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Amar en silencio

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(el autor, sin la palabra)

¡Amar sin el verbo, sin la palabra!

¡Amor de dulces y silenciosas heridas!

Piel contra piel entre seres mudos.

Miradas, suspiros, candores, deseos,

ternuras en enjambre, azares sin convocatoria, sin orden del día

ni agendas incompatibles para mañana;

sin memoria de ayer, sin balance de hoy.

¡Sexo sin cuenta de resultados!


( los versos son de un tal Manuel María Torres Rojas )

Sexo, libertad y amor

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( foto Leopoldo Pomés )

En aquel entonces, visitando el Machu Pichu, Ada me confesó:

­­­­
Nunca me ha gustado que los sentimientos interfieran demasiado en mis relaciones sexuales. El sexo es sexo. Y el amor, moral y costumbre. Y la libertad está por encima de todo. El sexo llega de cuando en cuando. La libertad está siempre conmigo.

Alguien dijo que ser fiel es fingir que el tiempo no existe. A mí me sale más bien que ambos, ella y yo, somos el tiempo que no existe.

Rainer Maria Rilke escribió sobre el amor:

“Lo adivino: feliz fuiste algún día
en mayo o en un sueño…

Necrología precoz

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(Retrato de un autor en día de asueto) 


Apreciadas e improbables lectoras:

Dado que no podré acompañaros en mi funeral civil, que no religioso, debéis saber que me propongo convocar un concursillo, reservado a mis lectoras más conspicuas, a fin de que sea redactado mi obituario.

El galardón para la necrología que resulte elegida por un jurado multidisciplinar e interclasista consistirá en su lectura por la propia autora ganadora; eso sí, cuando el que suscribe esté de cuerpo presente, no antes de haber partido de esta vida. Se admite el género lírico o elegíaco.

La nota necrológica que reseñe mi futuro, y ojalá muy lejano, fallecimiento, no debe ocultar mis rarezas ni flaquezas. Por contra, no deseo ditirambos ni venganzas póstumas. Supongo que incluirá una breve referencia al personal universo de mi escritura. Y otra a mi gusto "juanramoniano" por la mujer.

Y nada más ¿De acuerdo? ¡No cotilleéis en demasía!

Vuestro,
Manuel Mª Torres Rojas

Mientras el amor va y viene

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(el autor se va a la playa)

Diálogo primero

Con la noche a medio hacer, escribo a ella:

─ Mi cuerpo se pasea por la habitación llena de libros, versos y nada de ti.

Ella me responde:

─ Así lo quisiste tú.

Replico:

─ Esto quise de ti: ¡que fueras cuanto no has sido!

Al clarecer el día, recibo este mensaje de ella:

─ ¡Siempre quedan asuntos pendientes!

Envié esta pregunta por respuesta:

─¿El polvo del reencuentro tal vez?


(foto Ryan McGinley)

Diálogo segundo

Ella no demoró su respuesta a mi sutil planteamiento sobre la celebración del reencuentro con un buen revolcón:

─ Esta noche, querido, no puedo acompañarte…caigo rendida, también sola. Somos dos, solos y tontos.

Un caballero como el que suscribe siempre contestaría como lo hice yo:

─ Descansa como si la vida te fuera en ello ¡Qué inútil ser dos!

Ella mensajeó su réplica:

─ Cierto, hay que ser más simples, ser uno en lugar de dos.

Rematé la faena con un adorno por alto:

─ ¡Qué cansancio ser dos inútilmente! ¡Que tengas un buen día!

A la tarde siguiente, sin noticias de ella, decidí ensayar con una pregunta formulada en lenguaje propio de la diplomacia vaticana:

─ ¿Cómo ves la cuestión de un polvo de gala para santificar la reanudación de nuestras relaciones personales?

En cosa de segundos, ella escribió lo que sigue:

─ Pues claro, eso no lo dudes…


Diálogo tercero

Pasó el tiempo, me fui unos días a la verde y atlántica isla de Tenerife y otros cuantos a la aguerrida ciudad de Nueva York. 

La mujer delgada, larguirucha y de tez color de nardo de olor cambiaba conmigo mensajes telefónicos, unas veces de amor y otras de guerra.

Con la luna nueva de noviembre la niña blanca que echa chiribitas de oro por su alba piel me escribe en el teléfono: 

─ Manuel, ordenado, meticuloso, serio, perfeccionista. Y yo despistada, desordenada y alocada. Yo no sé para ti, pero para mí eres el hombre ideal. Tuya, mío.

Rodaron unos cuantos días más, que se fueron en el entrecruce de nuestras misivas, encendidas a veces, otras languidecientes. Así, lo mismo ella me decía esto:

─ Pronto me olvidaste guajiro. Ya me lo temía. Penita me da pero así es la vida.

Que esto otro:

─ ¿Y tu agenda femenina, cómo va?

Mis correos contenían lo mismo fórmulas elusivas que protestas de amor romántico. O pullas de antes, de cuando la infancia:

─ Si yo soy un manjuarí, tú eres una ornitorrinco flacucha y desgarbada.

Hace unos días la mujer, veleidosa cual veleta, me escribe lo que tiene pinta de la sentencia que pone fin a nuestra particular guerra de los sexos:

─ No soy para ti, mi querido Manuel, y no tengo intención de cambiar. Con los años uno va a peor y eso lo sabes tú bien. Dicen que los polos iguales se repelen. Evitemos las malas ocasiones. Así, si coincidimos alguna vez podremos echarnos unas risas, que son muy sanas. Eres encantador y contigo es imposible aburrirse, pero…

Su respuesta me dejó jodido. Cuando una mujer asevera rotundamente asunto tan inconcreto, mal se presentan las cosas. Mi cerebro, que es más elemental que el mecanismo de un chupete, hubiera preferido algo así como:

─ Mañana por la tarde, a eso de las siete, me esperas en tu casa con un magnum de Dom Perignon Vintage 2000 Extra Brut, bien enterrado en un balde repleto de hielo picadito.

La gorda del barrio

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(el autor, en su época de barman en una casa de citas)

Anoche fui testigo de una concatenación de acontecimientos miríficos.

En el restaurante La Trainera me cuentan que el edificio de la calle de Lagasca número 53 está sometido a un expediente de declaración de ruina, cuyo detonante final se debe a la caída, a plomo, de una señora que vive en el primer piso, cuando estaba sentada en la taza del retrete. No se sabe si para aguas mayores o menores. Testigos presenciales aseguran que la dama, que pesa 140 kilos de los de báscula alemana, apareció, in púribus, encastrada en el inodoro en mitad de la Droguería Ponce en ese momento atestada de clientes, por ser la hora de mediodía. Cayera por su propio peso o por la ley de la gravedad, el caso es que la vecina fue hospitalizada.

Despachada la cena, salgo del restaurante y héteme aquí que encuentro cortado el tráfico de la calle Lagasca por dos coches patrulla de la Policía Municipal, dos ambulancias del Samur tamaño king size y un camión de bomberos con largo brazo articulado. Muchos balcones abiertos en los edificios colindantes y una nube de vecinos curioseando.


Pregunto a Juan, el guardacoches, pues no huelo a chamusquina, ni veo desprendimientos de cornisas, inundaciones, terremotos u otros fenómenos. Me explica que la señora gorda está siendo ascendida hasta su piso, de vuelta del hospital, en una cubeta que remata el brazo del coche de bomberos. Me descoyunto de risa y me pierdo la parte final de la operación, esto es, cómo los esforzados bomberos consiguen introducir a la gorda por el balcón de su casa sin producir destrozos y sin intercesión de los dioses.




