Quantcast
Channel: CASA DE CITAS
Viewing all 221 articles
Browse latest View live

EL CASO DEL TAXISTA HIPERACTIVO

$
0
0

(fotos tomadas por el propio autor)

Agarro un taxi a la vera de la clínica de Onoda, mi maestro japonés de shiatsu, de vuelta a mi encierro en el barrio.

El hombre que conduce empieza a hacer cosas raras. Se salta un semáforo y se cambia de carril a cada poquito. Sin poner el intermitente.

Ensayo el truco de darle conversación para ver si el hombre se tranquiliza.


- ¿Lleva usted mucho tiempo en esto del taxi?

Me mira por el retrovisor atravesando el plástico ese de seguridad, que te deja sin aire acondicionado en verano y que no evita ni de atraco perpetrado por un niño de teta. Me cuenta que no, que lleva poco tiempo en el oficio.

- Verá usted. En realidad yo soy informático, pero, como también soy hiperactivo, cada dos años tengo que cambiar de trabajo porque me pongo muy nervioso.

Comento en voz baja que ha ido a elegir un trabajo que ataca los nervios. Me pica la curiosidad e indago si se autocalifica con conocimiento de causa.

- ¿Dice usted que es hiperactivo?

Se salta un par de semáforos más, insulta a una señora con bigote que está subida a un BMW todoterreno y que espera a la salida de un colegio plácidamente estacionada en cuádruple fila y me dice:

- Pues verá usted, el psicólogo del colegio diagnosticó mi problema porque no seguía bien los estudios por falta de concentración. Mientras estudiaba informática ayudaba a mi padre en el taxi y, de entonces acá, cuando me canso de un trabajo y me entra la neura, me vuelvo al taxi.

Ya en casa, recuerdo que en mi clase del colegio había un niño que hoy gozaría de los privilegios que concede el carné de hiperactivo. Entonces era tratado de zascandil y botarate, y medicado a base de capones y puestas de cara a la pared en todos y cada uno de los recreos de cada curso escolar. Ahora es un jefazo en el partido popular-populista.




DRAMA INSTANTÁNEO

$
0
0

 ( foto de Manuel Mª Torres Rojas )

"Una puerta es un drama instantáneo".
Así ha dicho el guionista de Mad Men, Matthew Weiner.
Seguramente Jung hubiera estado de acuerdo. 

Entre mí

$
0
0

( autorretrato )

De cuando en cuando me importunan las cosas que hablo
entre mí como al descuido, como quien no sabe qué.
Ayer me decía interiormente:
-No me gusta esa forma que tú tienes de pensar en mí.
¡Qué fuera de todo andas, qué ajeno estás!
Hoy, al hilo de la madrugada, me he dicho por dentro:
-¿Para qué? ¡Qué ansia!
Son cosas feas, tristes, inútiles. De almas pequeñas.
¡Fuera, fuera!

Venezia hostil

$
0
0

(el autor en Venezia)

Viernes 14 marzo

Como a solas, para variar, en el restaurante La Tavernadel hotel La Fenice.
¡Atiza! Me sirven la mismísima agua mineral naturale que en La Habana. AcquaPanna oligominerale. ¡Esto es cosa de Fidel! Pido dos primeros platos. Zuppa di cipolla, que es suave como la noche y… ¡no lleva costra de queso! Luego unos pequeños gnochis… Suena música cubana… “si me quisieras lo mismo que veinte años atrás…” ¿Alguien quiere y es querido durante veinte larguísimos años? ¡Que levante el dedo! Un pavo corta un jamón ibérico, antes llamado serrano. ¡En Venezia!
A las tres de la tarde fui el hombre que corría hacia el vaporetto con la servilleta prendida del jersey de cuello vuelto. Era azul, como el fascio y como la puta noche negra.
Me he cruzado con centenares de personas. Una sola ví que estuviera tan sola como yo. Era una chica pegada a unas gafitas. Ni me miró. La soledad es misógina o andrógina o lo que sea. Es difícil. Tanto o más que yo. El absurdo desencuentro, a una hora absurda, me dejó absurdo y agraz sabor de boca.
Gusto de regresar donde ya estuve. No así en el sexo. Cansa la reincidencia y gusta conocer chicas nuevas. Pero… requiere tantísimo esfuerzo… Me refiero al conocimiento, no a la parte física del amor físico.


(todas las fotos están tomadas por el autor)

Sábado 15 marzo

En la galería Zora da Venezia atiende Ambra una preciosa mujer de una rara ambarina belleza. Y encima me procura buen descuento al pagar dos mínimos camafeos, que no necesito para nada. La hubiera o hubiese comprado el león de San Marco si la criatura se lo propone.
Sorbo despacito una gran taza de té verde con bergamota en Le Café, sala de té y pasticceria que está en el 2797 de San Marco. Es también galería de pintura de las que Venezia rebosa. Me entra el spleen. Tedium vitae.



Domingo 16 marzo

He soñado que eran tres hermanas. La mayor blanca como Liv Tyler. La mediana tenía los ojos de la Scarlett Johansson.Las dos y yo nos amábamos, pero por exigencias del guión me casaron con la tercera que era bajita y cabezona como aquella avilesica cabezona y bajita. La noche de bodas dormimos los cuatro juntos, en familia.
De la Academia leo:
- Nos vemos ahora o paso más tarde y hablamos un poco de tu libro último!!!!
Contesto:
- Sí.
Espero. Soy el hombre que espera. Ahora aguardo al borde del Gran Canal. Llueve, hace frío y toso. Ciudad absurda. Húmeda y vieja como las putas viejas. Aquí sólo puede encontrarse bien un jodido ranchero de Texas.



Lunes 17 marzo

Las chicas de la era moderna dicen NO. Casi siempre. Casi siempre están en camino. Luego llegan y se van. La culpa es mía por no aposentarme en Mestre.
¿Cuándo es ahora? ¿Cuándo es luego? Son muy suyas las personas que lo son. Pertenecen al sector crítico, en general, y mío en particular. Me corrigen a mí, que soy mayor. El doble de mayor que ellas. Dicen  Ga.u.gín (como se escribe) y hablan mucho de Miró, cuya obra nunca me gustó. Escribo:
- Mañana te mando un mensaje.
Incierto se presenta el futuro. Y yo en el Véneto.
Huele a Aznavour. El vino blanco olía a putre. En la mierda de restaurante cuya puerta nunca debí franquear. ¡Qué asco!



Martes 18 marzo

¡Buona Pascua! Me cisco en le feste di pascua.
Il Gazzettino: última chiamata per EME: il rischio secessione esiste ancora.
Friuli – Venezia – Giulia: secessione frente a federalismo. La Liga Norte encartela la gota roja que es Venezia: “Roma ladrona”.
En Venezia hace un frío húmedo que se mea el lorito. En los exteriores y en los interiores.
Las toilettes de los restaurantes tienen puertas que se deslizan hacia la izquierda y el agua de sus lavabos sale a pedal. Si no conoces los trucos, te puedes hacer pis encima. Lo bueno de pasar dos semanas en Venezia es que ya no tienes que volver más nunca.
Los indígenas de aquí tienen las rodillas como polvo de talco. Son las putas escalinatas de los puentecitos que atraviesan los canales. ¡Qué sufrición!
La vez anterior no había perros. Ahora sí, sobre todo teckelinos de pelo corto de claro color marrón. Me acusan de ser exquisito y asocial. Será… seré… me cuesta muchas fatigas aguantar gilipollerías.
En la mesa de al lado dos norteamericanos hablan por sus móviles. El gordo es un cerdo de ciento veinte kilos. Ella es una cerdita que habla como el pato Donald. Aún tiene su polvo.
El vino Rubrato contiene sulfitos. Yo me contengo a mí mismo y me perjudico seriamente. La salud mía.
En la vitrina escaparate del restaurante La Faluca, en la calle de la Mandolavive un rodaballo. El ojo que me mira tiene catarata. Muerto no está, pues me saluda cada vez que paso, que son varias al día. No me gustaría morir con él en Venezia. El bicho parece un po particolare. Como yo ¡Magari!
Mi error es un viaje. El viaje. La semana santa es un horrible malentendido. Entre ella y yo. La iglesia y yo.
Escribo en un café&wine bar llamado Teamo. San Marco 3795. Mujeres guapas y una nube de maricones. Alguna chica con pelo a lo garçon da la mano a otra chica con pelo a lo garçon.
Una moza, con melena ella, me recuerda a Laetitia Casta… en bajito eso si.
Hablando de comer, esto es lo que hoy he jamado. Dos manzanas, dos lácteos con fruta y cereales. Dos tés, uno verde y otro no. Ensalada. Tomates pequeñitos. Espaghettis con tomate. Un té. Dos vodkas. Nada.
Escriben de Mestre:
- Azienda agrícola. Villa Crespia. Villa Chiòpris. Fattoria Colsanto.
En el restaurante en que ceno pido un cuchillo para sacar punta al lápiz que me regalaron en Mondadori www.libreriamondadorivenezia.it
Ya sé qué cosa es el arte en Venezia. Es morirte de frío.



Miércoles Santo

¡Y tanto!  En realidad me siento como en Miércoles de Ceniza. No se si tengo un catarro común, o la gripe aviar, pero estoy hecho fosfatina. La ventana de mi cuartito de baño da a un costado del teatro de La Fenice. Por ella se cuelan dos clases de gorgoritos. Los que emiten los artistas que calientan sus voces con escalas y esas cosas y los arrullos de unas palomas que viven en el alfeizar y que allí han depositado una ostra marina.
En Venezia el personal vive como si tal. Como si no hiciera tantísimo frío cabrón y húmedo. Noventa y mucho por ciento de humedad relativa del aire.
En Venezia no hay Actimel, ni sacapuntas, ni papelerías.
Al ponerse el sol la ciudad se muere. De buena mañana empiezan a llegar nubes de españoles que gritan y no me dejan perspectiva para ver lo que hay que ver, chicas incluidas.
Huele a podrido. Aquí, no en Dinamarca. El alcalde de Treviso dice que su éxito se basa en que aplica las enseñanzas del fascismo y del catolicismo.



Jueves Santo

En las escaleras del hotel una señora habla en francés por su telefonino:
- “Si, el hotel está bien. El baño muy limpio y además tiene bidet…”
Sospecho que las autoridades municipales han instalado artilugios acústicos en los escasos árboles venezianos. Emiten gorjeos y cantos de pajaritos, a fé mía, tropicales.
También huele a racismo. De los italianos del norte sobre los del sur y de todos ellos contra los inmigrantes pobres.
De la siesta me despierta el maullido de una gata en celo. Uno macho caga en el jardín del hotel.
En la tienda donde compro té una vieja indígena clama contra una chica de hermosos rasgos hispano-cubanos. Protesta porque los inmigrantes se atrevan a comprar en tiendas de exquisiteces. ¡Hija de la porca putana! Y de Mussolini. En el café Fiori un té cuesta nueve euros. En servicio de alpaca y con música en vivo, eso sí. Y te dan de leer mi periódico, que yo ¡ay! ya había comprado.



Viernes Santo

Sufro de metereopatía que no de meteorismo. Los cambios de tiempo me matan y la primavera me entierra. En la RaiTre un médico dice que me vista por capas, como una zipolla. ¡Es lo que hago desde niño y que si quieres arroz Catalina!
En toda Venezia no puedo comer nada que no lleve queso.
El mantenimiento del hotel lo lleva una familia con su nona y un perrito. Hoy la cosa va de habitaciones que se inundan, por arriba, no por la puta laguna podrida. El padre lleva gafas de diseño de los años cincuenta. Los trabajos duros corren a cargo de un oriental y una chica andina.
La humedad que llevo en el cuerpo no me la quito más nunca, ni en la meseta.
El té verde de cada día me toca hoy en el Bar Al Teatro, en el Campo S. Fantin 1916, vicino a La Fenice.
Los moluscos y crustáceos de esta laguna están muy contaminados de mierdas tóxicas. Venezia está edificada sobre la laguna marina, encima de traviesas de madera. Mejor es no pensar en el submundo oscuro sobre el que vive esta gente. Tocan a más ratas por habitante que en parte alguna.
A las cinco de la tarde no se ve un carajo.



Domingo de Resurrección

Para almorzar algo que no lleve queso recurro al expediente de confesarme vegetariano. No dista tanto de ser verdad.
La chica que arregla mi camera me felicita la pascua y me da su mano, que yo estrecho agradecido y se la devuelvo. Soy el huésped que deja su habitación, día tras día, a hora “tempestuosa”. Anoche me invitó a cenar a su apartamento de Mestre una familia del proletariado del Véneto. La señora es cristaloterapeuta. Me enseñó con devoción sus pequeñas amatistas, ágatas, cuarzos, turmalinas y poco más. Se dice devota de Osho. ¡Como Alex Morlote! Tiene no se qué titulo en Reiki. Y es jefe de un grupo de vendedoras de Avon (llama a su puerta). Es una italiana rubia y bajita, de ojo claro. Se ha casado por poderes con un negro de Camagüey que aún no ha conseguido la carta blanca para salir de Cuba. Hace nueve meses que no le ve. Convivió con él en la isla nueve días. El hombre importado que aguarda que Raúl Castro le deje marchar se llama René. Cinthya, su esposa, por mandato, me pregunta si en España están mejor las cosas que en Italia. Sonrío y callo.
Odia a Prodi. Acusa a Castro de esclavizar a su pueblo. Le recuerdo que Mussolini causó mucha mayor mortandad y que Berlusconi no es Julio César.
Ha cocinado para mí unos penne de maíz y arroz muy ricos. Aparte los tropezones, que parecían del omnipresente branzio. La pasta estaba acompañada de unas raddichie al vapor, exquisitas. ¡Me comí yo solito toda la fuente! Amargas y al dente.
¡Il Cavagliere! ¡Qué grandísimo hortera!



Lunes de Pascua

Continúa el ejército gris de días grises. ¡Horrible clima! Proust se estremecía de tan solo pensar en Venezia. A mí me ocurre de pensar en que los dioses me obligaran a volver. ¡Es horrible! Si se vive sin luz, en un medio húmedo, frío y pestilente, las almas se embrutecen. Los venezianos odian a los turistas, a quienes explotan y detestan con razón. También con ella, los ciudadanos de la villa lacustre no comparten con nosotros sino el puto dinero que les endosamos.
Ni ayer ni hoy. Ni con dinero puedes comprar un periódico, porque los kioscos están chiusos.
La rehabilitación de los palazzos se hace para reconvertirlos en hoteles carísimos. Dado que aquí no hay alcantarillas, porque no hay tierra firma debajo de la mierda acuática y como quiera que un hotel tiene cien veces más retretes que un caserón particular, ¿adónde vierte tanta mierda?
Parece que levantarán, durante cinco semanas, la veda del mejillón tóxico.
No tengo fuerzas ni para enfermar del mal del viajero. Hoy he conseguido fotografiar a la paloma que me ha pegado la gripe aviar. La muy cabrona.
Trattoria “da Arturo” di Ernesto Ballarín. San Marco 3656. La mejor pasta de Venezia. El camarero tiene más pluma que un palomo cojo. Me pone ojitos de cordero degollado. ¡Que Santa Lucía le conserve el olfato, porque la vista la tiene perdida!
Voy a intentar comprar melatonina, yogurt y manzanas.



Martes 25 marzo

Resulta que el restaurante del signore Ernesto es el preferido de los nobles y de los actores. No siendo yo ni aristócrata ni de la farándula, estoy con ellos. Es el único que me gusta de Venezia. Tardío descubrimiento, pero útil al fin. Lleva abierto 35 años y se come natural, sin queso y senza pescados tóxicos.
Papardelle con raddichio. ¡Exquisitas! Alcachofitas y espárragos verdes. Tres sabores amargos, que son suaves al paladar y digestivos para el foie.
Primera vez en mi vida que deseo volver a la meseta esteparia y mesetaria.
Repito. Ceno en donde el Sr. Ernesto. Fotos con los hermanos Cohen. Con el Leonardo di Caprio. Con el bailarín Nureyev. Platos creados por él. Me dejo llevar. Fío demasiado en las mujeres. Por una vez, lo hago en un hombre y ello para cenar tan solo como en la edad moderna.
Las pequeñas alcachofas son de color violeta. Ya me gustaría pillarlas en Madrid.
Los hongos guisados con patata, cebolla y ajo son la pera limonera. En Venezia los locales no tienen espacio. Te sientan en cajas de vino y no puedes estirar la pata, que no hay tierra para enterrar a los muertos.
Ya comprendo. Los primeros días me sentí agredido por el saor, el aceto balsámico, el pescado radiactivo y la mozzarella laxante. Este signore me ha reintroducido en el mundo de los sabores humanos. No especies picantes, no peperonni, pero sí  ajo, sí plantas aromáticas.
Semireconciliado, me vuelvo a Madrid mañana.

