cuartos nos saca ya el Estado. Para escribir basta una cuartilla en blanco y un lapicero con su sacapuntas. 

Terca luz

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(el autor y El País Semanal)

Hoy, en plena ola de calor africano, me permito invitarme a mí mismo a
Casa de Citas, mayormente para no abusar de mis improbables lectores.
Para más INRI, se trata de una poesía de mi cosecha lírica.
¡Ustedes perdonen!

De la terca luz su postrer fulgor reúno,
cautiva y descompuesta en oros y malvas y esmeraldas
vela mi ánima de ambarinos linos.

Tal vez fuera piadoso luz se recogiera
en un solo haz de domésticas volutas, polvo de libros,
y así el niño que queda apenas tuviera otra encomienda
que limpiar las celdillas de su memoria.

Mas... ¡qué va!... la impía luminiscencia no ceja
y derriba el nido de mi cama

Quiebra el rayo por el cristal herido
y rompe en topacios y opalinas y cárdenas turmalinas
que a danzar invitan al hombre antiguo y a la mujer nueva.
Bailamos tres, el hombre solo,
la mujer que llega y el eterno niño.

Peces fusiformes chocan, mecánicos,
sus bocas en minerales besos de estéril cortejo,
mil cristales bermellones revientan
las paredes cotidianas de mi egocéntrica guarida.

¡Inclemente luz que a su albedrío administra las sombras!

Tarde quita claridad y el ocaso abate ecos de colores
y gemas presas en los vitrales de mi caleidoscopio.

Hombre, mujer y niño lamentan la noche.

_______________________________

Años después este poema dio nombre a mi último libro recopilatorio de mi producción poética.

El que espera desespera

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(fotos del autor)

A los telefonillos portátiles les dicen “móviles” en España, y "celulares", en algunos países del otro lado del mar océano.

Cuando llamo a una mujer de las nuevas a menudo ocurre que se acaba su batería a poco de empezar a hablar.

Las chicas me dicen:

- Te llamo luego, cuando llegue a casa…se va a cortar, no queda batería.

Deben dormir en el parque, porque el móvil no suena luego.

¿Cuándo es luego para una bella mujer?

Una hora. Pasa una hora de la cita convenida para la cena.

Suena mi aparato en el restaurante. Me dice ella:

- Ahora no puedo hablar. Voy conduciendo, no tengo manos libres ni apenas cobertura y la batería se está muriendo.

Pido otro vino y apunto en mi cuadernito “moleskine”. Sumo los tiempos de mis esperas a ellas, a las distintas ellas. En los últimos tiempos, desde que desperté en la clínica de mi letargo sabático, he invertido en aguardar el advenimiento de La Mujer unas quinientas veinticinco horas con cuarenta minutos. Toda una vida.

- ¿Quedamos ya para mañana? digo

- Mejor te llamo luego. Cuando llegue a casa, me dice.

Nada. No suena nada. No pasa nada.

Al día siguiente, me manda un mensajito de letras:

- Lo siento. Estaba cansada y me dormí viendo la tele.

¡Natural!, son criaturas jóvenes, libres e independientes.

- Quedaste en llamarme, recuerdo el día de después…

- No pude. A mi prima le dio un cólico nefrítico. La llevé a urgencias en Alcalá.

- Voy en un taxi. La calle está cortada y hay un tapón enorme. No me esperes. Te llamo luego.

He pasado de ser el hombre que duerme, a ser el hombre que espera.

- No me esperes que tengo que sacar al perro.

- Claro. Lo que pasa es que ya te he esperado una horita. ¿Me la devuelves? insinúo.

- Ahora no puedo. Te llamo luego. No tengo saldo, me dice ¿Por qué no me llamaste ayer?, añade


-Pues…porque quedaste en llamar tú, contesto.

- ¿Y eso que tiene que ver?, replica ella airada.

- No quería agobiarte, susurro.

- Corazón, contigo nunca se sabe. ¡Eres más rarito!, termina la diosa de socrática.

- A ti te pasa algo… ¿Tienes novia? Acusa otro día.

- Ya sabes que no, me defiendo yo.

- ¿Hay algo que no te gusta de mí? Me espeta.

- No es eso. Me gusta todo de ti menos tú cuando te pones imposible, replico de forma retórica…

- ¡Anoche me colgaste!, me acusa ella.