Me gustaría que el Ayuntamiento y/o la Comunidad de Madrid rindieran cuentas del coste total de la curación y ascensión de la obesa de mi barrio, teniendo en cuenta que las horas nocturnas de los policías municipales, bomberos, y equipos del Samur deben ser extraordinarias. Exijo un informe detallado del Ministerio del Interior sobre si esta dedicación especial de las fuerzas de seguridad del Estado y de los servicios de protección ciudadana al caso milagroso de la jamona de Lagasca, puso en riesgo o no a la población de la Villa de Madrid. Digo yo que si tal número de efectivos están dedicados a elevar a una gorda, será porque no están atendiendo a sus naturales obligaciones que se supone consisten en evitar atracos, violaciones u otras menudencias por el estilo.

Oséase, que si la gorda del barrio quiere seguir engordando, debe procurarse ayuda sobrenatural y no gastar dinero de los contribuyentes. Y no forrarse a ingerir grasas poliinsaturadas sean del origen que sean.


Me llegan hoy dos nuevos datos sobre la prodigiosa aventura y desventura de la gorda de Lagasca número 53. El primero es que el peso de la gorda va subiendo. Ya no se habla de 140 kilos si no de 150 ó 160, lo que aporta consistencia a la historia. El segundo, que añade verosimilitud, es que no fue el brazo articulado del coche de bomberos quien finalmente depositó a la gorda en su piso, sino la fuerza bruta de cuatro hercúleos bomberos quienes la subieron, en tresillo de tres plazas, por las escaleras del inmueble semi-ruinoso.



¿Cuál es la más hermosa?

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(foto del autor)

Entre el clavel y la rosa,
¿cuál es la más hermosa?
El clavel, lindo en color,
y la rosa todo amor;
el jazmín de honesto olor,
la azucena religiosa.
¿Cuál es la más hermosa?

Este verso pertenece al estribillo de una canción popular de la Edad Media, que Tirso de Molina glosa en un poema escrito en la época del Barroco.

Carta manuscrita a Rubén Darío

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(foto Manuel María Torres Rojas)

  Madrid, enero de 1905

"Aún no han salido sus versos en Blanco y Negro. Es un periódico que marcha con las estaciones: en primavera, rosas; en verano, espigas; en otoño, crisantemos; en invierno, nieve. Y no hay quien lo saque de su paso. Supongo que esperan la primavera para dar vuelo a sus versos. Cosas…"

                                                      Juan Ramón Jiménez


Juan Ramón, el mejor poeta en lengua española desde nuestro Siglo de Oro, escribía maravillosamente incluso las postdatas de sus cartas a mano. Para muestra, valga este botón. 

Mañana...¿será lo mismo?

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Mañana cumplo años.
Miro en torno y
hallo que todo
es lo mismo y
no es lo mismo. 
Mi barba está blanca...
Y todo es lo mismo y
...no lo es.



Mi huerto nada menos

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(el autor antes del huerto)


Del monte en la ladera
por mi mano plantado, tengo un huerto
que con la primavera,
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperanza el fruto cierto


(Oda a la vida retirada. Fragmentos.

Fray Luis de León)

En el quinto año de la séptima década del pasado siglo determiné pasar el estío en compañía de nadie. Polvo, sudor y hierro, en el  seco erial de la meseta castellana. Terminaría así unos estudios universitarios que me tenían harto. Harto de tanta anormalidad artificial. Fue mi primer verano sin veraneo.

Mi otro propósito, genuino y no confeso, era el de labrar un huerto en el piso paterno, vacío durante la canícula.

El primer designio no requería sino de unas horas de estudio cada madrugada, a menudo sentado en el balcón, por si se levantaba la fresca, que no lo hacía ni con las claritas del día. Desde siempre, las madrugadas han sido para mí la parte final de la noche, nunca comienzo del día. Me gusta atar la luna con el sol.

El segundo empeño fue planificado meses antes con rigor y disciplina cisterciense. Consistía en convertir mi dormitorio, la habitación contigua y el cuarto de estudio que hacía mediana con ella, en un huertecito. Recogería sus frutos a finales de septiembre, antes de la vuelta de mi familia y otros animales.

Pero había más. Algo que constituye el nudo de esta historia. Quería que mi gran secreto, mi mayor tesoro, medrase un tiempo en mi suelo, en tierra propia.

El tesoro databa de mucho antes de Cristo, pues era contemporáneo de Buddha.

Un tío abuelo mío, por parte de madre, se había casado con una maharaní hindú, a quien llevó a vivir a Granada desde las lejanas orillas del río Jhalum en el valle de Cachemira.

No tuvieron hijos y sí un gran afecto por mí. Me contaban historias preciosas de la India, de los vedas y del budismo. Alguna vez me sentaron a meditar con ellos en el carmen que tenían por el Albaicín. Yo era un crío que gustaba del silencio y conseguía poner la mente tranquila y calma, lo que me procuraba paz y bien.


(el autor en el huerto)

Una tarde de Corpus andaba yo con los maharajás en su Carmen granadino cuando se presentó el mecánico de casa para llevarme a no sé qué gaita familiar. Me disgusté mucho, pues los tíos me habían prometido contarme, a la puesta del sol, la historia del Buddha niño, cuando de muchacho todavía se llamaba Siddhartha Gautama.

Para consolarme, mi tío me tomó de la mano y me llevó a su torre‑estudio, clausurada siempre por una llave de plata que colgaba de su cuello y de un cordón trenzado con hilos de oro y seda magenta.


El torreón era un sueño. El sueño de mi vida. Servía de observatorio astronómico, de laboratorio de alquimia, de biblioteca de libros teúrgicos y de teosofía y también de recoleto fumadero de opio. Mi tío abrió mi mano derecha para cerrarla a poco sobre un cofrecillo anacarado.

Habló así:

- No te enfades por pequeños contratiempos. Tampoco por los grandes pesares. Tienes muchas vidas para ser feliz. Cuando crezcas, siembra esta semilla en tierra por ti bendita. ¡Ah y no olvides que primero debes ablandar el grano en agua caliente durante tres semanas, a contar desde la luna nueva de enero de cualquier año impar.

Pregunté:

- ¿Qué árbol será cuando fructifique?

Escuché su respuesta:

- Un árbol sagrado, pues es simiente del gran árbol de Bodhi, donde Gautama “El Despierto” tuvo su iluminación. Es el árbol de la ciencia.

Me dejé conducir por el chófer hasta la vana celebración familiar. Pero aquella tarde yo había aprendido de mi tía hindú un principio de incalculable valor espiritual. Me reveló que la tradición de su tierra favorece el abandono de la vida convencional al llegar a cierta edad, después de haber cumplido con los deberes de familia y de ciudadanía. Este sabio consejo no me fue arrebatado nunca.



(el autor después del huerto)

Carta de un amigo a una amiga de mi amiga

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(el autor de este enredo, enredando en Atenas entre monedas y sellos)

Llega a mis manos la carta que un amigo de mi amiga envía a una amiga suya, correo que, con permiso de todos los presuntos implicados, transcribo tal cual, sobre todo porque está redactada por mí:


““Entre amigos no hay ofensas que agravien largo tiempo. No pasa nada, salvo las huellas de arañazos que, irremediablemente, quedan un tiempo sobre la piel del corazoncito de cada uno.