Entra una señora que huele a violeta y a mala milk. Un niño se come un solomillo más grande que Del Piero.

En aquel huerto inmediato

$
0
0
Del monte en la ladera
por mi mano plantado, tengo un huerto
que con la primavera,
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperanza el fruto cierto

"Oda a la vida retirada. Fragmentos"
Fray Luis de León


En el quinto año de la séptima década del pasado siglo determiné pasar el estío en compañía de nadie. Polvo, sudor y hierro, en el jodido secarral de la meseta castellana. Terminaría así unos estudios universitarios que me tenían harto. Harto de tanta anormalidad artificial. Fue mi primer verano sin veraneo.

Otro propósito, genuino y no confeso, era el de labrar un huerto en el piso paterno, vacío durante la canícula.

El primer designio no requería sino de unas horas de estudio cada madrugada, a menudo sentado en el balcón, por si se levantaba la fresca, que no lo hacía ni con las claritas del día. Desde siempre, las madrugadas han sido para mí la parte final de la noche, nunca comienzo del día. Me gusta atar la luna con el sol.

El segundo empeño fue planificado meses antes con rigor y disciplina cisterciense. Consistía en convertir mi dormitorio, el contiguo y el medianero cuarto de estudio, en un huertecico. Recogería sus frutos a finales de septiembre, antes de la vuelta de mi familia y demás bichos.

Pero había más. Algo que constituye el nudo de esta historia. Quería que mi gran secreto, mi mayor tesoro, medrase un tiempo en mi suelo.

El tesoro databa de mucho antes de Cristo, pues era contemporáneo de Buddha.


Un tío abuelo mío, por parte de madre, se había casado con una maharaní hindú, a quien llevó a vivir a Granada desde las lejanas orillas del río Jhalum en el valle de Cachemira.

No tuvieron hijos y sí un gran afecto por mí. Me contaban historias preciosas de la India, de los vedas y del budismo. Alguna vez me sentaron a meditar con ellos en el carmen que tenían por el Albaicín. Yo era un crío que gustaba del silencio y conseguía poner la mente tranquila y calma, lo que me procuraba paz y bien.

Una tarde de Corpus andaba yo con los maharanís en su carmen, cuando llegó el mecánico de casa para llevarme a no sé qué gaita familiar. Me disgusté mucho, pues los tíos me iban a hablar a la puesta del sol del Buddha niño, cuando todavía se llamaba Siddhartha Gautama. Para consolarme, mi tío me tomó de la mano y me llevó a su torre‑estudio, clausurada siempre por una llave de plata que colgaba de su cuello y de un cordón trenzado con hilos de oro y seda magenta.

El torreón era un sueño. El sueño de mi vida. Servía de observatorio astronómico, de laboratorio de alquimia, de biblioteca de libros teúrgicos y de teosofía y de recoleto fumadero de opio. Mi tío abrió mi mano derecha para cerrarla a poco sobre un cofrecillo anacarado.


Habló así:

- No te enfades por pequeños contratiempos. Tampoco por los grandes pesares. Tienes muchas vidas para ser feliz. Cuando crezcas, siembra esta semilla en tierra por ti bendita. ¡Ah! primero debes ablandar el grano en agua caliente durante tres semanas, a contar desde la luna nueva de enero de cualquier año impar.

Pregunté:

- ¿Qué árbol será cuando fructifique?

Escuché su respuesta:

- Un árbol sagrado, pues es simiente del gran árbol Bo, donde Gautama “el Despierto” tuvo su iluminación. Es el árbol de la ciencia.

Me dejé conducir por el chófer hasta la vana celebración familiar. Pero aquella tarde yo había aprendido de mi tía hindú un principio de incalculable valor espiritual. Me reveló que la tradición de su tierra favorece el abandono de la vida convencional al llegar a cierta edad, después de haber cumplido con los deberes de familia y de ciudadanía. Ese sabio consejo no me fue arrebatado nunca.

Pasó tiempo y tiempo. Muchos años. A principios de mil novecientos sesenta y cinco entendí llegado el momento de seguir la exhortación de la ex–maharaní de Srinagar. Y de hacer fructificar el tesoro que me había legado su sabio marido.

Hice de agrimensor pues levanté un plano con las medidas exactas de los tres rodales que tendría mi huerto, uno por habitación. Era preciso tener muy en cuenta el espesor y la altura de los zócalos. Esta etapa requería de cálculos tan precisos como los de Einstein a la búsqueda de su teoría unificada de los campos, que los físicos de hoy persiguen bajo el nombre de teoría de las supercuerdas. O algo así.


Conté con primor los veintiún días que siguieron a la luna nueva de enero. Llegado que fue el día prescrito, sumergí con unción la vieja semilla del árbol de la ciencia en un termo con agua caliente, que renovaba cada veinticuatro horas. Para las fiestas de la cruz de mayo la pepita había brotado: una raicilla por un extremo y un alevín de tallo por el otro.


Como en la vivienda de la familia el espacio a mí asignado era mínimo y promiscuo, decidí pedir ayuda a una japonesa que había venido a Madrid a estudiar unos cursos de flamenco. Tenía un ático cerca de la calle Ibiza y era versada en zen. Me agencié en el Rastro un enorme macetón de barro toscano que había pertenecido al marqués de Esquilache. Pedí quedarme a solas la tarde‑noche en que procedí al trasplante de la semilla del árbol sagrado desde el termo‑útero hasta la rica tierra que había preparado en el gran tiesto. Seguí las instrucciones de mi tío el teósofo y todo salió según la naturaleza de las cosas santificadas.

Retomo mi oficio de geómetra medidor. La exactitud y el rigor eran inexcusables, pues las planchas de zinc que cubrirían el suelo a cultivar y protegerían el parquet de madera de mi vocación agrícola debían encajar al milímetro con las otras piezas del propio metal que, verticalmente, iban a recubrir zócalos, rodapiés y pared hasta sesenta centímetros de altura.

Todo ello con la finalidad de disponer de un hondo de medio metro de buena tierra y humus orgánico que, convenientemente regados por mis manos de hombre de vega, permitieran sembrar tomates, berenjenas, calabacines, judías verdes y otras verduras. Una esquinadura quedaría reservada para unas poquitas matas de cannabis sativa.

Avelino el fumista ejecutó mi proyecto al milímetro. Necesitó de todo el invierno y parte de la primavera, pero el día 22 de junio, histórica fecha en que partió mi familia hacia el Sur, en los sótanos donde vivía la gran caldera de carbón que suministraba calefacción al edificio, apilados estaban todos los pedazos de zinc requeridos para montar mi sueño de horticultor de la propiedad horizontal.

Si la caldera calentaba en el invierno, la canícula mesetaria fundía plomo derretido sobre los cuatro enanos excéntricos que quedábamos en esta absurda capital de España, elegida como tal por Felipe II contra toda lógica política y conveniencia estratégica de un imperio que entonces estaba conquistando América. ¿Por qué no Lisboa? Puto racionalismo geométrico‑centralista.

El plomo incandescente del centro del día se volvía aceite hirviendo por las noches y yo me freía hasta el punto de dormir en el balcón, en un colchón Flex tamaño cadete. Los muebles de las tres habitaciones experimentales habían vuelto impracticables los largos pasillos del piso. Ni para dormir servían.

De todos los problemas que afronté aquel verano de lobo estepario, el que más me sulfuraba era la portera del inmueble, de quien tenía serios indicios para sospechar que trabajaba como agente secreto para la Drug Enforcement Administration de USA. La señá Pilar había convenido con mi madre en que cuidaría de asear mi dormitorio, a cuyo efecto fue provista de un llavín de la casa.

Soborné a la cancerbera del edificio con mi escasa paga semanal, a fin de que diera por cumplido su cometido, puesto que mi dormitorio, una vez plantado de ricas hortalizas, no requeriría de más cuido que riegos y mimos. Pero la señá Pilar, a quien mi madre había adelantado su remuneración de todo el estío, si bien aceptó mi soborno no cumplió su parte del trato. Ocasión tuve de comprobarlo poniendo trampas simples, como cinta de papel celo en la junta de la puerta o plastilina en la cerradura. La muy cabrona.



Entrenada por la DEA, olfateaba como un rottweiler las matas de maría. Madrileña castiza de Lavapiés, husmeaba como un can mil‑leches cualquier estela o aroma de presencia femenina, que ellas siempre dejan residuos. Los informes fruto de su espionaje sobre cultivos sospechosos eran depositados en la embajada americana. Las conclusiones que sacara sobre visitas “de género”, malicio que eran para el placer de su cotilleo con las vecindonas. Con la pipera de la esquina, con la quiosquera, con Casilda la cacharrera y, por qué no, con el cura párroco del lugar.

Avelino me enseñó que el zinc puro se puede enrollar y tensar. Comprobé que su color es blanco azuloso, lustroso y brillante. Su vaga dureza, apenas 2,5 en la escala de Mohs, determina que sea tan dúctil y maleable como un empleado de banca polivalente. No puedo dar fe de si Avelino utilizó algún otro metal para hacer un galvanizado. Sí recuerdo que lo hizo para soldar las juntas.

Certifico que el día de junio que sigue a San Pedro, bien entrada la madrugada, Avelino y yo, silenciosos como hormigas meando sobre algodón, subimos a mano por la escalera de servicio y con muchas fatigas, las tres grandes planchas que recubrirían el suelo y las otras doce destinadas a forrar las paredes de mi huerto hasta sesenta centímetros de altura. Con lamparilla de soldar, lija, hilo de estaño, estropajo de acero, una lima y unos guantes, aquel artesano que calzaba muchos puntos dejó listas las estancias que habrían de fructificar.

Dormí lo menos que pude y me fui con el Renault cuatro latas a recoger los semilleros, plantones y semillas que había dejado encargados en los viveros de la Ciudad Universitaria que gerenciaba un tal Sr. Matallana. Éste me había aconsejado que utilizase una tierra con un tres por ciento de humus y bien equilibrada en su composición mineral.

Leí en un manual sobre cuidado de huertos y jardines que el método para regar dependía del tamaño del huerto, del coste de cada sistema y del estilo de vida del hortelano. El manual provenía de la Oregon State University y me dio mucho que pensar. La tajante afirmación de que la decisión sobre las tres básicas maneras de regar, a saber, a mano (con manguera o regadera), por goteo o mediante aspersores portátiles dependía en buena parte de mi estilo de vida, me llevó a consultar a los filósofos presocráticos en busca de orientación.

Ni Parménides ni Heráclito me aclararon el enigma de la relación entre mi forma de vivir y el sistema de riego adecuado. Yo pensaba que el regadío de un huerto urbano sito en un tercer piso era cuestión que venía dada por la naturaleza de las cosas y no por la moral o costumbres de las personas. De todas formas, Parménides es gilipollas. Confiar todo al razonamiento, aseverando que lo que no es pensable según la razón, no puede ser, es desconocer todo. Empezando por uno mismo. Me sentía y me siento más próximo a Heráclito con su teoría de la contradicción.

Descarté el goteo y los aspersores por instinto de conservación. De mi persona, no del huerto.


Mi idea‑fuerza era simple. Se trataba de meter un trozo de la vega de Granada en una residencia en el barrio de Salamanca de Madrid, y cultivar así una serie de hortalizas cuyos frutos me comería antes de que el otoño me devolviera a la tozuda realidad familiar.

Subí, siempre con nocturnidad y alevosía, los plantones crecidos en semilleros y las semillas de aquellas hortalizas que se pueden sembrar directamente en la tierra. Los plantones eran de berenjenas, melones, pimientos y tomates. Las semillas que no habían pasado por intermediario semilleril alguno eran de judías verdes, habas y zanahorias.

Embutir un pedazo de campo en aquel apartamento suponía interiorizar en mi mundo el universo exterior. Entiéndase bien, en un sentido físico, no metafísico. No conseguí totalmente poner de acuerdo la vida exterior con la interior y lo que logré fue con sufrimiento y sobre todo con soledad. Días enteros hubo en que no cambié palabra con nadie salvo conmigo, que tampoco era nadie. Pero sí afirmé mi libertad, mi independencia y mi total disponibilidad hacia mi yo, que sólo se casaba con mi propia opinión. Defendía mi alma secreta con constancia de jornalero. En aquellos meses mayores y de fuego yo me metí en sus brasas. Tieso que tieso.

A finales de junio quise que mi bonsái sagrado, que ya medía dos palmos de altura, prosperase en mi cuarto de dormir, justamente cerquita de la ventana, que daba a mediodía. Se trataba de una suerte de transubstanciación. A fe que lo conseguí, pues en el último día del reinado de los virgo, cuando las para entonces cuatro cuartas del árbol de Bo volvieron al ático de Mamiko, la planta estaba hermosa y serena. Bien arraigada.

Me alimenté frugalmente a base del jamón de york que subía de California 21, de los yogures y frutas que compraba en el mercado de la Paz y de un puré de patatas de sobre cuya excelente calidad agradeceré siempre a Maggi. Román, el maître de California 21, me preguntó en alguna ocasión si estudiar tanto no resultaría malo para la cabeza. Yo le dije que era muy pernicioso y que prueba de ello eran los tics y muecas que ejecutaba el notario que se sentaba al final de la barra a las veintiuna horas en punto, al término de cada jornada laboral. Román decía que me veía ojeroso e iluminado como un orate. Y que no comía con fundamento.


Cuando pienso en mi proceder de aquel ciclo solar, diagnostico que me autosecuestré. Los secuestros son muy largos de vivir y muy cortos de contar. No recuerdo que mi soledad interior me hiciera perder el sentido del humor, y sí que tenía acentuado el sentido del amor que propician los huertos, aunque sean esteparios.

Ahora sé que las emociones son muy importantes para el mecanismo de la formación de los recuerdos. Mi vecino el neurobiólogo me enseña que los humanos compartimos memoria con las moscas. ¡Qué alivio!, mi memoria no está sola. Se parece a una mosca cojonera.

Me llevé al huerto a unas pocas extranjeras de las que hacían cursos de verano en la facultad de Filosofía y Letras. Yo recitaba a Lorca y ellas miraban mis verduras, hasta que se tocaban nuestras miradas. Advertía en ellas la ternura que a veces se siente ante una persona determinada a llegar hasta el final en busca de objetivo imposible. Las que habían nacido en el campo me reconocían como a un igual, aunque Andalucía quedara lejos de Georgia y mi huerto fuera una maqueta o remedo de.

Pero Lorca es mucho Lorca, Los Panchos funcionan casi siempre y yo las amaba casi tanto como a mis matas. Nos sumergíamos en la música como en el mar. ¡Qué sentimentales y tiernas pueden llegar a ser las yankees, o las confederadas, cuando les tocas la tecla... romántica! No entendía la mitad de lo que me decían, pero seguro que era muy bonito. Conste que me atuve a mi regla: es inmoral acariciar a una chica que no te gusta. El escrúpulo desaparece si a ella tampoco le gustas tú.

Para mejorar mi swing con las gachises foráneas que me liberaron de tantas y tan viejas represiones y tabúes, tomé unas clases de guitarra española con un maestro que era conserje del Ministerio de Obras Públicas y vivía en un chalet muy gracioso en la colonia de la “Prospe”. Yo tenía más afición que oído y la naturaleza no quiso obrar el milagro de convertirme en el único semoviente de mi viejo linaje, que se remonta a Adán y Eva, que articulase tres o cuatro notas musicales seguidas y acordes. ¡No se puede tener todo en la vida! Antes bien, es más probable no tener “naíta de naíta”, como predicaba una maritornes al contemplar el estado de vacío de la despensa de sus señores. “Está la despensa que se descalabran los ratones” se decía en Madrid.


Al atardecer, cuando decaía mi solitario ánimo, recurría a un método homeopático. Así como el veneno se cura con veneno, si me sentía triste leía a Schopenhauer, cuyo pesimismo telúrico y ontológico me suministraba inmediatamente la ración de optimismo que necesitaba. No acudí, por contra, a la medicina alopática y eso que por aquel entonces la simpatina y la centramina se vendían a go-go, y sin receta, en cualquier botica.

Testigo soy de que Madrid en verano no es Baden-Baden. Con familia o sin ella, es más bien un terrible poblachón manchego con vistas a la nada. Ni siquiera a un mar presentido. Siempre con Góngora:

«Dejadme llorar
orillas del mar.»

Los huertos dejan huella. En las manos del cuerpo y en las del alma. Su siembra, abono, desinsectación y desinfectación, su riego, y también la guía de las plantas trepadoras por sus cañizas, huellas son. El momento mágico de juzgar si un tomate sabe mejor una madrugada o a la siguiente, marca trazas. Consumir en seis o siete días, en plan crudité, kilos y kilos de plantas hortenses imprime carácter. Huellas dejan los huertos. Y más si son inmediatos.