- No quería discutir. Nos hubiéramos dicho cosas irreparables, le digo yo.

- Pues dímelas ahora, añade.

- Cuando me veas triste y malhumorado, todo lo que tienes que hacer es quitarte la ropa. Tu desnudez me hace vulnerable, contesto.

Aburrido y solitario repaso los mensajes que he recibido hoy:

- Sí, pero más tarde. No tengo batería…

- ¿Ya se te pasó el cabreo?

- Anoche te encontré muy raro. Espero equivocarme.

- ¡Hola! Ayer me lié y después me fui a la camita. Besitos muchos.

- Hazme una perdida, que estoy en el trabajo.

- Salí del fisioterapeuta y te hice una perdida. Cené y me dormí.

- Toc… toc… ¿Me llamas luego?

- En ké stás pensando en ste instante?

- Gracias por todo. Igualmente.

- Cuando kieras.

- Hola! Ya te has olvidado de mí…? Besos.

- ¿Duermes?

- ¿Te veo mañana?

- Pienso en ti y…

- Mañana te veré.

Pero nunca llega ese mañana.

- ¿A qué hora vendrás? inquiero.

- A la que tú quieras, contesta.

Quiero ahora, me digo para mis adentros…

A mi padre muerto

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(mi padre)

Pocos días antes de su muerte, mi padre recibió la extre­maunción.

Terminado el rito sacramental, tuve ocasión de que­darme a solas con él en la habitación de la Clínica Nuestra Se­ñora del Mar, en donde murió. Le pregunté por su impresión al recibir los óleos y me dijo literalmente: “emotivo pero no grato”. Contundente y en buen castellano.

Lamento ahora no haber tenido ocasiones para haber charlado tranquilamente con mi padre de lo divino y de lo humano. En los años en que a él le tocó ser padre y a mí ser hijo las distancias eran tales que hacían prácticamente imposible una comunicación franca y menos de tú a tú.

También echo de menos que no nos haya dejado escritas sus experiencias, por ejemplo, en tiempos de la guerra civil española. Nunca quiso hablar de ella. Carmen Laforet y Josefina Aldecoa, no mucho antes de morir, publicaron re­membranzas de ciertas etapas de sus vidas, niñez incluida. Tengo sus libros en la cola de espera, así como el más reciente de los hermanos Esther y Óscar Tusquets.

Todavía me afecta hoy hacer memoria de los juicios de intención que hizo “mon père” sobre mis propósitos en la vida, cuando le comuniqué, recién terminada mi licenciatura con Premio Extraordinario, que no deseaba preparar oposiciones. La conversación terminó abruptamente.

Todavía no había cumplido yo la mayoría de edad, que en aquel entonces se alcanzaba a los veintiún años. Y eso los hombres, que las mujeres habían de esperar hasta los veinticinco. ¡Qué disparate!

Mi yo de entonces no quería criar culo sentado en un cuarto de estudio memorizando temas de Derecho. Yo deseaba ganarme ya la vida, ligar con mozas y hacer cine. Satisfice, a mi modo, las tres vocaciones. Y fui libre unos cuantos años.

¡Lástima no conocer enton­ces el Tao! Hubiera procurado explicarle a mi padre que “intentar contro­lar el futuro es como usurpar el lugar del maestro carpintero. Al usar sus herramientas, lo más probable es que te cortes la mano”. Lo digo porque mi padre era Abogado del Estado y pensaba que tal desempeño era lo mejor y más seguro. ¡Qué coñazo!

Hoy, desde las lluvias de un abril cálido y de nuevo libre, me gustaría estar con mi padre para, sin palabras, decirle que le quise mucho. Aunque no me gustara su manera de ser con mi madre ni de pensar respecto de mí.

Y pasar con el padre una sobretarde en el zaguán de “Los Cipreses”, la finca familiar de la vega de Granada, que ya no es de labor ni de la familia. Sin habla ni parla miraríamos juntos la puesta del sol por encima de la línea del cielo de Maracena.

Ya lo dijo el poeta japonés:
“Con quien no habla
cuanto tiene en mente

paso una agradable velada.”



(de izquierda a derecha: mi hermana mayor, mi padre, tía Pepita y
un servidor con niqui de rayas)
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