En los últimos años, he escuchado, en varias ocasiones, la teoría de la superior velocidad de sus circuitos cerebrales y conexiones neuronales en boca de mujeres fuertes y presuntamente independientes y autosuficientes. Sin ir más lejos, una de mis hermanas la esgrimió, hace pocos días, ante su maridito lindo. Del otro lado del género humano, mi mismísimo padre, persona de trato difícil y en ocasiones desagradable, solía decir: "Cuando fulanito va, yo he ido y he vuelto tres veces".

En lo que a mí concierne, en esta etapa de mi vida, prefiero vivir la vida en "tempo moderato" que, como bien sabes, es un movimiento intermedio entre el "andante" y el "allegro". Hace unos meses, una mujer con la que tonteaba un poco me dijo:

- Es que yo trabajo en tres pistas a la vez...

Mi respuesta, formulada con respeto y afecto, fue como sigue:

-Por eso será que estás siempre dispersa y difusa...Trabajar simultáneamente en tres pistas es bueno para el circo, pero no deseable para vivir en paz consigo mismo.””


Por mi parte, desconociendo qué cosas acaecieron entre esa pareja de cuerpos y almas, uno mujer y otro hombre, no me queda más remedio que sacar a relucir las viejas dudas que abrigo sobre la posibilidad real de que una persona hombre y otra persona mujer quienes, tiempo atrás, compartieron sexo, puedan transformar su relación de escalofríos y relámpagos en otra de simple amistad.

Y no se diga si uno de ellos mantiene encendido el rescoldo de su amor hacia él o hacia ella ¡Sería preciso tener en las venas sangre de horchata!

Cuestión de tamaño

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Sin remedio, que no lo tengo.

Me pregunta una lectora:
-¿Por qué no escribes de una vez por todas un libro gordo?
Como tampoco tengo propósito de la enmienda, voy a explicarme ahora.

Mi escritura está en la órbita de la “cortedad en el decir” y obedece a la estética de lo menos. Procuro escribir “a la pata la llana”.

Estas obritas mías evitan ocupar muchas horas de mis lectores, que a buen seguro las necesitan para otros menesteres más gratificadores.

Además, cierto pudor me impide publicar nada más extenso de lo que yo mismo acostumbro a leer. Mis ojos son un poquitín présbitas y mi ánimo de lector también está cansado. Y cada edad tiene su literatura apropiada.

A mis años cuesta menos leer poesía que prosa. Las novelas que merecen la pena, leídas fueron por mí cuando podía hacerlo a la luz de una vela. O con una linterna debajo de las sábanas, para eludir así la vigilancia materna en lo que al cumplimiento de los horarios escolares y familiares se refiere. Al día de la fecha no pienso despestañarme por leer grandes éxitos de ventas, a menudo mal traducidos del idioma sueco o del malgache, por poner un ejemplo. No estoy dispuesto a dejarme enredar por los cantos de sirena de grandes campañas publicitarias y mediáticas. No.

Así lo veo yo: si te gusta escribir y ya eres mayorcito, hazlo breve y lee poco. Si prefieres la ficción, toma algo de tu memoria, aunque no tenga trama ni desenlace. La memoria conserva lo que debe ser archivado y sabe más de ti que tú mismo. Tu caletre no podrá inventar nada mejor que lo realmente vivido por tu cuerpo serrano. Lo complicado, a menudo, es conciliar las ganas de vivir con los deseos de escribir.


Hace unos años me dio por editar algunas de mis cosas, en pequeñas tiradas de autor y no venales. Bien idos sean aquellos tiempos.

Por último, si lo que cuenta es el tamaño, junten mis improbables lectoras una docena de estos relatos, publicados o no, y tendrán un instrumento de buen porte

Lanzarote. Naturaleza viva. Begoña Hernández.

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ÓLEO. "CRÁTERES" 100 x 46 cms


No hay nada más dinámico que el éxtasis pleno de naturaleza . El arte de Begoña, mujer, pintora y poeta, es un arte de armonías, más que de contrastes.

En lo natural, con lo natural, con la naturaleza, Begoña es natural en su obra. Soledad y tiempo, sin artificios. Claridad. Equilibrio sensual entre dinamismo y quietudes en sus colores, olores y sabores lanzaroteños. Recomiendo vivamente la exposición actual con sus últimos trabajos.

                                                               Manuel María Torres Rojas. Otoño 2013.



Begoña Hernández




Romance de Ayala

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(foto del autor)

Cerrojos de hambre y espinas,
tristeza de Carmelitas,
allá en tu Ayala amanecen,
mientras mi alcoba se crece
helándome el corazón.

¡Qué lejos te llevaría!
¡Si pudiera, vida mía!

Pasión y emoción cedieron
ante el yerro de razón
y mudaron en estatua
los gestos del corazón.

¡Oh Carmelitas descalzas
devolvedme el mío amor!
Sola y muda ya me deja
Solo y mudo ya marchó.


¡Déle Dios buen galardón!

Hay un idilio dormido...

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(fotos tomada por mí)

Hay un idilio dormido
en el fondo de mi alma.
 JRJ


...en lo hondo de mi corazón.
MTR

Yo me voy a los cafeses

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(foto tomada por mí)

Yo me voy a los cafeses
y me siento en sus sofases,
me pido unos canapeses
 y me alumbran los quinqueses
con las lumbres de sus gases.

(Ramón Gómez de la Serna, modificado por un servidor de ustedes)

Madrid en gris (primer capítulo)

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( arriba primer día de colegio; debajo, último )

Nací el segundo día de un otoño del siglo pasado en la Maternidad de Santa Cristina, en la calle de O’Donnell de Madrid. Los vein­tiséis años siguientes viví en el domicilio familiar de Claudio Coello 38, 3º izquierda.

Mi madre me parió con dos defectos de fabricación, que me diferencian de la mayor parte de mis semejantes. El primero consiste en creer que todas los personas somos iguales. O sea que, ingenuo de mí, soy demócrata de nacimiento. Mi segunda deficiencia origi­nal es que soy del Atleti. Como mi padre y como mi hijo.

Conservo la foto de mi primer día de colegio y también la imagen de la comida que puso fin al último curso, entonces llamado preuniversitario. Entre ambas, nada más ni nada menos que once añitos de mi vida, a saber, parvulitos, párvulos, elemental, in­greso, los cuatro cursos del bachillerato elemental, más quinto y sexto de letras y el preu como remate. En el preu estudié a fondo el Polifemo y las Soledades, y a Góngora todo, de la mano de los trabajos de Dámaso Alonso. Sin la menor duda, el mejor curso de todos, con gran diferencia.

En mi llegada al colegio estoy acompañado de mi madre, con traje de chaqueta gris y velo negro, con su mano derecha rodeando el hombro de mi hermana E., con coletas y boina del uniforme de las Esclavas del Sagrado Corazón. La mano iz­quierda de mi madre aprieta la mía derecha y en la izquierda tengo una cartera de piel. Llevo pantalón corto, calcetín blanco, zapatos de cordones, jersey oscuro, corbata gris, o así parece, y camisa blanca. Figuro repeinado con raya al lado izquierdo. De­trás, mirando al fotógrafo, mi hermana M. A., vestida también con el uniforme de “las esclavitudes”, con una cinta al cuello y su medalla de “hija de María”.

Los cuatro hablamos con un sonriente padre Armentia, quien tiene en sus manos una suerte de diploma enrollado. A la izquierda del padre Armentia hay un marianista de los llamados “levitas” a quien no reconozco. Se conoce como levitas a los religiosos marianistas no sacerdotes. 