Así cantaba yo, por tientos, a mis “salvaoras” nínfulas:

«Inmediato.
En este huerto inmediato
donde beben mis palomas,
yo me siento
y me distraigo un rato
con ver el agua que toman.»

A juro que la guiri de guardia se quedaba in albis y me miraba como las vacas al tren. Y yo me marcaba una petenera, cante que para unos nació en las antiguas juderías españolas y para otros en un pueblecito gaditano níveo de cal moruna:

«Ven acá, “remediaora”,
y remedia mis dolores;
que está sufriendo mi cuerpo
una enfermedad de amores.»

Y se hacía una luz de luna que aclaraba todo.
La operación de desmontar la estructura de zinc de mi vergel hubiera requerido de un par de profesionales de esos que en el cine americano hacen desaparecer cadáveres por el desagüe de una bañera y limpian el escenario de un crimen de manera que ni el FBI, con todo su esplendor, encuentra una sola prueba de la matanza del día de San Valentín. El window dressing navideño de las cuentas y balances bancarios es juego de niños comparado con mi trabajillo septembrino.

Como quiera que mi conocimiento de los bajos fondos de Madrid era entonces limitado, pedí ayuda a dos amigos que por aquí andaban desnortados. Uno era pobre y el otro muy rico. El pobre me ayudó, a cambio de instalarse en casa los días que duró su adecentamiento y la eliminación de las pruebas del hortelano delito. El muy rico me dijo compungido que se iba a pasar unos días, el muy mamón, a Saint Jean Les Pins en la Costa Azul.

Siempre me ha enternecido la natural disposición de los ricos a prestarse entre sí la ayuda que niegan a los que verdaderamente la necesitan. Y quede claro que a mí los ricos me gustan, mas siempre he procurado no formar parte de la colección de ninguno de ellos. De muchacho advertí que algunos millonetis padecen en grado sumo la curiosa vanidad de la filantropía. Sobre todo si se practica con dinero ajeno.

En la gran limpieza, que hubimos de extender al resto del piso, contabilicé ciento veintiocho vasos usados, noventa platos lisos de los grandes y noventa y ocho de los pequeños. No había ningún plato sopero. Cienes y cienes de cucharas y tenedores y muy pocos cuchillos.

En este capítulo que versa sobre el gorrino estado del menaje de cocina, buena parte de la responsabilidad la tuvo el pato que pesqué aquel verano de grana y oro.

El ánade pertenecía a la portera‑agente secreto y habitaba en un patio interior, que era el mismo al que daban las tres habitaciones convertidas en huerto. Y me tenía harto de sus graznidos ininteligibles. Se trataba de hacer desaparecer limpiamente al pato, sin que la portera me denunciara en comisaría o, peor aún, a la CIA. Fuime a una tienda de caza y pesca llamada Rehala y pedí sedal y anzuelo.

El dependiente me preguntó:

- ¿Cuánto sedal necesita Ud.? ¿De qué grosor? ¿De qué clase de pesca estamos hablando?

Contesté:

- Se trata de un pato azulón común y de un tercer piso. El edificio es antiguo y cada planta mide unos cuatro metros. Es decir, cuatro por cuatro son dieciséis, más otros cuatro metros de reserva, veinte metros en total.

El dependiente cayó preso de un ataque de risa y no me cobró sedal ni anzuelo. A pesar de sufrir un pinzamiento lumbar de etiología carcajeril.

Me compré la linterna más potente que encontré en aquella España de tan poca potencia lumínica y empecé a observar las costumbres dietéticas y etología del pato a fin de buscar el cebo adecuado. El bicho no se inmutaba cuando le tiraba lombrices de las que habían aparecido en el huertecico, cuya tierra yo cavaba y escardaba con tiento y con un almocafre granaíno. La pasta de dientes tampoco le gustaba ni, sorprendentemente, el jamón de york de California 21. Di finalmente con la clave: el tomate, siempre que fuera raff.

Tras una noche sin sustancia, dejé que el curso de las cosas se precipitara. La madrugada del 10 de agosto pesqué al patito y lo subí a pulso hasta la tercera planta. De guillotinar al palmípedo se encargó mi amigo el pobre, que era revolucionario, jacobino y, por tanto, gran conocedor de las técnicas de Madame Guillotine. Conste que el anzuelo se hincó en el tejido córneo del pico, que no duele, según me explicó luego el profesor Franz de Copenhague.

El fracaso final de la operación pato a la naranja fue rotundo. La receta que habíamos recortado de la revista Semana no funcionó. Tiempo después aprendí que las piezas de caza, de pelo o pluma, suelen dejarse unos días para que sean invadidas por su propia flora intestinal, sin que el grado de fermentación llegue a modificar su gusto. Creo que los franceses lo llaman laisser faisander.

La portera acechadora no comprendió jamás el destino de su animalico. Dícese que visitó a un psiquiatra, pues no hallaba razón de la desaparición, por arte de birlibirloque, de un ave encerrada en un patio de luces en un edificio de seis alturas. Era un pato virgen, que no había volado en su vida. Y dada la pequeña dimensión del patio, aunque hubiera sabido volar, que no sabía, la corta pista de despegue no le hubiera permitido alcanzar la altura necesaria para no despanzurrarse.



Es una historia cruel y la cuento con el corazón comprimido. Pero la vida de un pato prisionero por capricho de una portera agente doble es dura. Como dura era la vida de cualquier animal en la España cañí. Las cabras volaban desde los campanarios de las iglesias de pueblo. Los mozos rurales apaleaban a los pobrecicos perros mientras éstos se apareaban y prefiero no mentar a los miles de toros que son sacrificados cruelmente, cada año, en el ara de nuestra fiesta nacional.

De muy chico vi con estos ojitos que se ha de comer la tierra cómo, en una finca de Ávila y en invierno, los perros de una gran casa de labor dormían atados a carros y tartanas, en noches rasas, a diez grados bajo cero. Al cabo y a la postre, el pato sufrió poco, murió rápido y se ha convertido en una leyenda en esta parte del barrio. Algún precio hay que pagar por pasar a la historia. Y no se hable más de ello.

El verano terminó y volvió el barullo de la vida, esa gran parodia de la realidad. Se acabó mi estado de letargia y mi vocación de ermitaño a tiempo parcial. Si alguien de la familia advirtió indicios o sospechas de actividades paranormales, tuvo la delicadeza de callar, probablemente porque fingir ignorancia es menos fatigoso que indagar verdades inanes.

Empecé a ganarme la vida como leguleyo cagatintas, con gente poco divertida, si bien hubiera preferido regentar un casino o un burdel, inclinaciones ambas que cumplí años más tarde. He procurado que mi existencia no sea tan solo un episodio de la nada. La vida no obliga a nadie a ser una mierda. A evitarlo me ayuda la circunstancia de que mi época y yo no concordamos.

Cuando junté unos dineros, compré un buen tramo de tierra de sembradura, adecuada para que mi arbusto del gran árbol de Bo pudiera crecer lo que quisiera. Hoy mide más de muchos metros y he logrado que mi árbol sagrado tenga la forma corporal del viento.


P.S.: Antes de imprimirse, en edición de autor y no venal, di a leer este relato a mi inverso alter ego e impostor de uno de mis falsos heterónimos. El profesor Olonam Serrot Sajor me dice que algunas cosas le huelen a Rohmer o a Chabrol. Y que también las hay con tufillo a Alan W. Watts. Que conste en acta.

...Et pourtant, j'attendrai... Ton retour.

$
0
0


J’attendrai
Le jour et la nuit
J’attendrai toujours
Ton retour

... Et pourtant, j’attendrai
Ton retour

Poterat 1937

La primavera de Claire llegó en el otoño de 1961. Cumplía diecisiete años y empezaba Derecho en la Complutense de Madrid.

Atrás, colegio, uniforme, colores grises y mu­ros altos. Letanías y mecanismos de repetición. Tiempo perdido, día a día, año a año. Once.

En la facultad había luz de colores y personas vivas. Desde las aulas Claire ponía sus ojos en la Casa de Campo, el monte del Pardo y, más allá, en la sierra de Guadarrama. Mañanas de azules velazqueños, ru­bescentes horizontes en las tardes.

Bajaba del metro en Argüelles, salida Alberto Aguilera, y el autobús E depositaba a Claire en clase. Por el camino plátanos de adorno, castaños de Indias, algunos cedros de nueva plantación, pinos piñoneros, alcornoques y nogales. Todavía quedaban retazos de monte bajo. Retamas, jarales, madroñeros y encinas chaparras.

El nuevo mundo era mejor. Claire elegía. Estu­diaba o no. Entendía o memorizaba. Si perdía el tiempo, de ella dependía, no se lo perdían los demás.

Claire optó por estudiar dos o tres horas al día, desde el primero, antes que dejar para mayo el atracón final. Gustaba más de las asignaturas que se referían a otros tiempos, como la historia del dere­cho o el romano. Asistía a clase por la mañana, estu­diaba después de la siesta y al caer la tarde salía a orearse con sus amigas.



Cañas, vinos y tapas por Moncloa con las nue­vas. Pinchos en Serrano con las burguesitas ex­compañeras de las irlandesas. El Corrillo, Samuel, Peláez, El Águila, El Aguilucho, Mozo, el café Roma, La Ancha, Jurucha y Sakuskiya. Mucho cineclub de colegio mayor y algún concierto en el Monumental. Antonioni, Bergman, Godart, Chabrol, Truffaut, Risi. ¡Rohmer! Y los inevitables Eisenstein, Max Ophuls, Renoir y Von Strömberg. Bardem y Berlanga, con guiones de Azcona, de cuando en cuando ma non troppo. El cine español estaba tachado de cutre y facha.


Yo también devoraba cine. Sin orden ni con­cierto. Mejor si estaba censurado o prohibido. Rossellini, Visconti, Clouzot, los Taviani, la Varda, Resnais, Louis Malle. Cualquier película mutilada era mejor que una americana intacta. Así pensaba yo, que huí, haciendo notar ruidosamente mi disconformidad, de la proyección de películas como “Esplendor en la hierba” o “La gata sobre el tejado de zinc” .


Claire empezó a salir con un chico delgado y alto, de Linares, provincia de Jaén. Guapo, paleto y torpón, andaba el hombre confuso tanto por lo civil como por lo religioso. El primer ligue de Claire no dio para mucho, ni ella lo procuró. Cuando se celebró el XXV aniversario de la promoción, el chico del sur invitó a Claire a subir a su habitación en el Meliá Princesa. “Asignatura pendiente” decía él. Así con­testó ella al tal Tomás: “si entonces no me apeteció, me­nos hoy. Con los cubatas que te has metido, igual ni pue­des...”.

En verdad a Claire quien le hacía gracia era otro, que era de Valladolid y muy blanco de piel. Casi tartamudo de puro tímido, ella veía en él algo pro­fundo y oscuro, como Serrat en el Mediterráneo. Hijo de militar, vivía por el paseo de la Florida, cerca de la Estación del Norte. Allí le dejó Claire en más de una ocasión, cuando su hermana le prestaba el Seat 600D de color azul claro, matrícula M‑300.564.



Claire coqueteaba con él, le ponía ojitos y le hacía morritos y mohines. Ni por esas. El crío no se atrevía ni a respirar en su derredor. Claire sabía que Mario andaba pretendiendo a “una pedorra” más fea que Picio, hija del director del periódico de los sindi­catos de Franco. Con ella se casó y con ella sigue. En otro aniversario de algo, Claire buscó sentarse a su lado en la mesa del restaurante José Luis. Así habló Claire a Mario: “¿por qué no te dejaste ligar?”. Respuesta de él: “porque no ibas en serio conmigo”.

Hoy, transcurridos cuarenta años, pienso en lo fácil que para Claire resultó pasar del invierno de la infancia a la primavera de la adolescencia. Sin dudas, sentimientos de culpa o regresiones. De golpe se terminaron las prácticas formales de la religión ofi­cial. De regla tardía, la caja de su cuerpo maduró maravillosamente en la Ciudad Universitaria de los madriles. Ojos claros, bien abiertos y bien guasones. Sus pechos remedaban a mejor el busto de la Ma­rianne de la república francesa. De piernas largas, que brotaban de más arriba de sus caderas, que a su vez sostenían el trasero más importante de todo el distrito universitario.

Algún curso después, el relamido de D. Leo­nardo P.C., granadino y catedrático de derecho pro­cesal, echó a Claire de clase por llevar pantalones vaqueros, que por entonces no se llamaban jeans. ¡Qué estupidez! Otro apunte del clima imperante: un catedrático de derecho canónico, con apellido de co­munero castellano, gordito, bajito y meapilas, a la hora de explicar los impedimentos matrimoniales y las causas de su anulación (impotentia coeundi etc.), rogaba que se ausentaran de clase las futuras abo­gados.

Claire leyó “El Cuarteto de Alejandría” de Durrell. A Henry Miller también: los dos trópicos, Nexus, Plexus y lo demás. Leyó la Rayuela de Cortá­zar, el Bomarzo de Mújica Lainez, el Jardín de los Finzi Contini de Giorgio Bassani. ¡Bendita editorial Losada. Buenos Aires. Argentina! Vio “Jules et Jim” de Henri-Pierre Roché y “Le genou de Claire” de Eric Rohmer. Huellas perennes dejaron en ella, como la suya en mí.



Esta cultura de gauche divine servía a Claire para relativizar nuestras salidas con gente pija. La parrilla del Plaza, el Royal Bus en la Gran Vía. Ber­nard Hilda’s Orchestra en el Castellana Hilton, el Gas Light, la Boîte, el Gitanillo’s de cerca de la calle Mayor, que no el de Claudio Coello. También la disco­teca de Moncho Street y el Tartufo de detrás de la Gran Vía, entonces avenida de José Antonio. En to­dos ellos bebíamos y reíamos como jóvenes cacho­rros, regocijadamente.


Claire tenía un amigo, hermano de amiga, que gustaba de alternar con putas en cabaretes. El Biombo Chino, Alazán (“encanto y belleza”), Michele­ta, Las Palmeras, Casablanca, Pasapoga, Riscal, la piscina Stella en el verano. L’éléphant blanc, también, en los bajos del Coliseum. El putero señorito decía que las chicas de alterne eran más generosas y honestas que las doncellas casaderas. Alguna vez llevó a Claire a las sesiones de tarde de esos clubes (“señoritas gratis”). El amigo golfo se llamaba Carlos y practicaba la caza mayor en los cotos a donde acu­dían los jueves las criadas y doncellas de servicio. Bajos del cine Salamanca, del Barceló, palcos del cine Alcalá. Había otros cazaderos, pero fuera “del ba­rrio” por antonomasia, y Carlos no quería ser visto por Tetuán de las Victorias, Ventas o el mismo Ar­güelles. De Vallecas sólo sabía que tenía un puente, al igual que el Pozo del Tío Raimundo un cura comunista.

Claire sabía ver el lado tierno de su amigo, que contaba historias con donaire y desparpajo. Carlos se reía de sí mismo y no dudaba en ridiculizarse al narrar sus gracias y desgracias. Jugador de póker en timbas de tahúres semiprofesionales que le sacaban los cuartos que afanaba en su casa, Carlos conoció prestamistas y compradores de objetos robados. A éstos últimos llevaba algún bibelot, libros viejos de su padre e incluso sortijas de familia. Siempre con deudas, siempre de buen humor, siempre con copas, bien llevadas eso sí, y siempre dispuesto a ayudar a los amigos “normales”. ¿Quién no ha necesitado un apartamento para una tarde, un coche para un fin de semana o cuarenta duros para gasolina? Carlos pro­veía de todo con elegancia y nunca reclamaba nada. No como los matatías y mohatreros, de quienes re­cibió, en mala hora y por personas interpuestas, al­guna paliza.
Un día de cocido en Malacatín, en el Rastro, un compañero progre recriminó a Claire su amistad con el pijo de Carlos. Ella, con su voz de trigo recién molido, reprodujo así la última de Carlitos: «“salgo de casa a recoger a una yankee que me ligué en el bar de Fi­losofía y Letras y de la Manila de Callao me la llevo a bailar al club Castelló. Pide la gringa media combinación (2 partes de ginebra, 8 partes de vermut rojo, 2 chorrros de curaçao, 2 chorros de angostura. Remover, colocar 1 loncha de limón y otra de naranja verticales pinchadas en el vaso. ) tras otra. Yo con mi ballantines, venga a dar vueltas al hielo, a ver si cundía. Bailo, sin conseguir arrimar material de combate. Pido la nota y... advierto que no llevo encima la cartera. Se lo digo al maître. “Por Dios, D. Carlos... ya pagará Vd. otro día... si no le importa dejarme el carnet de identidad... ya sabe... es la norma”. Dejo a la tal Ruth en su residencia y me voy a buscar pasta al Corral de la More­ría. Puri, la del tabaco, me presta quinientas del ala y me dice: “Carlitos, no te vayas, que estoy esperando un hijo tuyo...” Hago la estatua. Ella se pone a llorar. Me pide que la espere a terminar el segundo pase del espectáculo de La Chunga. Quiere que la deje en casa. Aguardo. Aparece un empeñero y me trinca la pasta, toda. A las cuatro a.m. llevo a Puri hasta unos bloques que Banús había cons­truido por donde da la vuelta el aire. Intento despedirme. Puri insiste en que suba. ¡Qué remedio! Ya en el piso se me echa encima un hermano de la mancillada, con un garrote de feria de tamaño natural...». No quiso seguir. Como muestra basta un botón. Claire preguntó al progre si las reuniones de la FUDE eran tan amenas.


