( arriba primer día de colegio; debajo, último )
Nací el segundo día de un otoño del siglo pasado en la Maternidad de Santa Cristina, en la calle de O’Donnell de Madrid. Los veintiséis años siguientes viví en el domicilio familiar de Claudio Coello 38, 3º izquierda.
Mi madre me parió con dos defectos de fabricación, que me diferencian de la mayor parte de mis semejantes. El primero consiste en creer que todas los personas somos iguales. O sea que, ingenuo de mí, soy demócrata de nacimiento. Mi segunda deficiencia original es que soy del Atleti. Como mi padre y como mi hijo.
Conservo la foto de mi primer día de colegio y también la imagen de la comida que puso fin al último curso, entonces llamado preuniversitario. Entre ambas, nada más ni nada menos que once añitos de mi vida, a saber, parvulitos, párvulos, elemental, ingreso, los cuatro cursos del bachillerato elemental, más quinto y sexto de letras y el preu como remate. En el preu estudié a fondo el Polifemo y las Soledades, y a Góngora todo, de la mano de los trabajos de Dámaso Alonso. Sin la menor duda, el mejor curso de todos, con gran diferencia.
En mi llegada al colegio estoy acompañado de mi madre, con traje de chaqueta gris y velo negro, con su mano derecha rodeando el hombro de mi hermana E., con coletas y boina del uniforme de las Esclavas del Sagrado Corazón. La mano izquierda de mi madre aprieta la mía derecha y en la izquierda tengo una cartera de piel. Llevo pantalón corto, calcetín blanco, zapatos de cordones, jersey oscuro, corbata gris, o así parece, y camisa blanca. Figuro repeinado con raya al lado izquierdo. Detrás, mirando al fotógrafo, mi hermana M. A., vestida también con el uniforme de “las esclavitudes”, con una cinta al cuello y su medalla de “hija de María”.
Los cuatro hablamos con un sonriente padre Armentia, quien tiene en sus manos una suerte de diploma enrollado. A la izquierda del padre Armentia hay un marianista de los llamados “levitas” a quien no reconozco. Se conoce como levitas a los religiosos marianistas no sacerdotes.
Cierro los ojos, doy un salto de once años, largos, larguísimos, y examino la foto de la comida que puso fin a preu. Veo a Rafael Spottorno, quien hoy acaba de ser nombrado Jefe de la Casa Real, con gafas de concha y su acné de siempre y a Julio Wais con su pelo peinado hacia atrás quizá pensando ya en África y sus misiones. Me veo a mí mismo, muy delgado y con un clavel en una chaqueta de lino color marfil. A mi lado Javier Temes con su cara de montañés y más allá a Martín Amézola, conocido por “El Rano”, un chaval pícaro y mal estudiante, pero buen jugador de fútbol.
Entre las dos fotos median once años de mi vida. De Claudio Coello 38 a Castelló 56, camino que recorría cuatro veces al día ya que nunca fui mediopensionista y, por cercanía, tenía el privilegio de ir a comer a casa. No digo que se comiera mal en el Pilar, que fama tenía de lo contrario, gracias a Don Ramón, vasco de pro y canaricultor, sino que prefería volver a casa a mediodía antes que permanecer dos horas más en el colegio. Sobre todo porque muy pronto advertí que, para lo que aprendía, hubieran bastado tres o cuatro horas en jornada de mañana. Se perdía muchísimo tiempo en el colegio, como se pierde hoy en los despachos, en los ministerios, y en cualquier espacio en que se junten muchas personas.
Siempre aprendí más yo solo, en la calle o leyendo o pensando en las musarañas, en las Batuecas, o en propia Babia. Leo hoy que Buzzati y Gracq sostienen que la espera es el eje de la vida. No lo creo, pues, antes o después, uno siempre llega allá donde alguien nos espera. Para mí, la clave nuestra existencia es el momento en que adquirimos conciencia de la noción del tiempo perdido, desperdiciado ¡Que nos devuelvan inmediatamente el tiempo que nos han hecho perder!
![]()
(el autor ha fotografiado el caótico estado de las calles de Madrid a la fecha de hoy)