Cierro los ojos, doy un salto de once años, largos, larguísi­mos, y examino la foto de la comida que puso fin a preu. Veo a Rafael Spottorno, quien hoy acaba de ser nombrado Jefe de la Casa Real, con gafas de concha y su acné de siempre y a Julio Wais con su pelo peinado hacia atrás quizá pensando ya en África y sus misiones. Me veo a mí mismo, muy delgado y con un clavel en una chaqueta de lino color marfil. A mi lado Javier Temes con su cara de montañés y más allá a Martín Amézola, conocido por “El Rano”, un chaval pícaro y mal estudiante, pero buen jugador de fútbol.



Entre las dos fotos median once años de mi vida. De Claudio Coello 38 a Castelló 56, camino que recorría cuatro ve­ces al día ya que nunca fui mediopensionista y, por cercanía, tenía el privilegio de ir a comer a casa. No digo que se comiera mal en el Pilar, que fama tenía de lo contrario, gracias a Don Ramón, vasco de pro y canaricultor, sino que prefería volver a casa a mediodía antes que permanecer dos horas más en el colegio. So­bre todo porque muy pronto advertí que, para lo que aprendía, hubieran bastado tres o cuatro horas en jornada de mañana. Se perdía muchísimo tiempo en el colegio, como se pierde hoy en los despachos, en los ministerios, y en cualquier espacio en que se junten muchas personas. 

Siempre aprendí más yo solo, en la calle o leyendo o pensando en las musarañas, en las Batuecas, o en propia Babia. Leo hoy que Buzzati y Gracq  sostienen que la espera es el eje de la vida. No lo creo, pues, antes o después, uno siempre llega allá donde alguien nos espera. Para mí, la clave nuestra existencia es el momento en que adquirimos conciencia de la noción del tiempo perdido, desperdiciado ¡Que nos devuelvan inmediatamente el tiempo que nos han hecho perder!


(el autor ha fotografiado el caótico estado de las calles de Madrid a la fecha de hoy)

Madrid en gris (segundo capítulo)

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(Madrid ayer triste...)


(... hoy triste y sucio)

Cuando llegaba la época de la fruta de hueso, sobre todo albaricoques, guardaba los güitos para irles frotando contra las fachadas de los edificios, desde casa hasta el colegio, de forma que, una vez conseguido desgastar la parte picuda del hueso, y después de sacar con unas pinzas la semilla, fabricaba un silbato que sonaba a todo menos a urbano.

En el colegio pasé once años de invierno y trámite sin saber que con la universidad llegaría la primavera. En cambio, sí sabía que había veranos y que éstos se llamaban Campoamor y Los Cipreses. Siempre fui estudiante de buenas notas, muchas veces de las llamadas “doradas”, porque tenían una orla o cenefa de purpurina que yo raspaba con una cuchilla de afeitar desechada por mi padre, a fin de guardar el dorado polvo en un frasco de cristal. Las notas llevaban sello de Don Andrés Pérez Asenjo o de Don Clemente Cerri­llo, que eran los directores de estudios de pequeños y de medianos, respectivamente.

Apenas si puedo traer a la memoria la figura de algunos profesores, pero sí al cura Sedano, al padre Miguel y a un levita de Burgos por nombre Don José. Recuerdo al “Vinti”, así llamado porque en su clase de matemáticas decía “vinticinco”, “vintiséis”, “vintisiete”... Recuerdo a Don Genaro, que nos explicaba francés, con mal acento pero buena gramática y sintaxis, pues el método Perrier era espléndido. Me llevé bien con Don Antonio Apaolaza y gusté de sus explicaciones sobre historia del arte. Conforme avanzaban los cursos cada vez había menos religiosos marianistas y sí más seglares contratados.

Entre sobresalientes conseguí matrícula de honor en la reválida de cuarto, en la de sexto y en preu, con la nota más alta del distrito universitario de Madrid. Hoy es el día en que no sé para qué quería tan buenas notas y menos aún por qué quise darme tanta prisa en la Universidad y terminar Derecho en cuatro cursos. Mejor hubiera sido utilizar los cinco años de reglamento, agotando de manera natural la etapa más feliz de mi juventud, etapa que narraré, si lo hago, como cuento de primavera. Ya se sabe que todas las cosas cambian con la primavera. Crecen en hermosura.

Este relato de niñez y adolescencia transcurre en unas pocas manzanas del barrio de Salamanca, las comprendidas entre la Castellana, Goya, General Mola y Lista. En la esquina de Claudio Coello y Goya, se situaba el Bazar de la Unión, frente por frente con La Casa de las Maletas. En la esquina de más arriba, Claudio Coello con Hermosilla, estaba el Teatro Infanta Beatriz y en el adoqui­nado se veían los raíles de un tranvía que ya no subía por Hermo­silla pero que continuaba “rielando” por el paseo de La Castellana.

La vaquería La Vegamiana estaba en Hermosilla 22 y la farmacia de Goya lindante con La Casa de Las Maletas era de una licenciada apellidada Bagazgoitia. Los patios de nuestro piso eran tres, con sus olores a berza y cocido, sus ruidos familiares a máquinas de coser Singer y el permanente soniquete de fondo de Radio Madrid y la copla española. También deambulan por mi cabeza las sombras de Avelino el fumista, de Valentín Bule, el electricista, de Pedrito el colchonero, de Manolito la Lastra, pedicuro de mi madre, y de otros curiosos personajes como Damián el carpintero. Tipos más propios de un Madrid galdosiano que del Madrid de hoy, remedo de nada. Manolito la Lastra y Juanito Matarín fueron los primeros homosexuales que vi en mi vida. Matarín se vistió de mujer en el curso de una fiesta de ma­yores celebrada en casa. Por lo visto había sido ayuda de cámara de un viejo aristócrata o príncipe ruso y terminó cosiendo muñe­cas criollas vestidas a lo Carmen Miranda.



( foto Masao Yamamoto )

Madrid en gris (tercer capítulo)

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(portal de la casa que me vió nacer)

Hoy ha muerto el pez más grande y viejo de mi acuario y ello me lleva a recordar mi primer intento de tener uno. En el Madrid de mi niñez no era fácil encontrar los elementos que conforman un espa­cio autosuficiente como es un acuario. No había tiendas dedica­das a ello puesto que el nivel de vida no lo permitía. Tracé un plan con Avelino el fumista, cuyo taller lindaba con el portal de Claudio Coello 38, según se mira de frente, a mano derecha. A mano izquierda había una panadería regentada por la “señá” Casilda.
Avelino, con gran cariño y mimo, me hizo un acuario con cristales embutidos en armazón de hierro. Intenté criar peces de agua fría al no haber en mi ciudad peces tropicales, de más fácil reproducción en cautividad. Conseguí unos ciprinos dorados y unas algas de las que flotaban en el estanque del Retiro y también arena de río de una obra del barrio que tenía un cartel que decía “Hay arena de miga”. Con todo ello organicé lo que debería haber sido un perfecto y viable espacio biológico.