Claire era donosa, espigada, de pómulos salien­tes, mandíbulas cuadradas, con un principio de muesca hendida en su mentón. En las mejillas tenía dos hoyuelos que rendían el albedrío de tirios y tro­yanos. Su pelo pesaba mucho. Sólo vi una vez cabellos semejantes. Pertenecían a una chica suiza, lánguida y triste de desamor. Guapa y melancólica hasta decir basta. La helvética me contó que a veces le dolía la cabeza de soportar el peso de su melena. Comprobé que un pelo suyo era 3 ó 4 veces más grueso que uno mío.

El amor invitaba, llamaba, a Claire. Ella espe­raba... a estar de buena luna. Claire no era el invierno, ni el otoño, ni el estío. Era la consagración de la pri­mavera, con su boca llena de risas, que regalaba al universo y a cada uno de sus habitantes. De noche brillaba su piel y sus ojos tornaban de verdes a color miel de acacia. De manos largas y fuertes, como ala­dos eran sus pies, del número 40, tan infrecuente enton­ces en la mujer made in Spain. Ni Ava Gardner, ni Rita Hayworth, ni Abbe Lane, ni Katherine Hepburn, eran dignas de besar por donde Claire pisara. Alta era, quizás de tanto mirar al cielo.

Una vez, en La Pérgola de la Cuesta de las Perdices, me habló con una voz tan suave, profunda, y dulce que juro que me caí de la silla. En otra oca­sión estábamos dentro del seiscientos de su herma­na, aparcados en el Paseo de Rosales. Le ofrezco un pitillo Rex o Récord, que no me acuerdo bien, y va y me lo agradece con una leve caricia de su dedo índice sobre mi mejilla. Al sentir su piel en la piel mía, me puse a llorar y salí corriendo. No paré hasta llegar a los altos del Cuartel de la Montaña. Me tumbé boca arriba y me dije “ya está”. Así me decía y repetía ciento quince mil veces. Aún hoy, cuarenta años p’alante, no sé a ciencia cierta qué era lo que “ya es­taba”. Pero estaba.

Escribo con ojos que mojan los rayados plie­gos de mi block y mano que corre sola sin esperar a que mi mente ponga orden en mi lacerado recuerdo.

Hoy, en este puto otoño de mi vida, comprendo que Claire tenía una manera humanista y laica de vivir su alegría, sus sentires. En medio del desierto, era la duna más alta, el oasis más feraz, el faro de nuestra Alejandría, el lucero de mi alba. La Justine de Du­rrell. Una diosa, hada de un boscaje que sufría la lluvia ácida del franquismo, lleno de gnomos confusos de pura medianidad.

Claire se apañó para salir indemne del asunto del profesor ayudante de derecho romano. Como rayo de sol por un cristal, sin romper las estructuras ni mancharse ella. Resulta que un profesorcillo salido quiso gustar la miel de Claire con su boca de asno. En aquella época una denuncia de lo que ahora ha venido en llamarse “acoso sexual” hubiera conducido muy probablemente a la expulsión de la alumna de la fa­cultad y a la confirmación, o ascenso, del acosador. Así funcionaban las cosas. Cuando Claire se hartó de tanta insinuación, de tantos encuentros “causales” disfrazados de “casuales” en aulas vacías, de notas bajas cuando merecía altas y de veladas amenazas de ser suspendida en junio si no era posible tomar una copa tête a tête, pasó a la acción.

Un tal Vivancos, amigo por vía familiar, traba­jaba en la secretaría de la facultad. Obtuvo el telé­fono de la casa del lujurioso docente. Una mañana, mientras el profesor‑asno estaba en clase haciendo la pelota a su catedrático‑mandarín, Claire llamó a casa del abusador y habló con su sufrida esposa. “¿Está Ud. de acuerdo en que propinemos, a medias, a su maridito lindo una lección incruenta aunque olorosa? Soy una alumna de su cátedra y estoy hasta las tetas de aguantar al baboso que le ha tocado a Ud. en suerte”. La legítima se avino al juego. Ella también estaba hasta el moño de las infidelidades, o tentativas, del tontol­culo de su Federiquito.

Claire citó al deshonesto y rijoso profesor en El Corzo, bar inglés sito en la calle General Sanjurjo. Para ello aguardó a la siguiente acometida. Es decir, pocos días. Advirtió a la señora esposa del lugar, día y hora de la cita que el gilí pensaba sería el inicio de un affaire con la chica más guapa y lustrosa que ja­más vieron los tiempos modernos.

A las 7,30 p.m. del día de autos, Claire llamó por teléfono a Jose, camarero de El Corzo, amigo y confidente suyo. Le dijo: “¿ves a un palomino casposo en la mesa del lado de la barandilla, la más cercana a la puerta? Pues vas y le dices que Claire no puede asistir a la cita. Pero te esperas para transmitir mi recado a que llegue una señora llorosa y cabreada. Se lo dices en voz alta, de­lante de ella. Gracias. Te debo una. Por cierto ¿te acordaste de mezclar las píldoras de Laxen Busto (“Laxen Busto, para cagar a gusto”, se decía. Su principio era fenolftaleína) en su copa? OK. Besos. Cambio y corto”. Recuerden: Laxen BUSTO para cagar a gusto.



En el verano que puso fin al primer curso, monté un viaje, a dedo autostopero, con un par de amigos de la facultad.

Pretendía llegar hasta Viena (diez días de estancia), pasando por París (quince días de parada) y Fribourg en la Suiza romande (un mes de estudio, parada y fonda). Y así lo hice, porque quise y porque en las tres estadías “pegué la gorra” a modo. En la Ciudad Universitaria de París (XIVe) me alojé en el Colegio de España, a precios del SEU y con enchufe de mi tío para lograr plaza. Comía en el comedor uni­versitario. “¿Café, thé ou chocolat?” me preguntaba cada mañana una vieja encantadora.
Aquel agosto del 62 Claire, que había prometi­do visitarme, se presentó en París... con un amigo. Se habían conocido en el viaje, al borde de la carretera, mochilas a la espalda, caras quemadas por los soles de la meseta de Castilla, por los céfiros de los Piri­neos, la brisa de las Landas, el bochorno verde y húmedo de Dax, los dorados reflejos de los viñedos de Burdeos... Así hasta París, procurando caminos no trillados.

La diosa Claire estaba radiante, en sus glorias. Se abrazó a mí y me hizo abrazar a su socio de autostop, que resultó ser un tío legal. Mayor que nosotros, había estudiado sociología en La Sorbona y nos enseñó un París desconocido que no he vuelto a saborear. Hicimos un poco el trío de Jules et Jim, pero sin abandonar mi adustez, tan hispana. Me porté muy bien. Aguanté los celos y disfruté viendo a Claire disfrutar con cara de aleluya.


En Fribourg me alojé en una residencia de los padres agustinos y disfruté de la hospitalidad de los marianistas para llenar la andorga en su seminario. Conocí pronto el cuarto de las cámaras frigoríficas y mis dieciocho años agradecieron mucho los fiambres, embutidos y quesos suizos que me servía yo mismo, eso sí, con permiso de la autoridad eclesiástica. En Viena dormía y cenaba en el colegio marianista de la ciudad imperial. Mi cama estaba en un pabellón aisla­do del resto de los inmuebles de los religiosos. En la nave y en su dormitorio colectivo vivía solo, aquel agosto del 62, éste que lo cuenta y no para. Confieso que en aquella enorme alcoba, dividida por mamparas y con la típica salamandra centroeuropea en el cen­tro, pasé miedo y frío. Dormía a solas en un gran edi­ficio, en país de lengua germana y con un hambre en las tripas que aún me suenan. Los curas y levitas ce­naban, y yo con ellos, dos salchichas vienesas y una taza de té. ¡Ah! y pan negro, que era lo que me sal­vaba de quedar exánime cada madrugada. En las es­caleras de aquel pensionado vienés, sufrí por vez primera de lo que, a mi vuelta, el médico de casa diagnosticó como “dolores neuríticos”. El tiempo ha querido que sean muy llevaderos, pero en aquel en­tonces creí que me había dado un “paralís”.



En Fribourg me matriculé en L’École Benedict para un curso de lengua y literatura francesa. Los tres españoles armábamos tal algazara que las clases se interrumpían sistemáticamente con este estribillo del profesor suizo: “messieurs les espagnoles, là bas, ¿de quoi rigolez vous?”. Yo me reía del profesor, un ridículo tipejo de la bas‑ville(También reía al acordarme de un profesor de mi colegio que nos decía cuando estábamos levantiscos:
“juegancharlanríensedivierten;
estánustedesestafandoasuspadres;
enjuniovendránloslloros;
hayquecomprarunpelotónparaelrecreo”).
También de tener 18 años y de haber ligado ¡en la parroquia del pueblo! con una italiana atractiva, simpática y cariñosa. Fue en una fiesta para estudiantes extranjeros. Se lla­maba Ligia y era pelirroja, con pecas y una espetera admirable. Un auténtico torbellino toscano. Me re­cordaba a Monica Vitti, pero a la pata la llana y con más raza si cabe. Parecía un personaje de Fe­llini/Antonioni/Dino Risi. Y yo contabilizaba mi se­gundo ligue extramuros, que primero fue una ingle­sita llamada Wendy a quien conocí en el Mar Menor, donde la guiri se ocupaba de unos niños ricos y bu­rros, hijos de un exportador pimentonero. La joven institutriz estaba tristona y debió juzgar que el único mozo potable del lugar era yo, modestia aparte. Yo no hablaba, ni lo hago hoy, inglés. Ella, cuatro co­sas en español con acento de “hay bueyes en el re­baño”. Pero nuestro pequeño romance de verano nos ayudó a sentirnos iguales entre nosotros y distintos de los demás, de aquella troupe de vándalos, tanto indígenas como veraneantes. Si hablo de ligues no vernáculos me tengo que acordar de un beso que me dio una niña francesa, en el verano de preu. Acaeció en el portal del hostal donde se hospedaba en la Gran Vía. Luego aprendí que en París las personas se besaban así en los años sesenta.

Aquel beso me trae a las mientes mi primera detención para declarar en un cuartelillo de la Guar­dia civil. Sucedió en la playa de La Torre de la Hora­dada. Ya saben: “el cura del Pilar de la Horadada, como todo lo da, no tiene nada y, a falta de vecinos y vecinas, por la calle circulan las gallinas...”. No puedo presumir de malos tratos, pero no he olvidado la humillación de ser conducido al cuartelillo, ella estu­pefacta y avergonzada, y yo asustado y renegando de la época y pasaporte que me habían tocado en suerte. Noche oscura, playa de un mar sin olas, Wendy y yo reconociéndonos y deseándonos. Linterna de cabo de la Guardia civil ¡mosquetón al hombro! Los niñatos que se pasean hoy con banderas sin el escudo consti­tucional, si padecieran en sus carnes episodios se­mejantes, quizás gustarían menos de la autoridad, de los bigotes y de las hazañas bélicas.

Si hablo de una primera detención es porque hubo una segunda, también con chica y por igual deli­to: retozar junto al mar en playa y hora desiertas. Esta vez, tres o cuatro veranos después, la chica era de un guapo subido, un cañón del Colorado de fabri­cación española, y con más peligro que una piraña en un bidé. Ella (Elena Ferrándiz. Su amiga íntima, Nani Ruescas, tan pronto conoció nuestro asuntejo, me tiró los tejos, que yo recogí al vuelo. Así fue lo que pasó) y yo estábamos a lo nuestro en noche de plenilunio en la calita rocosa de Cabo Roig. La his­toria fue un remake de la anterior y mi cabreo mayor porque perdí una lentilla en el incidente. Para los jó­venes y jóvenas que seguramente no me leerán, diré que mis lentillas, de rígido cristal duro, fueron de las primeras que adaptó en Madrid Da Carmen Tato (“microlentillas de contacto”), en la calle Jacome­trezo de Madrid. Año 63/64. ¡Casi ná! ¡Ah! también perdí las 250 pesetas de la multa. El honor de la ru­bia niña bien salió indemne del trance, pues conseguí que el sargento no tomara los datos de su documento de identidad. El mío bien, también, gracias. En el fondo, y casi en la forma, en el cuartelillo tenían ga­nas de aplaudirme.






Vuelvo a Claire. “De alguna manera tendré que olvidarte...” me dice Aute. No. Jamás te olvidaré.
Cuando me volví loco por ti, tú me elegiste como amigo, como el mejor de ellos. Mas ¡ay! que yo te quería para “amor constante, más allá de la muerte”(Quevedo). La poesía que ahora me importa, a luna llena de septiembre, a ti se refiere también:

“... calado de ti hasta el
tuétano de la luz...
En mi alma nacía el día.
Brillando estaba de ti; tu
alma en mí estaba...
Sentí dentro, en mi boca...
el sabor de la aurora...”

¿Es que Aleixandre te conoció? ¿Por qué se apropia de mis temblores, de mi “élan vital” hacia ti? Hubo de conocerte, porque no ha habido otra perso­na digna de tales versos.

Comoquiera que este relato está condenado al cuarto oscuro, de un lado y, de otro, que no es tiempo de faroles, despacharé mis amoríos de la do­rada época universitaria en tres renglones. No inclu­yo los más fugaces. Jacqueline, la chica de Filadelfia, Rita, la de Rosario (Argentina), y Almudena, una es­pañola que estudiaba arquitectura y que se prestó a interpretar conmigo una película en super ocho.

Aviso al no avisado lector que, en aquella época, español que preñara a mozuela nacional incu­rría en riesgo cierto de ser casado o fusilado al ama­necer. Hasta el punto que el único compañero de mi curso que, ¡oh infelice!, se atrevió a yacer con su novia formal, fue obligado a casarse porque la ex­doncella cayó embarazada tras una sola sesión de trabajo en el curso del viaje del paso del ecuador, expedición en la que no participé. Hago un paréntesis para reflexionar sobre una de las eternas paradojas de la condición humana. En aquellos años una casta muchacha podía quedar embarazada con poco menos de una certera mirada. Hoy en día, con las libertades generales y las particulares sexuales, proliferan las clínicas y sistemas para combatir la infertilidad. Ya se sabe, Dios da pañuelos a quien no tiene mocos, y viceversa.

Tuve una relación blanca, de noviazgo formal, con una de las hermanas de un amigo, compañero del alma, compañero. La cría era alba de piel, caritita (En Venezuela, caritita es niña rubia) y dulcísima. La historia se terminó por mi inmadurez y porque un verano, en un Madrid vacío y tórrido, se cruzó por medio una gacela de enormes ojos verdes, mata de pelo castaño, con cuerpo de modelo de Mary Quant, pero con hombros y caderas a lo Haley Berry y carácter de mujer hecha y derecha. Cuando la niña blonda y dulce volvió de vacaciones, le conté la en­tente hispano‑francesa. También hubiera podido ca­llarme e intentar compatibilizar lo incompatible, pero preferí ser sincero y cantar la gallina. La cría no dudó en mandarme a freír puñetas y yo conservo un recuerdo maravilloso de ella y la esperanza de haber redimido mi falta, o, en su defecto, haber desenzar­zado la situación. La hermana de mi amigo era menu­da y alegre, de dulces ojos muy parecidos a los de mi madre; óvalo perfecto su cara. Era una mujer‑niña en paz consigo, cercana a un misticismo que ¡ay! aprecio y busco hoy más que antaño. Era una niña‑mujer de alma transparente, fuerte y más libre de lo que su frágil figura dejaba adivinar. Yo estaba verde. Me faltaban años y sabiduría.

Lo de Catherine fueron dos años d’amour fou que me curtieron cuerpo y alma. No soy capaz de desvelar aquí el modo, la manera y el por qué se ex­tinguió aquel volcán. Lo tengo escrito en relato que guardo bajo llave en el alma, dentro de mi almario.

Mujer‑pasión, Catherine, era más vulnera­ble de lo que ella y yo creíamos. Su sensualidad me­diterránea estaba a medio camino entre Argelia y Alicante, con parada y fonda en las Antillas france­sas. Venía de salir de una historia de amor que no me contó, con buen criterio. Lo supe mucho después, por boca de otra persona. Y tuve celos retroactivos.

Jugamos a ser eso que hoy se llama pareja estable y fuimos enormemente felices (Especialmente fuimos dichosos los días que pasamos en Almuñécar (Granada). Ella se sentía en Argel y yo estaba en la tierra de mis ancestros, pero libre del pasado y del presente. Que no del futuro.) y desgracia­dos. No consiguió terminar con mi parte frívola y malamente burguesa pero... hizo lo que pudo.



Catherine encarnaba la dignidad y la decencia. En medio de un Madrid cutre y garbancero, con olor a berza y a churros mal fritos, constituía la más co­diciada presa para el nutrido club de los señoritos cazadores de gacelas de importación. Ella se mantuvo íntegra, en medio de tanto depredador de vía estre­cha que campaba a sus anchas por la terrible estepa castellana. Con cuatro perras en el bolsillo, o sin ellas, a vueltas con el pago del alquiler y lo demás, y mal comiendo en restaurantes llamados económicos, con riesgo de contraer salmonelosis o ladillas en el baño. Trabajando mal pagada, sin contratos ni S.S., siempre bella, siempre elegante de espíritu y de ma­neras, Madrid perdió un gran fichaje el día en que, doctorado bajo el brazo, regresó a su tierra demo­crática y civilizada (Catherine y yo rodamos una peliculilla de cine amateur en super ocho. Entrambos asimismo participamos en un precioso libro de poesía y fotografía. Todo ello se ha perdido, salvo en mi remembranza).

Gracias a los dioses, a principios de los años ochenta pude, cara a cara que no cuerpo a cuerpo, explicarla lo inexplicado y arreglar el ayer. Eso es lo que trae el otoño. Buscas paz, serenidad y saldar cuentas contigo mismo, con tu pasado y con los seres que te han hecho tal y como eres. Iluminarte e ilumi­nar, si puedes lo primero y te dejan lo segundo.

Claire era utópica y acrónica. Las muje­res‑niñas o las niñas‑mujeres de mi vida de entonces pertenecían a su época y estaban en su lugar, incluso desplazadas de su origen o raíces. Claire era astro de otro mundo y su tiempo era eterno, no como los nuestros, que marcaban nuestro hablar, nuestros movimientos y sobre todo nuestros pequeños miedos y tabúes diarios.

Tan es así que todos la queríamos pero ningu­no supo entenderla del todo, ni amarla lo suficiente. Ni estar a su altura. Pienso, humildemente, que me aproximé mucho. Pero... no lo suficiente. Aunque... ¿alguien conoce cómo se debe querer a una diosa? ¿Existen modo y manera?

Anduve trochas y carriles, sin ella, yo solito. Mas, pero, aunque, sin embargo, leímos juntos, en voz alta, a Gore Vidal, a Kerouac, a Rimbaud, a Mallarmé, a Verlaine. También el “Bonjour tristesse” de la Sagan. Malditos. Escuchábamos a Zitarrosa, a Cafru­ne, a Cabral. También a Los Chalchaleros, a Falú. Nos gustaba ir al Jazz de la calle Villamagna. Tete Mon­toliú. Iturralde. Hoy no queda jazz en el barrio, que yo sepa. Jaime Marques, el brasileiro del jazz de Diego de León, llegó a ser amigo nuestro. Entendía la música como un sacerdocio. Yo militaba en la iglesia de Claire.

Claire seguía estudiando con método y natural facilidad. Yo empecé a perder interés por el Dere­cho. El derecho público, administrativo y fiscal sobre todo, es sencillamente horroroso. Sólo el civil me gustaba y eso quizás porque está en desuso. ¿Alguien con sensibilidad puede sostener que el derecho fis­cal, o el laboral son verdaderamente “Derecho” con mayúsculas? ¿Dónde quedan los viejos principios ro­manos: “Vivir honradamente, no perjudicar al prójimo y dar a cada cual lo suyo” (Honeste vívere, álterum non laédere, suum cuique tribúere. Justiniano)?

A partir de tercer curso mi único interés por la carrera era terminar cuanto antes. Y así lo hice. Claire seguía su tran‑tran, matrícula tras otra. Estu­diaba todas las tardes, salía todas las noches. Dor­mía en dos tranchas: seis horas en la noche, dos en la siesta. Dejé de ir a clase y me matriculé por libre de 4o y 5o cursos juntamente.

Me dediqué a otros aprendizajes. Antonio Ron, mi amigo ex­comunista, volvióse inseparable compañero. Pobre, divertido y culto, padecía de “pá­jaras negras” según su autodiagnóstico. Hoy diríase que tenía tendencias depresivas. Siempre conmigo, incluyendo “los salones bien” de Madrid. Era brillante si estaba de buen humor. Si estaba “down” podía ser corrosivo y destructivo. Por contra, mi sangre latía a toda pastilla y yo estaba vivo hasta durmiendo. Dado que para mí ya era evidente que el universo tiende al caos, cuando éste se aproximaba, buscaba a Claire, porque ella era la última línea defensiva.

Si el Ron se ponía depresivo nos íbamos los tres a Brunete, y en Casa Campa nos metíamos p’al cuerpo sendas perdices estofadas y bien de vino tinto manchego con sifón. Luego pasábamos la tarde en la finca de mon père. Chimenea si invierno, piscina si verano.


Por entonces yo andaba en un Mini‑Morris 1275 cc. Qué digo andaba, ¡volaba! El Ron y yo, cuando se terciaba y teníamos efectivo, nos largá­bamos al Mar Menor, a jugar al póker en la fonda Neptuno de mi amigo Inocencio, otro “compay” del alma. Pagué la última letra del coche cuando dejé Derecho para ingresar en la Escuela de Cine. Al re­vés: dejé la carrera cuando pagué la última letra. Claire obtuvo el premio extraordinario de licenciatura o de fin de carrera o como se llamara o llamase. Sin hacer alharacas. La entrevistaron en el Arriba y en el Ya. Conservo la foto de los periódicos, a las que añadí este pie:

“inmensa hermosura
aquí se muestra toda, y resplandece
clarísima luz pura,
que jamás anochece;
eterna primavera aquí florece”

¿De quién tomé los versos? ¿De Fray Luis de León, quizás?

Sigo en el mundo del cine, ahora más bien en el de la TV. Un crítico más mejor que los demás es­cribió un día sobre mi obra: “su cine es literario y su literatura cinematográfica, pero no consigue separar ambos géneros”. ¡Qué cabrón! ¡Vaya manera de afi­nar! Mi literatura... Sí, también escribo. Guiones para series de TV española. Guiones nutricios, que me permiten seguir viviendo en el barrio. Alguna colabo­ración para Prisa, donde piensan que soy un ácrata de salón. Un señorito desclasado, pero señorito a la postre. ¡Qué “quedrán”! que dicen en “Graná”.

Claire ha hecho de todo, siempre bien y sin despeinarse. Bufete profesional, enseñanza universi­taria, “banca ética” dedicada a la financiación de energías renovables, microcréditos, apoyo a grupos de riesgo. Otra clase de banca, pues, también en América. Durante dos o tres años dirigió equipos multidisciplinares para estudiar el deterioro de las grandes forestas amazónicas y borneanas.

La diosa sigue en el Olimpo. Nunca ha sido políticamente correcta. Se ha gastado lo que ha ga­nado en hacer lo que ha querido. Ha sembrado bien y paz. Ayuda sin entregarse. Los hombres dejaron de interesarla, salvo como personas. Tachada de poco práctica, me dijo un día “¡Quiá! nací herida de reali­dad y en busca de realidad sigo”. Usó palabras de Paul Celan, uno de sus poetas favoritos. Yo advertía en ella un modo exacto de estar en el mundo (Alessandro Baricco me presta la expresión, que tomo de mi memoria).

Yo estoy bien, con la ayuda de mi Tao y la clara luz de Claire en mis entretelas.

“Amor no es voluntad,
sino destino
de violenta pasión” (Villamediana, conde de. Circa 1600) .

¿Dónde iré a parar si se apaga luz tan clara? ¿Quién me sacará de los rastrojos?

La vanidad es yuyo (Yerbajo, hierba inútil) malo, que envenena toda huerta. Claire se sabe superior pero actúa como si no lo fuera. No es humilde, actitud que se refiere al reconocimiento de la propia inferioridad, sino sensi­ble y compasiva. Casi siempre... A mí la injusticia me da unas veces tristeza y otras rebeldía. A ella sólo la última.

Claire también puede ser injusta. Alguna bronca me gané sin yo creer merecerla. Era cuestión de sensibilidad. Si yo no notaba que algo mío la hería, ella no disculpaba mi torpeza. A veces pienso que era un privilegiado porque a los demás todo perdonaba. Pero... yo sufría, sin que mermara ni tantico así mi embobamiento por Claire. Las diosas también pueden ser arbitrarias. La arbitrariedad confirma su mando. Pudiera ser que una regañina inmerecida de Claire significara que antes me había perdonado varias de las justificadas. Mas yo me sentía como cachorro que no recuerda por qué su ama le atiza con el periódico en el morro.


Becaud, Brassens, de un lado. De otro Mo­dugno, la Vanoni, la Zanicchi, Milva, Mina. Más abajo Richard Anthony. Marie Laforet, Sylvie Vartan y France Gall eran más de ver que de oír. Igual que la Hardy. Para las tardes lluviosas frente a la chimenea de la casita de Brunete. A Claire le gustaban Dylan y Joan Baez, incluso el plasta de Leonard Cohen. A mí el rock and roll de Bill Haley y sus cometas. La rela­ción de Antonio Ron con Claire era curiosa. Por un lado, como todos nosotros, estaba loco por sus hue­sos. Por otro, celoso de mi cuelgue por ella. Son sen­timientos ambivalentes, normales entre amigos, aun­que no fuéramos ninguno “confusos sexuales”.

El Ron no tenía nunca un duro. Literalmente. Su trabajo en el Instituto Nacional de Previsión daba para mal comer él y su familia. Le vi fumar coli­llas de cigarrillos ya fumados, que arramblaba de los ceniceros de cualquier casa o bar. Salía a la calle, y yo con él, a buscar una moneda caída en el suelo. An­tonio Ron conocía mucho a un ginecólogo progre, el doctor Hernández, quien proveía de recetas de píl­doras cuando alguno del grupo se ennoviaba. Con ex­tranjeras, claro. Salvo Claire, que fue una de las pri­meras españolas de clase burguesa usuaria de la pri­mera generación de aquel invento químico que, a no tanto tardar, trajo la revolución sexual a Europa primero, y después a la España tardofranquista.

En las farmacias del barrio no despachaban ni preservativos. Y encima se permitían regañarte en voz alta, para avergonzar al lúbrico adolescente que pretendía cumplir con su instinto, que no es tanto el de reproducirse sino de jugar y gozar con el único deporte que no tiene reglamento. Mi generación ha sufrido no sólo la mutilación de sus derechos políti­cos y culturales sino la enorme represión del instinto más elemental y divertido. ¿Quién restituirá lo que nos hurtaron?

Es evidente que Claire no se afilió al clandes­tino PCE porque el Ron acababa de dejarlo. Detenido en las redadas del año 56, Antonio se fue alejando del partido. El estalinismo no casaba con su natural asilvestrado. En la cárcel de Carabanchel el partido obligaba a distribuir los paquetes de ropa y comida que las familias hacían llegar a los presos políticos. En la navidad del año 57 la “señá” Antonia, abuela del Ron, le mandó a su nieto un jersey de cuello vuelto hecho con sus manos asarmentadas. El Ron se negó a la redistribución. Así empezó su disidencia ideoló­gica.
Claire coqueteó con el partido, pero... ni ellos confiaban en ella ni ella lo tenía claro. El Ron la deci­dió con su ejemplo. Al final de la carrera, Claire optó por ayudar a los comunistas, eso sí, desde su irre­ductible independencia de criterio.
Yo participé en la fundación de “Cuadernos para el diálogo”. Me gasté las veinticinco mil pesetas que tenía en una libreta en la Agencia Urbana no 1 del Banco de Santander, en Claudio Coello esquina Goya. Guardo las acciones como recuerdo.
Ahora sé que la democracia cristiana es re-trógrada. Pero aquel grupo no lo era. Quería un ré­gimen de libertades para España. Y sabíamos que el catolicismo oficial de la Iglesia jerárquica estaba con la ideología reaccionaria dominante. La oposición a Franco tenía cuatro frentes: los estudiantes (a partir del 56) los intelectuales (pocos y mal aveni­dos), los obreros de comisiones obreras y unos cuan­tos curas sueltos.

Claire y yo dejamos de vernos y de saber uno del otro durante largos años. Ella se fue a América y yo a mi mundo de ficción. He escogido una vida tran­quila, de emociones medidas y necesidades controla­das. No siempre lo consigo pero... “estoy en ello”. Nunca dejé de pensar en ella un solo día. Como el “Ciudadano Kane” respecto de una chica que un día vio fugazmente pasar en un tranvía.




Ahora es tarde para todo porque no queda tiempo para nada. Ni siquiera para seguir con esta historia, que empezó en primavera y me deja un re­gusto a grosellas y hongos de otoño.

La dulce tarde ha llegado a su fin. La aurora aclara el segundo día de mi otoño. Ninguna primave­ra, ningún otoño remedian nada. Claire ha vuelto al jardín de los dioses que nunca dejó del todo, pues apenas se mezcló con nosotros, los mortales. Desde que se fue no quedan flores en la tierra. Todas están junto a Claire, que regresó al origen.
En Madrid, a 22 de septiembre de 2004, festividad de san Mauricio y compañeros mártires.

Tu étais trop jolie, trop jolie
Mon amour
Ton rire était trop frais
Et ton corps trop parfait
Tu aimais tant la vie, tant la vie…

... Tu étais trop jolie pour moi mon amour

Tu étais trop jolie, trop jolie
Mon amour
Tu étais une enfant
Vivant intensément
Moi je n’ai pas compris, pas compris…

… Tu étais trop jolie pour vivre mon amour. Aznavour 1959.

En un principio fue la palabra

$
0
0



En un principio fue la palabra__________

El amor por las palabras llevó a ambos a la otra clase de amor.

En la Facultad de Derecho él juntaba primorosamente las palabras de forma que sus inextricables explicaciones sobre el Derecho Romano y sus latinajos casi se entendían.

En la Facultad de Filosofía y Letras ella presentó una bella tesis sobre Baltasar Gracián, a quien emuló en concisión y superó en gracejo.

El primer mes lo gastaron en contarse cosas, ver películas literarias, leer libros cinematográficos y contemplar pintura con textos.

El otro amor llegó consecuentemente y sin trampas. Consumieron el tiempo adecuado para que él rompieran distintas ataduras y para que ella, más libre y más joven, aceptase algún yugo. Decidieron compartir techo, lecho y mesa.

Fueron días de vino y rosas. Dichosos hasta la extenuación. Ningún placer les fue ajeno. Juntos vulneraron convenciones sociales y jurídicas. Él fue cómplice de ella y ella encubridora de él.

Tiempo después vinieron los “celos retroactivos”, el “egocentrismo”, los “blindajes anti-opas en el núcleo duro del corazón” y los macarrones con tomate del calibre 38mm parabellum.


Juegos de amor y juegos de muerte.

Alicante-Miami

$
0
0
Quien mal anda...                                




(fotos del autor)

La madre y su hija vivían en Orihuela desde que el padre se había marchado de casa con una cubana muy simpática.

La madre trabajaba de vendedora en una sociedad de promociones inmobiliarias que había ido llenando meticulosa y especulativamente de chalecitos adosados casi todas las tierras de secano comprendidas entre San Pedro del Pinatar, el Pilar de la Horadada y San Miguel de Salinas.

La chica nunca fue buena estudiante y sí, en cambio, una auténtica líder de la cultura del botellón ampliamente implantada en la zona. Es cierto que el clima benigno, el perfume nocturno de las flores de azahar y el natural permisivo de las gentes de Levante propiciaban un cierto relativismo moral, tranquilizador para padres, educadores y estamentos políticos y municipales.

La chica necesitaba algún dinero para instalarse con su novio en un apartamento, pagar la fianza del alquiler, comprar cuatro trastos y una nevera y, claro está, un somier y un colchón. El novio poco podía aportar porque en su casa eran muchos hermanos y bastante tenía con su tetraplejia y sus oposiciones para funcionario del Excelentísimo Ayuntamiento de la localidad.

Una noche de movida y litrona, en la que la fragancia del jazmín y del galán de noche podía al olor a estiércol de los campos recién abonados, un chaval habló con la chica y le propuso para dos semanas después un trabajo agradable y bien pagado.