El desastre acaeció por varias causas. La primera, porque Avelino había ensamblado los cristales con masilla de la que se utilizaba para sellar ventanas, tóxica para peces y otros seres vivos. También influyó no contar con una pequeña bomba de oxígeno, por no hablar de filtros para el agua y de otros elementos más sofistica­dos. Total, que fueron muriendo aquellos animalicos, a pesar de que diariamente les cambiaba el agua. Aquí interviene el cloro como otro factor más de la tragedia ecológica. Y eso que en aque­llos años el agua del barrio del Salamanca era del río Lozoya y aún no se mezclaba, como se hizo más tarde, con la del Canal de Isabel II.Llegado aquí me pregunto para qué diantres escribo. Releo en Kafka que un libro debe ser como hacha que rompe el mar de hielo que recubre nuestro corazón. Supongo que se refiere al corazón del lector… ¿qué pasa con el del escribidor? Si indago el motivo de contar mi infancia, viene en mi ayuda Rilke en sus “Cartas a un joven poeta”: "... y aunque estuviera usted en una cárcel cuyas paredes no dejaran llegar a sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no seguiría te­niendo siempre en su infancia esa riqueza preciosa, regia, el tesoro de los recuerdos? Vuelva ahí su atención..."



(adivinen ustedes quién soy yo...)

Releo lo escrito sobre mis largos años en el colegio, y medito sobre el carácter selectivo de los recuerdos. Me resulta difícil encontrar recuerdos felices o gratos del colegio y ello sin dejar de reconocer que, en aquellos años de opresión y de nacionalca­tolicismo, aquel colegio de curas marianistas tenía, probablemente, mayor tolerancia y libertad que otros centros en que la burguesía madrileña criaba a sus alevines. En El Pilar “sólo” era obligatoria la misa un día a la semana, domingos y festivos aparte. Las clases de religión no eran apabullantes y tampoco las presiones en materia de confesión y de comunión. Tomo una cita de Eduardo Haro Tecglen, que en paz descanse, a quien he leído con gusto y de quien siempre aprendía algo: François Villon en ¡1431! escribió “Tant aime‑ton Dieu, qu’on fuit l’Église”. Hoy hubiera escrito “... qu’on fuit les Églises”.También es verdad que yo era buen alumno y que mi natural sen­tido pragmático, hoy deteriorado por mi deriva más radical, me hacía navegar mecido por la corriente, evitando plantear problemas de calado. Pero el último re­ducto de mi pensar era mío. Inescrutable. “El pensamiento no delinque”, sobre todo si no se formula, añado yo.

Durante los larguísimos años de cárcel colegial no padecí ni fui testigo de esa lacra llamada pederastia. No hace tanto tiempo un ex compañero de clase me dijo que él sí había sufrido abusos en nuestro colegio. 

El colegio de la calle Castelló nº 56 tenía poco espacio para jugar y para el deporte. El recreo lo pasábamos encajonados en los patios de esas inmen­sas moles neogóticas que fueron originalmente construídas para albergar doncellas de familias venidas a menos. Cuando éramos algo más mayorcitos nos cruzaban, en fila de a dos, a la otra acera de Castelló para jugar en el “solar”. El solar era eso, un solar propiedad de los marianis­tas, situado enfrente del “cole”.

Aquel terreno de juego era un pequeño y alargado campo de minifútbol. Divertimento aña­dido era la natural inclinación del terreno en sentido de norte a sur. Quiere decirse que el juego del fútbol era muy distinto en el primero o en el segundo tiempo, se­gún hubiera correspondido el sorteo. En un caso jugabas cuesta arriba y en otro a favor de una pendiente muy pendiente. En el extremo sur del solar estaban los urinarios, pegados a un taller de meta­lurgia establecido en el mismo edificio en que se ubicaban que los Laboratorios TEBIB, edi­ficio que hoy reformado por obra y gracia de Construcciones San Martín. En el norte de aquel solar había un cobertizo con columnas que servía, mal que bien, para jugar al frontón. El solar fue vendido por los marianistas para viviendas de nueva planta. Cero en conducta y cero en aplicación para los curas.

Madrid en gris (capítulos cuarto y quinto)

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( autor y hermana en el parque de El Retiro )


Capítulo cuarto

La calidez que no encontré en el colegio, probablemente porque los colegios no están pensados para ser cálidos sino para meter dentro de las estructuras de la sociedad a los chavales, sí anidaba en nuestra casa, en el 3º izquierda de Claudio Coello 38. Era y es un edificio como tantos otros, y no de los más nobles, del barrio de Salamanca de Madrid. Supongo que data de primeros del siglo XX, con una arquitectura anodina, un portal sin mérito alguno y la estructura clásica concebida por el marqués de Salamanca.

A saber, en mi barrio los inmuebles suelen tener una escalera prin­cipal, con su ascensor, que en nuestro caso era de la firma Munar y Guitart, y otra escalera de servicio con un montacargas, a fin de dar acceso a pisos de segunda categoría, esos que no tienen balcones a la calle sino ventanas con vistas al llamado patio de manzana. Quiere decirse que aquel inmueble era una espe­cie del “up and down” de los edificios ingleses, pero en horizontal.

Las familias más pudientes vivíamos en los pisos exteriores y las menos en los pisos interiores que, en el caso de Claudio Coello 38, eran muy luminosos, puesto que el patio de manzana es inmenso. Según fuera su orientación, resultaban incluso más agradables, por su luz y su silencio, que los pisos exteriores propiedad de los “seño­res” más principales.
El marqués que construyó nuestro barrio tenía una gran fortuna, que se jugó con variada suerte en diferentes aventuras empresariales. Fue Ministro de Hacienda, y de Justicia, con Isabel II. Pagó la deuda nacional con su propio dinero. Fundó los ferrocarriles españoles. “Fichó” para su palacio de Madrid, en el paseo de Recoletos, al cocinero del Zar de todas las Rusias. E instaló en él la primera bañera de agua corriente que hubo en Madrid.





Arriba cuento que en Claudio Coello 38 había dos ascensores, el principal y el montacargas de servicio. Con ambos tuve experiencias inquietantes y repetidas. Cuando subía yo solo, una vez apretado el botón del tercer piso, el “elevador” no obedecía la orden y seguía subiendo al cuarto, al quinto, y al sexto, en donde rebotaba en algún tope anclado en el techo. Entonces em­pezaba una caída que nunca era excesivamente rápida pero sí constante y alarmantemente progresiva. Me daba tiempo para pensar si en esa ocasión el trom­pazo sería grave. Ensayé y perfeccioné una técnica que consistía en dar un salto de forma que anulase el porretazo contra los grandes muelles del armazón exterior del ascensor. También me hice diestro en la práctica de abrir las puertas interiores y exte­riores del ascensor y bajarme en marcha. Para ello era necesario pulso y cálculo, pues en aquella operación de desalojo el artefacto volante había de coincidir exactamente a ras de un piso cualquiera.

Estas aventuras “ascensoriles” no me han producido pesadillas con escalofríos y sudores y esas cosas que se leen en los libros. Cuando las recuerdo, tantísimos años después, me doy cuenta que me pude haber matado. Sencillamente. Pero no sueño con ello.

En Claudio Coello la vida familiar era plácida. Como yo soy el sexto de los hermanos fui naturalmente educado por los mayores y, sobre todo, por la yaya Sagrario en quien mi madre, que bastante tenía con ir pariendo a todos sus hijos y con aguan­tar el carácter de mi padre, delegó nuestra educación. Tan es así que al nacer mi hermana Nita, que me sigue a mí en la escala, cuando en la clínica bajaron a la criatura del nido se apoderó de ella la yaya Sagrario y preguntó a mi madre, postrada en cama después de su octavo parto, más varios abortos espontáneos entremedias, si de la niña se iba a encargar la señora o ella “como siempre”. Mi madre se limitó a mirarla con ojos de dolorosa sin decir ni pío.


Capítulo quinto


El sistema funcionaba porque el sueldo que entraba en casa, que no podía ser grande funcionario del Estado como era mi padre, bas­taba para las necesidades de familia tan numerosa, administrada con austeridad. No me olvido de lo que heredó mi madre ni de algunos negocios atípicos en los que invirtió mi padre. Incluso nos podíamos permitir el verdadero confort de una casa de tantas bocas a alimentar, esto es, un buen servicio doméstico. En Claudio Coello, en sus épocas de esplendor, trabajaban hasta cuatro tatas internas y una asistenta que venía diariamente desde su castizo barrio de Lavapiés.

Además, se contaba con la ayuda de una modista y de distintos oficios que hacían que aquél hogar de postguerra funcionase como un reloj. Nuestras comidas y cenas estaban bien equilibradas dietéticamente y siempre se celebraban a horas fijas: el almuerzo a las dos y media y la cena a las nueve y media, todo ello en nuestro cuarto de estar “de los menores”. Los críos comíamos en la mesa de los mayores, en el comedor principal, solamente los días de fiesta o cuando se celebraba algún cumpleaños. Nuestra casa se dividía, mediante una puerta de cristales situada en el ángulo central del pasillo, en dos mundos separados. Los niños jamás traspasábamos la barrera de cristales, sin con permiso de la autoridad competente y a fin de saludar a las visitas, una vez convenientemente acicalados a tal efecto.

La casa tenía buena calefacción, central y de carbón, de las que todavía quedan algunas en el barrio de Salamanca. Todas las habitaciones con radiador, salvo la mía. No encuentro ningún motivo especial para sentirme discriminado, simplemente me tocó aquélla, el cuarto del fondo (en “cul de sac” dirían los fran­ceses) al que se accedía por otro dormitorio. Para entrar y salir de mi cubil, compartido muchísimos años con mi hermano José Ignacio, era preciso e inevitable pasar por el que ocupaban mi primo Pepe Ramos y mi hermano Miguel, que era el primogénito.


Que mi cuartito tan pequeño no tuviera radiador no era grave puesto que el piso estaba suficientemente caldeado. En algunas noches frías de invierno mi madre entraba, cuando es­taba ya metido en la cama, con una palangana recu­bierta de porcelana. Vertía en ella dos o tres dedos de alcohol y prendía fuego. El efecto era mágico: en un minuto el cuarto se ponía a 35 grados, supongo yo que por poco tiempo. Suficiente para coger el sueño con los carrillos colorados del calorcillo.

El pediatra familiar era el doctor Federico Rodrigo Palomares. Se parecía a Humphrey Bogart y era un santo. Nos vacunaba en fila, como en la mili. Y nos decía a cada hermano el tiempo que podíamos bañarnos en el mar. A ojo de buen cubero.

El invierno es siempre gris y más en los grises años de la posguerra. A este propósito leo en Günter Grass que el valor básico en la vida es el gris. Dice Grass que los valores absolutos, el blanco y el negro, sólo existen en realidad como una abstrac­ción. Para Grass sólo existe el color gris y la literatura debe inda­gar entre los distintos tonos de gris y tratar de percibir en ellos, sus matices. Será así. O no. Un pintor checo llamado Lüpertz dice que al artista le influye mucho más la luz de su calle que su nación. Amén.

Madrid en gris (capítulos sexto, séptimo y octavo)

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Madrid en gris (capítulo sexto)


( el autor con Ivonne )

Apenas sí servidor tenía obligación de hacer deberes o tareas. Mi padre jamás me preguntó por ellos, dado que yo llevaba invaria­blemente buenas notas a casa, notas que él apenas sí miraba. La costumbre de mi padre de no comentarme los resultados de mis distintas etapas escolares se mantuvo invariable, incluso cuando obtuve el premio extraordinario de licenciatura. Ni una sola palabra de aliento oí de su boca.

De niños nos llevaban al Teatro Infanta Beatriz a ver las matinés de Cholín y Tuercebotas. Algunos domingos íbamos a sesiones dobles en los cines, hoy desaparecidos, llamados Príncipe Alfonso y Colón, ambos en la calle Génova. A veces usábamos el metro, línea Goya, Velázquez, Serrano, Colón, Alonso Martí­nez, Bilbao, San Bernardo, Argüelles.

Cuando yo tenía cuatro o cinco años los hermanos que entonces llevaran la voz cantante decidieron ver una película sobre la vida del gran Caruso que proyectaban en el cine Carlos III. Notaron que yo me resistía y quisieron saber por qué. Expliqué que no me gustaban las películas de ópera. Mis hermanos se sorprendieron por juicio tan rotundo. Me preguntaron:

-“pero... Manuel María ¿tú sabes qué es la ópera?”.

-Yo les dije: “la ópera son negros que salen y cantan y bailan”. 





Es evidente que me estaba equivocando con el jazz. Hoy en día confieso que me gusta mucho más el jazz que la ópera. Los discos de baquelita que había en Claudio Coello, anteriores al vinilo, eran de zarzuela y de revistas musi­cales, sobre todo de Celia Gámez. Recuerdo “El Águila de Fuego”, “Las Leandras” y “La Montería”. De 33 revoluciones, en formato llamado long‑play. Por allí andaban, ya en vinilo, el mambo de Pérez Prado y los boleros del viejo trío Los Panchos y cosas así. El Trío Calaveras no se cansaba de cantar “Por el camino verdeeee…que va a la ermita”




Madueño, hoy cura en Patagonia, y yo fuimos muy aficionados a jugar a los bolos americanos. Con doce o trece años lo hacíamos en la bolera del Carlos III (hoy sala de fiestas) o en la del cine Bilbao. También en la del cinema Benlliure. Después de jugar nos tomábamos en cualquier bar una cazuela de champiñones y otra de gambas al ajillo. Las Navidades eran gratas, a lo que con­tribuía la llegada desde Granada de vituallas que duraban más allá de las fiestas. Del cortijo de los abuelos en Martos, provincia de Jaén, provenían las alcuzas de aceite y de la finca de Granada los pavos vivos que llegaban en seras de esparto cosidas con har­pillera, de manera que los animales tenían la cabeza fuera. De­beré hacer un esfuerzo para recordar cómo se llamaba la agencia de transporte que estaba por Atocha. También arribaban orzas de barro con lomos de cerdo adobados enterrados en manteca del propio animal. Las monjas de Santa Clara y las de Chauchina nos enviaban ricos dulces de indubitado origen árabe. Los roscos de anís, los alfajores, los mantecados, los polvorones, los batatines, las yemas y otras golosinas no faltaban en nuestra mesa en los días de Navidad ni los mazapanes, alfandoques y turrones. Los pavos se “estabulaban” en uno de los patios de Claudio Coello, precisamente al que daban las cocinas y mi dormitorio.




Evito sofocos al improbable lector si aviso que he comprobado que harpillera se escribe con hache. Las monjas de Santa Clara eran y son las Clarisas capuchinas del Convento de San Antón de la calle Recogidas de Granada.

En una noche de Reyes de aquellos años tuve una experiencia preternatural. La pared de mi cuarto se iluminó y me invadió una emoción profunda. Era una luz tan hermosa como un atardecer de otoño. La luz se convirtió en un bienestar absoluto para mí. Al final devino en calabaza. Me dormí lleno de paz y armonía.