La chica se levantó nerviosa aquella mañana. Era su primer viaje en avión, nunca había salido de España y apenas hablaba inglés. 



Las instrucciones de la organización eran muy claras. Vuelo IB-1391 de Alicante a Barcelona. Dos horas después vuelo KLM-1666 a Amsterdam. En el aeropuerto de Schiphol tres horas de escala para seguir a Miami en el vuelo KLM-6057 de la propia compañía.

En la zona de tránsito de Schiphol, justo enfrente del Dutty-free, un chico bien vestido con aire de ejecutivo de una firma de auditoría, le entregó una caja de chocolate belga.

El vuelo a Miami fue agradable, la comida correcta y las películas, que no había visto, entretenidas aunque apenas sí entendía los diálogos. Ni falta que hacía para seguir las cabriolas de Jean-Claude Van Damme o Steven Seagal.

La monja que estaba sentada a su lado le contó que iba destinada a un convento de clausura que las Clarisas Capuchinas tienen cerca de Orlando. Estaba ilusionada y excitada después de quince años de oración y recogimiento en La Haya, donde llovía y hacía frío.

Nada más llegar al aeropuerto Miami International empezó el calvario de los trámites y controles de seguridad e inmigración, exacerbados por la psicosis del 11 de septiembre.

Aunque ella explicó varias veces, en castellano, que estaba en tránsito para San José de Costa Rica, los oficiales de inmigración la gritaban, también en castellano eso sí, que debía rellenar los formularios para entrar en USA, cosa que hizo con dificultad y con un rotulador que le prestó la monjita, quien se manejaba con la soltura que debe proporcionar la vida contemplativa.

Cuando ya estaba técnicamente en territorio USA, y después de abrir por segunda vez su maleta y la bolsa de mano, apareció un policía de la DEA con un precioso perro pastor alemán de pelo oscuro y cara bondadosa. El perro olisqueaba profesionalmente personas y enseres y vino a pararse justamente a la altura de ella, meneando el rabo y mirando al agente de la DEA, muy parecido por cierto a Clint Eastwood en Harry el sucio.

Súbitamente aparecieron más uniformes de policía que transportaron a la chica en volandas a una oficina del Departamento del Tesoro.




El pastor alemán estaba muy ufano sentado delante de la caja de chocolates y su rabo era una fiesta. Se había ganado una buena ración de pienso compuesto.

Quince días después el Cónsul de España llamó a la madre de la chica para decirla que su hija estaba en una prisión federal acusada formalmente de tráfico de drogas y de pertenencia a una organización internacional de tráfico de estupefacientes. En total, la fiscalía se proponía solicitar una pena de prisión incondicional de 20 años. Y sin posibilidad de beneficios ni remisiones de condena por trabajo o buena conducta.

La chica había cumplido 18 años el verano anterior y su madre estaba muy contenta porque, si bien había dejado los estudios, iba a empezar a trabajar en una fábrica de conservas de Molina del Segura. Como dijo su hija por aquel entonces "por lo menos ya tengo la miseria asegurada para casi toda la vida". Claro está que ella se refería a su trabajo en la fábrica, no a su largo horizonte carcelario.

Venganza y egoismo

$
0
0
VINDICACIÓN EGOCÉNTRICA_____________



(foto tomada por el autor en Sorrento)

El se despertó sobresaltado. Ella no estaba a su lado. De pronto, él recordó la última frase de ella: "tu egocentrismo ha llegado al límite". "¿A qué límite se había referido ella?", pensó él. "¿A su límite, a mi límite o a un límite objetivo inexistente?".

Saltó de la cama y se fue directo al María Moliner, sin pasar por el cuarto de baño. "Egocéntrico, -a (de «ego» y «centro») adj. y n. Se aplica a la persona que refiere a sí misma todo lo que ocurre y pone su propia persona en primer lugar en lo que dice, en los asuntos en que interviene o en las reuniones en que toma parte. = *Egoísta."

"Muy de ella, utilizar egocentrismo en vez de egoísmo", se dijo él. "Siempre a vueltas con el lenguaje" ("léxico", decía ella).

El se aseó y afeitó pulcramente. En el baño eran evidentes las huellas dejadas por los potes y frascos de ella. El creyó oír el eco del vacío dejado por el albornoz y las toallas de ella que ya no estaban en sus baldas.

El se vistió con pausa y abrió el balcón. Se subió al antepecho y se dejó caer. Mientras caía él recordó que antes de irse a la cama había abierto el Julio Casares por la voz vindicación "f. Acción y efecto de vindicar o vindicarse".

Ella coincidió en la acera con el cuerpo de él, con la policía y con el juez de guardia. Llevaba su bolsa de viaje al hombro y unos bollos calientes y las llaves del apartamento en la mano derecha. En la izquierda, el DRAE, edición de bolsillo.

"Canalla egocéntrico y vindicativo" rezongó ella.


Relatos de estío, espacio y tiempo

$
0
0
Relatos de estío, espacio y tiempo               


EL CASO DEL TAXISTA HIPERACTIVO             

Agarro un taxi a la vera de la clínica de mi maestro japonés. Vuelvo a mi encierro del barrio.
El hombre que conduce empieza a hacer cosas raras. Se salta un semáforo y se cambia de carril a cada poquito. Sin poner el intermitente.
Ensayo el truco de darle conversación para ver si el hombre se tranquiliza.
- ¿Lleva usted mucho tiempo en esto del taxi?
Me mira por el retrovisor atravesando el plástico ese de seguridad que te deja sin aire acondicionado en verano y que no protege ni de un atraco de un niño de teta. Me cuenta que no, que lleva poco tiempo en el oficio.
- Verá usted. En realidad yo soy informático, pero, como también soy hiperactivo, cada dos años tengo que cambiar de trabajo porque me pongo muy nervioso.
Comento en voz baja que ha ido a elegir un trabajo que ataca los nervios. Me pica la curiosidad e indago si se autocalifica con conocimiento de causa.
- ¿Dice usted que es hiperactivo?
Se salta un par de semáforos más, insulta a una señora gorda que está subida a un BMV todoterreno y que espera a la salida de un colegio plácidamente estacionada en cuádruple fila y me dice:
- Pues verá usted, el psicólogo del colegio diagnosticó mi problema porque no seguía bien los estudios por falta de concentración. Mientras estudiaba informática ayudaba a mi padre en el taxi y, de entonces acá, cuando me canso de un trabajo y me entra la neura, me vuelvo al taxi.


Ya en casa, recuerdo que en mi clase del colegio había un niño que hoy gozaría de los privilegios que concede el carné de hiperactivo. Entonces era tratado de zascandil y botarate, y medicado a base de capones y puestas de cara a la pared en todos y cada uno de los recreos de cada curso escolar. Ahora es un jefazo en el partido populista.


DEPRESIONES Y OTRAS VAINAS       


Alejandro, fino estilista, se pegó una leche en moto y desde entonces anda luchando contra la depresión. La chica de las flores dejó a su marido, fue diagnosticada de nosequé múltiple y sometida a un tratamiento cabroncete. ¿Se deprimen o tienen trastornos bipolares?
La chica alta, natural de Guinea, se lía con un bailarín y se queda embarazada. El bailarín niega, el bebé nace y ella venga a tomar prozac.
El pintor antillano y la chica chilena de la academia para preparar oposiciones, ven cortado el suministro telefónico por falta de pago. Se deprimen y se quedan sin Internet.
Las parejas de mileuristas no pueden con las cuotas del coche, de la tarjeta de crédito e hipotecarias. Como además las criaturas están acostumbradas a comer tres o cuatro veces al día y a utilizar, mañana y noche, cosmética aunque sea comprada en un chino todo a cien, no les salen las cuentas y, se pongan como se pongan, van y se deprimen. Buena gente. Solo beben los fines de semana. La Revolución francesa empezó con las revueltas por el pan.

EL TAXI DE STEINBECK                             


El conductor del taxi de ayer día miércoles, llevaba el pelo clavaíto a D’Artagnan.
Se vuelve y me pregunta:
- ¿Es usted escritor?
Como quiera que en los últimos tiempos a los taxistas les da por hacerme la misma preguntita, me limito a decirle que sí, que más o menos.
- En realidad, yo soy roquero. ¿Ha oído usted hablar de mi grupo? Se llama Las Uvas de la Ira. Este sábado tocamos en la calle La Palma. Si me da usted su dirección de correo electrónico le envío uno cada vez que dé un concierto.
La confesión del taxista steinbeckiano de ser atlético, termina por vencer mi mínima resistencia y le doy una tarjetita con mi e-mail y mi bloog. Se llama David.

SOLLOZO ANTES DE DESPERTAR              


Noche toledana. La melatonina obliga. En el prefacio nocturno y cubista asisto a un tráiler sobre mi evolución por selección natural. Mi abuela no soporta que la evolución sea ciega y que yo resulte un subproducto sin autoría intelectual. No buscado.


En el segundo tempo la orquesta filarmónica nacional de Hungría, dirigida por Zsolt Hamar, interpreta un poema sinfónico titulado La metafísica del babuíno. A su término un psicólogo-primatólogo que venía de pasarse la friolera de quince años estudiando a mis primos en la reserva de Moremi, en el delta del Okavango, salió al escenario travestido de babuino al tiempo que gritaba “¡tenemos conciencia y sentido de seres sociales!”.
Me despierto. Los tejados aún están oscuros. Amanece. Y yo, convertido en paria social, me dispongo a recordar el amor que quita el miedo a la muerte. Me reafirmo en el propósito de exigirme a mí mismo el respeto que merezco. Mis cuentos no deben ser sometidos a las indignidades del juicio ajeno y de la competencia con otros.
Amanece. O no.
Vuelve la noche a mi guarida y mis fantasmas salen a pasear. Culpas en pena. Miedo me dan los remordimientos por mis actos futuros.
Me voy a ver la ampliación del museo del Prado. Mi simpatía por Paul Valéry no ha muerto. Le digo a Moneo que dentro del edificio de Villanueva recuerdo el buen tiempo que hace fuera.


POR UN INVIERNO YO FUI FELIZ                

Libertad. El lento discurrir de las horas de charla sin tener cómo ni por qué.
La chica de mi Facultad me preguntó:
- ¿Por qué no me quisiste?
- Porque no te creí. No me fiaba de tus ojos. Te sienta bien el verde.
- ¿Y por qué no me creíste?
- Pues porque no creo nada, pero imagino todo.
Me tomo un campari más amargo que el eléboro. Habían pasado veinticinco años y ella aún ignoraba por qué no la amé entonces. ¿O fue al revés?

EL JOVEN MARÍAS                                    



Ingresa en la Real Academia el joven Marías con una confesión de humildad y con una manifestación de arrogancia.
Su discurso versó sobre la dificultad de contar. La arrogancia radicó en su defensa de la tesis de que el novelista “es el único facultado para contar cabalmente, a diferencia de los cronistas, historiadores, biógrafos, autobiógrafos, memorialistas, diaristas, testigos y demás esforzados de la narración abocados a fracasar”.
No pienso mediar en la polémica de si Madame Bovary está muerta o no. Que cada perro se lama su propia herida.

EL AMIGO DE UN AMIGO                              


Tengo un amigo que tiene un amigo que tiene un bar.
El amigo de mi amigo es el último romántico en activo. Yo también lo soy pero en situación de excedencia.
El último romántico, amigo de mi amigo, tiene a sus espaldas varios matrimonios e hijos y más de sesenta años.
El último romántico tiene un bar por el paseo de las Delicias. Allí se enamoró de una chica colombiana a la que empleó un tiempo como camarera.
El marido de la camarera colombiana se quedó en Colombia mientras ella probaba fortuna en Madrid. Aunque no se sabe bien lo que pasó y cómo pasó, lo cierto es que la camarera objeto de la pasión amorosa del amigo de mi amigo se echó un amante también colombiano pero afincado en Madrid.
La camarera, además de una hija adolescente, de un marido consentidor y de un amante peluquero, tiene a su mamá, que está casada con un señor que no es su papá.
El caso es que la chica colombiana le daba cuartelillo al dueño del bar, pero no le dejaba propasarse ni un tanto así.
Al cabo de unos meses de triángulos y cuadrángulos, la chica de ultramar decide volverse a su tierra y montar una peluquería en la que trabajan hoy en día, amén de ella misma, su mamá y el hombre que está casado con ella pero que no es su papá. Curran también en el salón de belleza su marido legal y su amante oficial. Los cuartos para montar el negocio han salido de los ahorros del amigo de mi amigo.
- Ten en cuenta que no es tanto. Allá con unos pocos miles de euros se hacen maravillas.
La historia me seduce y me anima.
- ¿Puedo ser franco contigo?
Obtenido el permiso me entero de que, además del capital para abrir el establecimiento peluqueril, el hombre del bar envía a ultramar unos euros con frecuencia mensual. Mi amigo piensa que no es una cifra exagerada y yo pienso que en la gran Colombia, si dejamos a un lado a los narcos y a los políticos, tal estipendio mensual no lo gana ni el rey del vallenato.
Mi amigo me cuenta que su amigo el del bar está recién llegado de una visita de dos semanas para ver a su amada. La vio, durmió con ella y se volvió sin rozarla un milímetro de piel. Parece que la chica le argumentó que en una habitación de al lado dormía su mamá. Y que en el otro costado lo hacía su maridito, pared con pared con el cuarto del amante. De la hija adolescente no me han dicho nada, y casi prefiero no saberlo.


TISANA DE GLICINIA TOSTADA                     

La medicina tradicional china otorga mucha importancia a la infusión de glicinias tostadas, pues ya se sabe que cura muchísimos achaques.
Uno, en su modestia, ha descubierto que tal tisana es muy buena para mantenerte en forma y mejorar la circulación de la sangre y bajar la tensión arterial. Mi hallazgo es fruto, como todos, del azar y de la necesidad.
Dado que en occidente no se despacha glicinia tostada en las herboristerías, cada vez que me da la vena tengo que rastrear por el barrio, en las tapias de los palacetes que han sobrevivido al sida urbanístico, en búsqueda y captura de glicinias para tostar. Problema añadido es que las glicinias florecen una sola vez al año y precisamente en primavera. En resumen, que cada tisana me procura un paseo cardiotónico.
Para evitar la competencia desleal de otros chalados buscadores de la flor de la glicinia, me limitaré a dar un dato. Se trata de la iglesia de la embajada británica. En su tapia hay glicinias. Mi pequeña venganza contra Enrique VIII por divorciarse de la pobrecita Catalina de Aragón.

ESENCIA QUINTA                               


Ceno con Akira en un restaurante japonés. Me cuenta que su mamá es un poquito budista y él un poquito sintoísta. Respeta a las personas que tienen corazón bueno. Advierte que hay casos de personas que tenían buen corazón y luego con el tiempo resulta que tienen no buen corazón.
Si lo entiendo bien, en realidad es panteísta que identifica la divinidad con la naturaleza y con el buen corazón. Yo también.

AZAGAYA MURCIANA                              

En Murcia ya no hay campo porque han sembrado todo de chalets adosados. Si quiere uno comerse un rico zarangollo, olvide las antiguas hortalizas huertanas y haga la compra en un mercadona o cosa así.
Algunos jueces, que son muy suyos, andan detrás del nobilísimo gremio de los promotores y constructores imputándoles la corrupción de menores en edad, saber y gobierno, oséase la compra venial de políticos locales.
Para paliar posible desempleo en la zona, sugiero que se utilice, a fin de predecir la demanda futura de nuevos servicios, la ayuda de un programa para agregar la información disponible en la red siempre que aquella sea conductualmente robusta.

COSO 55                                             

En el invierno que viví en Zaragoza, el Moncayo soplaba mañana, tarde y noche y daba la vuelta justamente en la esquina donde yo trabajaba. Y vivía.

SÁBADO 16 DE JUNIO DEL AÑO DE LA RATA   

Sábado 16 de junio. Tarde-noche. La lluvia, que agradezco, sigue y sigue. Y no sólo detrás de los cristales, que las galerías de casa no son muy estancas y algo se cuela.
Domingo del pipiripingo. Junio 17, creo. Año 1980, me parece.
A la 1:32:46 anoto escuetamente: “se agolpan mis sentimientos...”. ¿Serán brasas de amor? No es lo mejor de mi producción, pero esto es lo que hay, teniendo en cuenta que vivo en conversación con mis difuntos y escucho con mis ojos a los muertos. También debo advertir que yo no soy la ola que golpea la roca, que soy de carne y hueso y que por eso los albañiles llevan alpargatas blancas. Llevaban, que hoy portan Adidas, como cualquier hijo de vecino. Y yo que me alegro infinito, que nadie me gane ni me empate.
Me escribe un compañero de mi difunto padre una carta, desde su altura de sabio centenario, que me conmueve. “Tus libros son expresión acabada de tu personalidad de escritor, creador de narraciones llenas de vida... el último rompedor de los moldes habituales por su originalidad y fuerza...”. ¡Luego me clasifica en la línea clásica de Quevedo o de Vélez de Guevara!
Flor de Viola, puede ser un título. Según el diccionario de la Real Academia, Viola es la flor de la violeta; también la del alhelí. Otro que me gusta es: “Como loto en tierra firme”. El signo zodiacal de Viola es Escorpio. Su piedra semipreciosa es el jaspe sardo.
Surtout en amour on a droit a droit à l’erreur.
Séduire, c’est le role de la femme ou bien encore soigner.
Courtisane ou infirmière.