Que mi dormitorio diera al patio de los pavos, lo que objetivamente podría interpretarse como una mala orientación, era, sin embargo, divertido para mí por varios motivos. De pe­queño porque me permitía oír su gorgoteo extraño y el canto de algún gallo que también venía de la finca. De madrugada me des­pertaban las aves y yo, niño urbano, soñaba con el campo y sus exuberantes veranos. De más mayor, porque me permitía curio­sear por la ventana las actividades de las cocinas y sus fámulas.





Es­pecialmente las que trabajaban en la casa de los Durán, en el piso segundo, y que, quizás porque se decía que Don Florencio era un “mujeriego”, solían ser guapas y alegres. Una de ellas, malagueña y salerosa, me llevó algunas veces a un sotanillo oscuro que había en Goya llamado Los tres caballeros.
Gracias a ese patio de vecindad recibí una buena formación en la co­pla española que las radios difundían sin interrupción. La parte negativa eran las radionovelas, con guiones del escritor Guillermo Sautier Casaseca. Recuerdo “Lo que nunca muere” y “Ama Rosa” que duraban meses y meses, incluso años, interpretadas por el “elenco de artistas” de Radio Madrid. Por azares del destino un hijo del famosísimo autor fue amigo, años más tarde, de mi her­mano José Ignacio. Otro riesgo de los patios de mi casa era oír por obligación el consultorio de la Señorita Francis.


Madrid en gris (capítulo séptimo)



Hablando de radio recuerdo la importancia que tuvo en nuestras vidas un artista que vino de Argentina y que se llama o llamaba, pues ignoro si vive aún, Pepe Iglesias el Zorro. Fue una auténtica revolución y cambió el sentido del humor de aquella generación. Nos quedábamos despiertos hasta la hora en que la emisora, creo que la inevitable Radio Madrid, daba su programa que comen­zaba invariablemente con una cancioncilla que decía, después de una introducción con silbidos: “Yo soy el zorro, zorro, zorrito, para mayores y pequeñitos, yo soy el zorro, señoras, señores, de mil amores, voy a empezar...”.
Hoy es un lunes cualquiera. Un día de lunes frío y desapacible. He dado un paseo, a paso rápido, y he recordado una frase que hace mucho tiempo leí en Fernando Pessoa, el portugués que más influencia ha tenido en la literatura de su país en el siglo XX. Decía de sí mismo Pessoa que “lo que soy es un sueño que está triste”. Yo, más que triste, lo que estoy es harto. Una vez oí decir a una señora perteneciente al pueblo soberano, en el mercado de la Paz, que “estoy hasta el c... de hacer mandaos”. Pues eso, que me he hartado de hacer “mandaos” desde hace la tira de años. Excluyo los primeros seis años de libertad. Desde que nací hasta que fui al colegio.




Pienso en algunas de las personas que conformaban el entorno humano de Claudio Coello, mi origen. La señora Bibiana, con su toquilla de gruesa lana negra, era la “pipera” que nos suministraba semillas de girasol y golosinas en Goya, casi a la puerta del Metro, muy cerca del quiosco de la señora Emilia, quien era una gran trabaja­dora, cuya hija se malcasó con un picador que no le dio buena vida pues le salió vago y bebedor. La señora Eulalia gobernaba la cacharrería de Claudio Coello. Buena gente.

Isabel la asistenta era un maravilloso ejemplar humano del barrio de Lava­piés, un verdadero arquetipo de madrileña castiza. Venía a diario a casa. Muy temprano ya estaba en casa, trabajando en sus faenas, y no se marchaba hasta  que servía nuestra cena, la de los pequeños. Isabel era per­sona mayor, enjuta y menuda, con un rodete a manera de moño en su pelo cano. Pronunciaba unos dichos madrileños que me tenían impresionado: “Hijo, me has dejado sin una gota de sangre en el bolsillo”, me advirtió un día. Otro: “Manuel María, lleva cuidado que tu hermana te va a levantar la tapa del pecho de un golpe”. Eran comentarios al hilo de nuestros juegos en el pasillo de Claudio Coello, para nosotros verdadero estadio olímpico. Tan es así que en una ocasión, jugando al fútbol, de certero pe­lotazo arranqué de cuajo un teléfono negro de baquelita colgado de la pared. Tenía dos campanillas exteriores para que repicara bien el timbre y era de la Standard Electric.
Una tarde hice una entrada a mi hermano pequeño al estilo de la defensa del Real Madrid, con tan mala fortuna que, al caer, se partió un brazo y necesitó de una pequeña intervención quirúrgica y escayola.





Otro personaje del marco familiar era Isabel Ramírez Ramos, hermana de nuestra yaya, Sagrario, ambas de Ventas con Peña Aguilera, provincia de Toledo. Isabel Ramírez era soltera y servía a una familia en la calle del Conde de Aranda de nuestro barrio. Contaba confidencias graciosísimas de sus señores y de su señorito, que tenía un amigo piloto que traía piña tropical de Guinea. Era una verdadera fiesta la tarde que Isabel Ramírez venía a vernos con rodajas de piña fresca recién cortadas en­vueltas en papel de estraza. Hoy en día, siempre que puedo, sigo desayunando piña tropical fresca, que no de lata. Y papaya, “le­choza” en la dulce lengua de Venezuela. Que allá pronuncian “lechosa”.

Benita Hisado Ramos llegó a casa cuando yo tendría 9 ó 10 años para ocuparse de la cocina, puesto clave en la logística de un hogar de tantos hermanos. Si mal no recuerdo venía de trabajar en un bar-restaurante de Plasencia, Cáceres, y, con su “fichaje”, el nivel gastronómico de Claudio Coello mejoró notablemente. Otra tata, ésta oriunda de Noblejas, Toledo, se llamaba Victoria y sirvió en casa de doncella. Era simpática y muy dispuesta, como suelen ser las gen­tes de la provincia “del bolo”. También nos ayudó en casa, y mu­cho, Manoli Gegúndez Abuin, una gallega tímida y dulce que fue antecesora de la fiel Mely. Por medio anduvieron Basilisa y otras.

Atrás cité a un señorito. He de decir, sin complejos, que en las familias burguesas de aquellos años, era costumbre que las tatas tutearan a los críos hasta la edad de los doce años. Cumplida esa edad, justamente en el mismo día del aniversario, pa­saban a llamarnos de usted y de señoritos. Así llevé a cuestas semejante título hasta que, terminada la carrera y ocupándome ya de mi primer trabajo como abogado, fui “ascendido” a la dudosa categoría de Don y en ella me hallo.


Venga o no a cuento diré que me molesta el tuteo universal que hoy se ha impuesto. El tratamiento de Ud. no distancia nece­sariamente. Se trata de educación, respeto, cortesía, de consideración, no de distancia y menos de sumisión. Ahora bien, entre personas de parecida edad, el tratamiento de Ud. debe ser recíproco. No me parece equitativo que el “superior” o el “rico” tutee a un em­pleado o a un “pobre” o “inferior” y se ofenda si es correspondido. O am­bos de tú o ambos de Ud. Tampoco me parece de recibo que una enfermera de 25 años tutee a un venerable anciano semidesnudo mientras le introduce un tubo exploratorio por el recto.


Madrid en gris (capítulo octavo)


( del álbum familiar )

Escucho hoy un viejo disco de Alfredo Zitarrosa, el poeta y cantautor uru­guayo. Anoto aquí dos de sus pequeños y tímidos versos: en una de sus milongas, el estribillo dice: “y otra vez vuelvo a buscar por el ayer lo que nunca volverá”. También me ha susu­rrado Zitarrosa: “por esa misma cuesta marchó mi vida y mis años perdidos son mis heridas”.

Pienso si no es justamente eso lo que estoy haciendo en los últimos tiempos al escribir cuentos de infancia y de niñez. La nostalgia, la añoranza, y la melancolía del ayer, unidos a la llu­via gélida que no ceja de caer sobre un amor reciente y doliente, hacen que vuelva y vuelva hacia amarillos tiempos perdidos. En radio hispana FM, emisora hecha por y para inmigrantes de origen su­damericano, suena un bolero que dice “no me duele lo que perdí, sino lo que perderé”. ¡Qué jodido optimismo!

Hace un tiempo mi her­mano mayor ingresó, malamente enfermo, en el hospital de la Princesa de Madrid. En aquellas jornadas de preocupación y de familia he reflexionado, cosa que no había hecho nunca por ignorancia, sobre el funcionamiento de las clínicas de la Seguridad Social en este país de mis pecados. Mi juicio global de esta experiencia familiar con feliz final es favorable. A pesar de sus muchas imperfecciones, el sis­tema sanitario público funciona. Sorprendentemente, añadiría.

La circunstancia de que en una misma habitación convivan durante días enfermos de distinto origen y costumbres es enormemente compleja y aleccionadora. Los primeros días de estancia mi hermano tuvo como compañero de habitación a un hombre de cincuenta y tantos años con proble­mas cardíacos. Este buen hombre, de apariencia gitana, había recibido un tras­plante de médula espinal quince años atrás. Su mujer, gorda oronda y sonriente, alimentaba al enfermo con callos a la madrileña para almorzar y con fabada astu­riana para cenar, acompañados en ambos casos de oloroso chorizo. 


An­teayer fue ingresado, en la misma habitación que mi hermano, un rumano que enseguida me contó que había tra­bajado de conductor de autobús en Bucarest. Sufría un infarto de corazón y el hombre me pidió ayuda para que la enfermera entendiera que necesitaba algún analgésico para calmar el dolor de sus rodi­llas, dañadas por la postura y el frío de su viejo oficio en su viejo país. No supe averiguar a qué se dedica en Madrid. Le acompañan su mujer y sus hijos. Son personas educadas y afables. Supongo que pensarán que España tiene una sanidad pública ejemplar.

Hoy escribo al filo de medianoche, después de un día agotador. Mi hermano primogénito está mucho mejor y quiero ahora rememorar cosas sueltas, que quizás tengan des­pués hilazón con el relato. O no, vaya usted a saber.

Atrás hablé de la cultura radiofónica que se escuchaba por los patios de mi hogar de Claudio Coello. He oído o imaginado una frase preciosa: “Viejas radios rezon­gan canciones”. Así lo recuerdo ahora.

Y ahora quiero recordar las tiendas favoritas de mi madre, todas ellas situadas siem­pre en el barrio, en nuestro barrio; Zorrilla, Zornoza, Fémina, ellas tres en la calle de Se­rrano. La Lencería Ideal estaba en Hermosilla nº 12. Las señoras de aquel entonces eran atendidas sentadas en cómodas sillas situadas detrás del mostrador, puesto que ir de compras era significaba “echar la tarde”. A mamá le gustaba la tienda Mily o Milly, que no estoy seguro, también en Serrano. Su iglesia favorita era la del Cristo de la Salud de la calle de Ayala, cerca de Embassy. No iba, por contra, a la parroqia de los Car­melitas, también en Ayala pero más allá del cruce con Velázquez.



Cuando tocaba dentista nos llevaba al doctor Codina, en Castellana núm. 12, hombre sabio con espejuelos sobre la nariz que preparaba los empastes para nuestras caries infantiles en un mortero en el que molía una amalgama con plata y mercurio y otros metales pesados y tóxicos. Afortunadamente, en mi caso, debían de tratarse de muelas de leche, porque no me queda ni rastro de tal práctica odontológica. Después del sillón del dentista era rito la me­rienda en Yago, donde yo pedía invariablemente un sandwich de jamón y queso, un batido de fresa y unas tortitas con nata y caramelo. En Castellana 12 vivía fa familia Wais y Piñeyro, rubios y de ojos claros.

Echo de menos a personajes como Vicente, el barman de la Yago, pequeña y esmerada cafetería que estaba en Goya, al otro lado del portal de la farmacia Bagazgoitia. O como los hermanos Pedro y Jesús, colchoneros, cuyos descendientes aún regentan igual comercio en el mismo local y con el mismo nombre. Partidas de póquer interesantes jugué, ya universitario, en la trastienda de la colchonería. Tampoco olvido otros lugares, en este caso fuera del barrio, como la Sas­trería Espada en la calle Caballero de Gracia, donde Don Lucas, el sastre, nos cosía trajes desde pequeños, bien cortados y con buenos tejidos. En la misma calle de Caballero de Gracia, muy cerquita de la avenida de José Antonio, estaba la Casa del Niño, especializada en ropa de niñas, adonde acudían mis hermanas. No sé si me confundo con otro comercio que se llamaba El Bebé Inglés, pienso que no. De mayores, las chicas de mi familia se vestían en Cebra.

Se me escapaba una entrañable tienda en Serrano, donde hoy florecen los comercios más lujosos de Madrid, en competen­cia con los de la calle Lista. Me refiero a Gallinópolis, granja que vendía polluelos de gallina. Era precioso ver los criaderos de piantes pollitos, con sus lámparas rojas que les daban calor. Ni que decir tiene que los hermanos nunca conseguimos llevar a Claudio Coello 38 un pollito. Ya sabéis, que­ridas lectoras, lo de “mi familia y otros animales”. Los Torres Rojas no admiten en sus casas animales que les hagan la competencia. 

Vuelve a mí la carencia y querencia de la yaya. Sagrario Ramírez Ra­mos estaba en Claudio Coello antes que yo llegara al mundo. Su presencia estoica de mujer entera llenó mi niñez. La yaya nos cui­daba con cariño y rigor, fruto de una reciedumbre de espíritu más que de ningún estudio, que no tenía. A veces intentaba leernos noticias del periódico, supongo que del YA, el diario de la Edito­rial Católica al que estaba suscrito mi padre. El Marca se com­praba en el quiosco y por la noche se subía el Informaciones, diario de la tarde. Pero la única suscripción fija era al YA. Nunca el ABC. La yaya empezó un día la dificultosa lectura de la noticia de un crimen, sílaba a sílaba, moviendo mucho los labios para pronunciar: “embarcó en Ávila...”. Yo caí en la cuenta de que en Ávila no hay mar ni barcos, y que las metáforas no pegan en la sección de sucesos de un periódico. Debía tratarse de un pueblo, el co­nocido como Barco de Ávila. Así lo comprobé y así lo fue.

No hay manera, ni humana ni divina, de agradecer a la yaya lo que hizo por todos nosotros, hermanos y madre y incluída. Su Emiliano, primer y único novio que tuvo, era miliciano y huyó por Perpiñán a Francia en el éxodo masivo que provocó la victoria del ejército nacional. Sagrario, a veces, lloraba en silencio. No volvió a mirar a ningún otro hombre pues siempre le guardó ausencia. Su fidelidad al novio republicano, a mi madre y a Claudio Coello 38, donde murió, fue sencillamente estremece­dora y su recuerdo imborrable. Alguien dijo que “hay olvidos que queman y recuerdos que engrandecen”.

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