Relatos de la lluvia de julio

$
0
0
EL TAXISTA NUESTRO DE CADA DÍA           


(foto del autor en Zürich)

Hoy me toca uno de Albacete que vive en Azuqueca de Henares.
Se declara contento con su taxi y me pide ayuda para identificar un buen trayecto. Debo tener cara de gepeese.
Es un hombre grandón y un poquillo tartajilla. Sin mucho circunloquio me cuenta lo que él llama su único problema. El hombre se ha construido una piscina en su chalecito. La piscina es irregular, como el propio terreno, y mide diez por ocho por siete y por cinco metros.
El hombre grande no sabe nadar y por ello el agua de su alberca le llega a la altura del gaznate. Su mujer es una flaca bajita y bucea y todo en la piscina.
Aquí viene el problema. La familia de su mujer se presenta sin avisar, un fin de semana sí y otro también, para disfrutar de los placeres de la charca. Y de los otros, porque el buen taxista me cuenta que también corren a su cargo las viandas para la barbacoa y la bebida para la panza. Ahora viene lo peor. Los retoños de los invitados sin invitación, chillan como conejos y se tiran a la piscina haciendo la bomba y vaciándola del agua que se desparrama por las tapias.
No le dejan dormir la siesta y derrochan el agua de la cubeta. A él que, por la cosa del ecologismo, no la vacía ni en invierno y la mantiene limpia como una patena.
Mientras pago la carrera me dice que hay domingos que se cabrea, agarra el taxi y se viene a Madrid a trabajar.

VIENTOS DEL ESTE                                   



(el autor en Estocolmo)

La encargada de la tienda de muebles y objetos asiáticos es una señora carioca que se parece a Adriana Lima como un huevo a una castaña. Su hombre es un periodista que está escribiendo una tesis doctoral. La dueña de la tienda es una troglodita que no admite eso del tanto monta, monta tanto, en lo que a la condición humana se refiere. O sea, que cree en la superioridad de los ricos.
La encargada me dice que ella no quiere opinar mucho, pero que le da que su jefa es pepera populista. Eso sí, con menos garbo y trapío que el antiguo sindicalista Lula, líder del movimiento Rinovarsi o Morire.

LA CHICA QUE LAVA EL PELO                     



Se llama Riza y su hijo, de veintidós meses, Fortunato.
El infante, de tan galdosiano nombre, es cuidado por la mamá de la lavandera del cabello.
El nene chapurrea ya tagalo, español e inglés.

JUEVES SIETE DE JUNIO                            



En la vitrina del restaurante Venezuela figura expuesto, entre pequeñas piezas arqueológicas cogidas a pulmón en los pecios de estos mares, mi librito de los huesitos y sus ronquidos. Así demuestra José comino y cagarruta su aprecio por mí. ¿Habrá leído mi obrita? No tengo noticias de la fiera sin domar. Ni las tendré.
Me dice mi Elenita que Manoli, la chica de la limpieza de mi antiguo despacho, está emocionada porque la cito en “Los huesitos…”. Voy a terminar escribiendo para mis amigos del pueblo soberano. Exclusivamente.
Hervido llaman al plato de verduras locales que me zampo diariamente. Con su chorrito de aceite, virgen, supongo. ¿Hubo alguna vez diez mil vírgenes?

VIERNES OCHO DE JUNIO                           



Almuerzo en el puerto deportivo de San Pedro del Pinatar, invitado por Marisa, que fuera señorita de compañía de la caciquesa de la zona. Nuestra común nostalgia del pasado y su ceguera política del presente condimenta la pitanza.
Siempre salgo de mi baño en la mar salada más confortado que antes de pasar la fatiguita de entrar. Voy por 40 minutos sin parar. ¿Llegaré a una horita completica?

DOMINGO DIEZ DE JUNIO                           



La cena de anoche en El Venezuela, se saldó con una gran dorada del mar pequeñico y con mis pupilas inundadas por la belleza de una mujer del Este. Ella cenaba con un crío pequeño y con un hombre-mono pequeño y renegrido, con aspecto de guerrillero indo-malayo. La preciosa estonia, un suponer, besaba a su hijo, miraba empavorecida al pre-homínido y, pocas veces, no evitaba mi mirada de varón domado y admirado. Quede claro que mi atrevimiento se basaba en que el orangután estaba de espaldas.
Ya no tengo ilusiones, sólo experiencias. Por eso escribo. Experiencias y recuerdos.

JUEVES CATORCE DE JUNIO                        



Espero taxi para el aeropuerto. Me voy al horno de la meseta. En puridad de principios lógicos, no tengo ganas de estar ni allí ni aquí. Ni allá ni acá. Y si quieren saber de mí pasado, les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del amor y que nunca he llorado.
Ayer desaproveché el viento de leveche para mi baño, que no me di, ni hoy tampoco, que no me lo daré.
Dos horas y cuarto de película de piratas en silencio. La prota es bella y prudente. De Ukrania es la criatura.
Llego a Madrid. Afortunadamente, llueve y llueve. A mares.

TRESCIENTOSESENTAMILNUEVE                 



Son los euros que cuesta, aunque no creo que los valga, un reloj Rolex de caballero montado no sé si en platino o en oro blanco y, eso sí, cuajadito de brillantes.
Tal espantajo aparecióseme en el curso de una recepción en la casa Rolex, a la que acudí invitado por la firma Wempe.
La prenda relojera, del gusto de emires y jeques, estaba protegida en una vitrina rodeada de rayos láser, como las que salen en las películas de atracos perfectos. Son películas en las que estás deseandito que ganen los malos.
Me presentan a un ciudadano con pinta de asentador de pescado en traje de domingo que se autoproclama aristócrata. El aristócrata hortera o impostor, cargaba un peluco, también Rolex, de esos que parecen un huevo frito de oro amarillo. Para salir del paralís que me había embargado comento yo que el esperpento de los trescientos sesenta mil nueve euros es propio de narcotraficantes colombianos y me corrige, al parecer con conocimiento de causa.
- No. Conozco bien Colombia porque compro allí esmeraldas. Los narcos colombianos gastan oro amarillo. El oro blanco queda para los narcos que trafican en oriente con el opio.
Por lo demás la recepción estuvo perfecta. Las damas bellísimas, los caballeros elegantísimos, incluido un servidor que practicó el sincorbatismo. El comercio y el bebercio, ahora llamado catering muy selecto y abundante.
Observé con satisfacción que el sempiterno Moët Chandon había sido sustituido por el champagne Ruinart, que me gusta mucho más. La comida era abundante porque estaba prevista la asistencia de ciento veinte gilipollas y a la postre sólo concurrimos unos setenta mal contados.

EL CASO DE LA ESPINACA ASESINADITA      


En mi cocina está instalado un horno de vapor AEG Competence.
Se trata de comer vegetales preparados de la manera más saludable posible. A saber, al vapor, sin sal y duchaditos con su pizquita de rico aceite virgen extra.
Compruebo ahora que mi fiel Fadua lleva cometiendo espinaquicidios un año largo. Tras una noche de insomnio que dedico a elucubrar por qué coño están tan malas las espinacas que prepara a diario la criatura magrebí, me puse en pié hecho una pasa pero con la certeza de haber hallado la clave.
- ¿Cuánto tiempo permanecen los brotes tiernos de espinacas en el chisme? Fadua contesta como si fuese de extremo oriente.
- Veinte o cuarenta minutos.
Su cálculo debe ser mariocondesco porque he cronometrado reloj en mano, aprovechando que la bonne se había marchado a hacer la compra, y las que me toca comer hoy llevan cincuenta minutos siendo asesinadas en el horno AEG Micromat-Duo Competence.
La solución me la proporciona la simple lectura de la bolsa que contiene “o melhor em follas jovens e inteiras”. Se pueden introducir directamente en el microondas las espinacas tal cual vienen en su envase de papel de celofán. Se perfora la bolsa por varios sitios con un cuchillo de punta y se coloca en la bandeja del microondas durante tres minutos a una potencia de setecientos cincuenta vatios.

ZAPATOS EN EL FREGADERO                       



Como no me gusta señalar, y menos dos veces seguidas, daré breve cuenta de otro descubrimiento, este de carácter higiénico zapatil. En casa los zapatos se limpian, piel y suela, en el fregadero de la cocina.

DELICATESSEN                                          



He sido preterido a favor de un pavo más joven, más alto y más rubio que yo.
Mi comedida queja ha sido recompensada con una copa de un chardonnay helado y muy rico.
Todo ocurrió a la hora del aperitivo vespertino en la barra del bar instalado en el Delicatessen de los grandes almacenes de siempre y que no voy a citar ahora porque estoy enfadado con ellos.
Abrevio el cuento. Me acomodo en la barra y no hay ningún cliente en todo su perímetro. La señorita que atiende advierte mi presencia y cuando voy a pedir una copita de vino blanco con unas piezas de sushi, aparece por el extremo opuesto un chaval más alto, más joven y más rubio que yo, con cara de soplagaitas eso sí. La señorita olfatea la llegada de mi oponente, se da la vuelta y se pone a atenderle.
Me aguanto las ganas de homicidiar con mis propias manos a la chica y al tío ese que era más largo que un día sin pan. Llega una segunda empleada gordita y risueña. Pido mi copita de vino y cuando tiene la botella en el aire para verter el ambarino fermento de la uva, la moza que primero me ignoró llama a la escanciadora. Ésta se vuelve y se ponen las dos a atender a las preguntas y demandas de mi desgalichado rival.
Como estoy releyendo a Séneca, aguanto con estoicismo. Cuando el hombre malo se va, creo que sin comprar nada, la gordita me sirve mi chardonnay con tres rollitos de sushi. Es entonces cuando comento a la niña que me he sentido preterido por ser más viejo, más bajo y más moreno que el hijo de la gran puta que se acaba de ir de vacío.
La gafitas cuatro ojos reacciona estupendamente, me pide disculpas y me ruega que acepte la invitación de la casa, cosa que acepto al vuelo como las perdices.

ACUCIOSAMENTE                                      



(el autor en Lausanne)

El Jefe de neurología de uno de los más gigantescos hospitales de Madrid no es muy acucioso que digamos.
La chica de la floristería que cada lunes recibe un puyazo de interferón, se ha sometido a un riguroso chequeo por prescripción del neurólogo ese que no se acucia el hombre. Hace dos meses que terminó todas las pruebas, cuyo resultado global determinará si debe seguir o no con tal tratamiento y en qué dosis.
El expediente clínico está encima de la mesa del neurólogo. La florista llama a su secretaria cada semana transcurrida sin pronunciamiento alguno. Preocupada por la demora, la chica de la esclerosis múltiple en potencia se atrevió ayer a endurecer su tono en la llamada habitual, que ya es de frecuencia diaria. La secretaria o enfermera respondió:
- El doctor está en huelga y mañana se va de vacaciones.

¡QUE ESTÁN LOS FONTANEROS!                  



El portero del cincuenta y siete me contesta:
- ¡Ahora subo, que están los fontaneros!
Ya me daba a mí que estaban los fontaneros, puesto que siempre están desde hace varias semanas. Aparecen de dos en dos, pero nunca los mismos. Unos vienen de los Cárpatos, otros de los Andes y ninguno de la Sierra de Aracena.
Cada pareja de plomeros emite un diagnóstico distinto. Acuciosamente, eso sí.
Total, que seguimos sin saber el origen de las humedades que padece la dueña del local comercial que se está reconvirtiendo en estudio y en vivienda. Las humedades las padece el local y su dueña lo que padece es cabreo, no comparable al que yo tengo por aguantar unas obras que van ya para dos años.
Si alguien conoce si el ordenamiento jurídico vigente permite que en las obras de un edificio de viviendas se utilicen hormigoneras y taladradoras neumáticas de las usadas en las carreteras, caminos, canales y puertos, agradecería se pusiera en contacto con el ordinario del lugar, a quien tengo presentada una queja por esta vaina. También me gustaría saber si los obreros y las obras tienen los papeles en regla.

EL PAPÁ DE FORTUNATO                            



(tartar de atún toro)

Anoche, mientras me zampaba cuatro piezas de sushi en lo de Nacho, conocí a Fortunato, que es el papá del bebé que se llama Fortunato.
La primera pieza era de atún toro, la segunda de coquille Saint Jacques, la tercera de huevas de salmón rojo y la cuarta de cigalita, todas primorosamente preparadas por Fortunato senior.
- ¿Está usted casado con Riza?, ¿tiene usted un bebé de veintidós meses que se llama Fortunato?
Ni por esas. Impasible el oriental. Tan así, que tomé la precaución de decirle que no soy de la bofia, pero que estudié lógica y por ello había deducido que, como quiera que no puede haber en mi barrio muchos filipinos que se llamen Fortunato, él tenía que ser el marido de ella y el papá del bebé.

Deseos de hombre

$
0
0


Allá van estos sueños y antojos:


Una huerta, un Colt 45, un bar inglés, una bodega, un acuario, y muchos perros.

Una casa en Provenza,


un ático abuhardillado en París,


una torre de marfil, a manera de estudio y refugio, colmada de libros y cuadros y minerales y muchos lápices.


Una madre virgen, una hija novicia, una amante pelirroja y concupiscente, una amiga morena que sea tierna y dócil como un guante y una tercera novia para que me cuide cuando me ponga pachucho.

Y...libertad, mucha libertad, sin culpas ni remordimientos.
P.S: también quiero un arcón repleto de doblones de oro, que el Atleti gane siempre y una gentil princesita, tan bonita, Margarita, tan bonita como tú.


P.D: ¡AH! Y, SI NO ES MUCHO PEDIR, QUE MI MÉDICO Y AMIGO ME DÉ UN NOTABLE EN TODOS LOS CHEQUEOS QUE SE EMPEÑA EN HACERME.


( El de arriba, ya saben ustedes/vosotras. El de abajo, servidor,
mejorando lo presente ) 


Relatos desiguales

$
0
0
XENÓFOBOS                                                 


(el autor en verano)

Pagué mi copa de Albariño y salí por patas.

La gota que colmó el vaso de mi paciencia la puso el más gordo de los xenófobos que se acodan en la barra de Sanxenxo y pagan con billetes de 500€ conseguidos practicando el noble oficio de poner ladrillos, corromper a los corruptos, y timar e hipotecar a un par de generaciones de paisanos y naturalizados.

El cochino que me hartó no quería oír hablar de soluciones y programas de formación para los que han tenido que dejar todo en sus países de nacimiento y se han venido aquí para cuidar de nuestros padres, de nuestros nietos, de nuestras alcachofas y recoger nuestra mierda urbana. Dijo:

- Yo no quiero soluciones, ni ayudas. Simplemente quiero que se vayan todos.

Salgo del antro racista y se lo cuento a la dueña de la papelería, a quien llamo Carlina, por la cosa de la marca de su franquicia. Me dice:

- Usted no sabe lo que tengo que aguantar en mi tienda. Tengo una hija adoptiva que es nicaragüense y tiene su colorcito….

DÉJAME QUE TE CUENTE LIMEÑA                 

(el autor en invierno)

Asisto en el Círculo de Bellas Artes a la presentación de un libro de Julio Feo cuyo título está inspirado en esa canción, al igual que otro de Jorge Bucay.

Vive retirado en Brunete y amablemente me invita a visitarle allá. No tengo más remedio que confesarle que no he vuelto por aquellos lares desde la batalla de igual nombre. Y que no tengo coche.

Hace años encontré varias bombas de mano de tipo piña en la finca que mi señor padre tenía en Brunete. De eso me acuerdo y también de las perdices estofadas de Casa Campa, mucho mejor que las de Jockey, que en paz descanse.

El libro de Julio promete mucho. En cuanto termine con Schopenhauer, me pongo con el. O no.

PESADILLAS MELATONIANAS                         

(el autor en Holanda)

Piso antiguo en la calle K.

Mi padre anuncia que se casa con una señora de Marbella, de muy buena pinta. Me gusta su prometida, incluso físicamente.

Mi tío y padrino me nombra académico de su Círculo de Historiadores. Acepto y me propongo precisar en mi discurso de ingreso que no soy historiador, salvo de mí mismo.

Le digo a mi yaya que estoy muy solo. Mi hermana Emilia, soltera aún, es la introductora en España del sistema pilates.

Mi hermana Nita tiene un pie fastidiado.

Tolcheff quiere que ambos dos compremos una finca a medias.

Yo quiero un perro.

En la copa de vino español celebratoria del compromiso paterno-marbellí pregunto a mi progenitor si harán capitulaciones matrimoniales.

Compruebo con asombro que tengo varias docenas de pares de gemelos para los puños dobles de mis camisas de popelín. Están hechas a medida en Burgos, en la calle Cedaceros, acreditado establecimiento que fuera propiedad de los Álvarez de Aranjuez, hoy pasto del cambio a la manufactura fabril de camisas con puños de botoncicos.

Doy una conferencia en no sé dónde y asisto yo solito.

El Lobito de Caracas se me aparece en efigie, que luego se transforma en el profesor chiflado con cara de Jerry Lewis.

OTRO DE MELATONINA                               


(el autor y sus charlas)

Peregrinamos por las marismas de La Camargue vestidos de rocieros con carretas y todo.

Corcas va disfrazado de Indiana Jones, cuatro tallas menos, eso sí.

Mucho cuidado con las patitas de los caniches blancos.

La senda de bambú se ha convertido en turba y me tizno hasta las pestañas.

Rafael, ya en su lecho de muerte, me hace llegar una nota de su puño y letra con instrucciones para cambiar los estatutos. Apostilla el hombre diciendo que yo soy el único que puede hacerlo bien. ¡Qué disparate!

Los nuevos son feos y me niego a colaborar, para que no me llamen colaboracionista. Aduzco que me voy a hacer la ruta del opio, que debe sedar más que el camino de Santiago.

Mi hermano muerto me entrega su carta al padre. La mía, le digo, ha quedado demodé. Un siglo de estos escribiré otra. Una hija envía su carta al padre y le dice que prefiere a otro.

¡SAPRISTI!                                                   


(el autor en un mercado de Helsinki)

Tengo un amigo en el Tercio y otro tengo en Regulares. Un tercero es jefe del departamento de neurociencia y control motor de la Universidad de Sanxenxo.

Este hombre, en vez de dedicarse a buscar la partícula fundamental que explique el origen de la masa, habla del papel calmante de las religiones. Dice que, ante la anomia, los sistemas religiosos ayudan a controlar la ansiedad de no saber. Cuánto más sabe uno, más sabe que no sabe nada. Y eso genera ansiedad. Ello, unido a que vivimos muy poco y no queremos morirnos y no sabemos qué hay después de palmarla, hace que nuestros cerebros creen unos circuitos neuronales para encauzar los sentimientos de solidaridad, templanza o humildad que todos tenemos, más o menos.

Las religiones subproducto son de nuestro cerebro inteligente.

ME PEGAN LA BULLA                                   
El doctor Pestiño y Laureano Pañoleto vienen a casa a pegarme la bulla por no sé qué vaina. Me limito a defenderme diciendo que soy el único ejemplar sin cruzar del Bradypus variegatus, que no me den el follón y que invito a una copa en el cocktail bar O’clock en la calle Juan Bravo.

FRANQUICIA                                                 
Asisto en directo al despido fulminante del encargado de una pequeña tienda de vinos en régimen de franquicia.

El chavalote se llama Andrés, es colombiano y tiene un master en enología en una universidad privada de Madrid. De esas que suelen ser lo más parecido al timo de la estampita.

Estando un servidor comprando una botellica de un vino blanco de uva Godello fermentado sobre lías, que está riquísimo, el tal Andrés atiende una llamada y se le va la color del rostro.

Dos minutos al teléfono. Cuelga y me dice que era su jefe para comunicarle que estaba despedido y que tenía media hora para recoger sus bártulos y rendir cuentas.

Me intereso por su tipo de contrato y confirma mi temor. Está en la tercera renovación de un contrato de becario en prácticas, sin indemnización ni vacaciones ni leches de las Navas del Marqués.

Al día siguiente me llamó para contarme que ya estaba en la calle y que en el arqueo de caja le habían acusado de una falta de seis euros.

Los euros aparecieron en el recuento de comprobación.

PREDOMINANCIA                                         

Oído en el canal Metéo del satélite Digital +.

Hoy tenemos “predominancia” de una borrasca situada al sur de las Islas Británicas y por ello la situación “está predominada” por vientos del Norte.

A mi me suena raro, pero vaya usted a saber.

SMS                                                           

Me gustan más que los correos electrónicos. Pueden ser más tiernos.

Son una especie de telegramas liofilizados y concentrados en lenguaje medido. Caben en ellos pequeños poemas; cosa distinta es escribir kaven.

NABOKOV                                                     

El ilustre suicida autor de joyas como Lolita, Pálido Fuego o, Habla, memoria, escribía a lápiz y en tarjetas o fichas. Cuando le venía en gana barajaba las fichas, llenas de borrones y tachaduras y correcciones, y ¡cataplás! ya estaba la novela lista.

Cuenta su hijo Dimitri que ni su madre ni él mismo se atrevieron a cumplir con la voluntad expresa de Nabokov, quien, enfermo de muerte, dejó dicho o escrito que destruyeran las 138 fichas de la novela que estaba saliendo de la punta de su lapicero.

Dimitri piensa que ha llegado el tiempo de editar, tal y como están, las fichas de la obra, que se va a llamar, o se llama, Laura.

Ya andan diciendo los sabios que está inacabada. ¿Por qué?

MÁS MELATONINA                                       
Ceno con el Primer Ministro canadiense con ocasión de una reunión del Comité de Liaison de la Unión Europea. A los postres, y ya un poco chispiretas, me dice que él, hubiera querido ser torero.

Le explico que yo soy toreador, tiro violentamente del mantel dejando en su sitio platos, cubiertos y copas y pido a la orquesta que acometa andante con moto Suspiros de España. Ofrezco una lección de toreo de salón que me sale bordada.

Mis colegas me sacan a hombros del restaurante de la Ópera de Estocolmo y a hombros me llevan hasta el aeropuerto en donde me embarcan en un avión rumbo a Cali. Llego a tiempo de figurar en el cartel de más tronío de aquella feria.

NEUROSIS                                                  

Antes eras un neurótico. Ahora padeces trastornos de ansiedad, fobias y pánico. Las causas son biológicas unas, otras bioquímicas y también las hay que son sociales. La presidente de la Asociación de Trastornos de Ansiedad de EE.UU. aconseja: mantener una buena rutina, descansar mucho y hacer deporte. Yo añado que es bueno el auto psicoanálisis de los sueños nocturnos. Debemos instalarnos en la zona inhóspita de nuestra conciencia individual.

TODOJUNTO                                               

Sobre Madrid caen rayos y centellas.

Pregunto a mi maestro si muchos pacientes han cancelado su cita.

Responde:

- Siempreaveces.

Me agrada su respuesta. Construye el castellano como los teutones su lengua. Agregan palabras y crean un concepto nuevo.





EL MAESTRO SE VA                                        
El maestro Akira me anuncia con su poquita voz que regresa a Japón.

- Yo irme a cuidar a mi papá y a mi hermano. Mi mamá está feliz.

- ¿Cuántos años tiene su hermano?

- Cuarenta y siete y está enfermito del nervio autónomo. Tiene miedo de que la sangre se le suba a la cabeza. Yo ir a cuidar con shiatsu porque la medicina occidental le ha dado muchos medicamentos dañinos. Mi papá tiene ochenta y seis años y está operado de colon.

Le digo que lamento su marcha con toda el alma y me dice que él no quiere dejar Madrid y que en Tokio no estará Manuel Torres.

Como no se trata de liarnos a llorar le digo si ha previsto a quién va a encomendar mi cuerpo y mi espíritu.

- Suzuki le cuidará igual o mejor que Akira pues aplica mejor presión que la mía por ser Cuarto Dan de Jiu Jitsu.

Agradezco su previsión y le encarezco que informe a Suzuki de cómo son mi cuerpo y mi espíritu, ya que el hombre que se apellida como la moto no habla un carajo de español.

Prometo visitarle en Tokio y le ruego me ponga a los pies de su mamá. Me recomienda vivamente que no vaya a Tokio ni en verano ni en invierno. Lo que más ama de Madrid son sus muchos árboles.

Futuros relatos

$
0
0

(el autor de mis futuros relatos)


En mi cabeza bullen los títulos de algunos de mis posibles futuros relatos:

─ "Intento recordar cómo me sentía entonces"

─ "Me hiciste daño"

─ "Ella se ha marchado"

─ "Aprobado general"

─ "Sólo compartíamos penurias"

─ "Custodia total"

─ "Amor preciso"

─ "Una relación de veinte años"

─ "Ella se dejó los guantes en mi casa"

─ "Básicamente, estoy muerte"

─ "Te volveré a ver la cara"

─ "He dejado de hacer planes"


En la trampa

$
0
0

(Herta Müller premio Nobel de Literatura 2009)

"... en el fondo nosotros vivimos en el detalle, no somos capaces de vivir en el panorama."

En la trampa. Herta Müller. Traducción de Isabel Adánez. Siruela. Madrid. 2015. 

La enfermedad del amor

$
0
0

(fotografía Man Ray / Lee Miller)

El amor es una patología desesperada pero no grave, por ser normalmente de breve curso. Es enfermedad con larga tradición literaria y buena prensa, muy en boga desde la eclosión del Romanticismo en el siglo XIX.

Se contrae a través de los cinco sentidos y no tiene, al igual que el catarro común, tratamiento específico sino sintomático: mucha cama, alimentación estimulante y abundante  agua y jabón.

No existe vacunación eficaz puesto que en su estructura molecular se pueden observar elementos víricos de pasión y sexo juntamente con otros bacterianos que atacan al cerebro y estimulan el egocentrismo-patrimonial. Los grupos de población más expuestos a la infección amorosa son los adolescentes, los cuarentañeros y los ancianos solitarios opulentos y acaudalados. Los brotes más violentos de esta pandemia suelen observarse en primavera y en otoño, al regreso del período vacacional compartido con la habitual pareja.

Salvo en casos extremos descritos en cierta clase de literatura no científica,  este padecimiento se cura por el simple transcurso del tiempo. El amor patológico desaparece por consunción y aburrimiento. Es decir, de muerte natural. Cosa distinta es que se asocien factores colaterales que compliquen el curso de la enfermedad amorosa, como pueden ser el envenenamiento de un rival o esposo, suicidios en pareja o colectivos  o bien grandes depresiones bursátiles y financieras.

No se conocen medidas eficaces de prevención. Dícese que los Estados capitalistas están ensayando subidas de impuestos para las poblaciones de riesgo, encarecer las hipotecas-basura y encerrar preventivamente a los últimos románticos, como servidor de ustedes, quien escribe estas líneas desde su celda de un establecimiento frenopático.

Granada: Casería de Los Cipreses

$
0
0

Hondo agradecimiento a Milagros Soler 
por su esmerada y pulcra edición de mi relato 


Capítulo 1º·
Martes, 31 de mayo de 2011

En la vega de Granada las fincas de regadío son conocidas como “caserías”. Mis abuelos maternos construyeron en la de su propiedad una casa cortijo al estilo andaluz. El predio se llamó, con lógica y armonía, “Los Cipreses”, pues a esa especie pertenecían los preciosos ejemplares que escoltaban el largo carril de entrada.

La casa se inauguró un día doce de septiembre para acoger los festejos de la boda de mis padres, ya que a tal fin fue expresamente inaugurada. Mi madre me recordaba que ese día se conmemoraba el “dulce nombre de María”. Y yo rememoro ahora a mi madre, la persona más dulce que ha existido. Era toda generosidad, bondad y ternura. Vivió para los demás, nunca para sí. Pocos días antes de morir entré en su habitación. Muy débil ya, me dijo: “déjame mirarte a los ojos. Quiero saber cómo estás”. De su sufrimiento, ni una palabra.
 

La boda de mis padres

Que las celebraciones fueron sonadas lo prueban testimonios escritos, fotografías y la tradición oral. La doble escalinata de la entrada noble a la casa no bastaba para acoger todo el vuelo de la cola del vestido de mi madre. Mi padre vestía el uniforme del cuerpo de Abogados del Estado, al que acababa de ingresar por oposición.

Busco y rebusco en revejidos álbumes familiares y separo una foto de aquel solemne día. Sí, la cola del vestido de la novia desciende escalón a escalón y se arrastra por el jardín... la foto se acaba, pero no el vestido... hay pajes Luis XVI, con albas pelucas llenas de tirabuzones y también damas de honor, entre ellas tía María Luisa y tía Rafaela, ambas con bucles y caracoles, esta vez naturales y oscuros, además de blancas redecillas a manera de casquetes en sus cabezas, y veo abanicos plegados y ramos de flores naturales. Tía Emilia es una de las damitas que lleva la cola. Las flores del regazo de la novia, mi madre, son nardos, flor y aroma que hoy prefiero. Mi padre, alto y moreno. Mi madre está pálida y... ¿asustada?

Eran otros tiempos. Mi madre solía decirnos: “entregué a vuestro padre mi voluntad en el altar”. Con los años tendrían nueve hijos. Hablando de entregar a otros la voluntad de uno, práctica no recomendable, contaré que tía Rafaela y tía Emilia profesaron en las Clarisas Capuchinas. La primera de ellas hizo mejor carrera pues llegó a Abadesa del Convento de Chauchina y tiene hoy abierto en la curia vaticana expediente para su canonización. Es fama su muerte en olor de santidad. Eso cuentan los más chochos del lugar.

Capítulo 2º·
Miércoles, 8 de junio de 2011

La casería, de regadío y con algunos marjales de secano para cereal, era labrada por el capataz de la finca, llamado Frasquito, con la ayuda de tantos jornaleros cuantos lo requirieran la estación y los cultivos. Su mujer, Ángeles, tenía un diente de oro y se ocupaba de tareas domésticas, que incluían amasar el salvado para las gallinas, recoger sus huevos y evitar que una perra mil leches por nombre Cuqui me mordiera más de la cuenta. Aún hoy día, cuando desayuno mi ración de cereales, me acuerdo de las gallinas de Los Cipreses.

En aquellos años, el trigo, la avena y la cebada se segaban a mano. La trilla se hacía con mulas, en eras preparadas a tal fin apisonando un rodal de tierra. La parva quedaba tendida en la era después de trillada y se aventaba con horcas para separar el grano de la paja. Luego se cernía aquél en cedazos. Algunas veces dormí en la era con los segadores. Tan exótica experiencia hace que no tenga en olvido dos nítidas vivencias. La primera es que las picaduras de mosquitos de una era de trillar son una buena pejiguera. La segunda, que las briznas de paja esparcidas al viento pican más que los mosquitos. Pero yo era feliz.

El ciclo del cultivo del cereal se cerraba en septiembre con la quema de los rastrojos. Tarea apasionante. Se elegía una tarde desventada y con rastrillos extendíamos el fuego estratégicamente por los cuatro costados de un haza. El olor a paja quemada me duraba días en el pelo. Por lo visto se siguen quemando rastrojos en zonas cerealeras de España y 
continúa también la polémica sobre si tal práctica es beneficiosa o perniciosa para la capa fértil del suelo. Útil no lo sé, divertido mucho.


Capítulo 3º·
Viernes, 10 de junio de 2011

Al llegar los de Madrid, con el servicio que nos acompañaba, se reforzaba el cuerpo de casa con la contratación de alguna moza del pueblo de Maracena para servir la mesa y de señoras lavanderas y planchadoras, también maraceneras, para lavar y planchar la ropa de vestir y de casa. Nueve hermanos, más nuestro primo Pepe Ramos, quien vivía con nosotros por ser huérfano de guerra, requerían mucho asistimiento, en aquellos años sin electrodomésticos ni fibras de Tergal ni Kleenex que llevarse a los mocos.

 
Del álbum familiar ¿Quién seré yo?

La tarea no era fácil para los fámulos, porque los niños de entonces, y no sólo las niñas, llevaban blusas de piqué con bodoques y adornos de encaje y calados en la pechera que habían de ser almidonados y encañonados con tenacillas. Es verdad que tales perifollos tenían su límite de edad. A partir de los cinco o seis años, pasábamos a los pantalones y blusas o nikis, calcetines blancos y sandalias o bambas “pirellis”. No se me van de la cabeza los excesivos atavíos de nuestro primo menor, hoy psiquiatra conocido y pío, que terminaban sistemáticamente embarrados después de merendar y jugar. Por cierto que, cuando se trataba de fútbol, siempre le tocaba jugar de portero. Por ser el más canijo y por tuercebotas.

Volviendo a la servidumbre local debo contar el gran disgusto que me causó un incidente con una nativa de nombre Basilisa y de cara morena y pelo rizado a la permanente. El verano siguiente a mi primera comunión desapareció de mi mesilla de noche el típico reloj Longines regalado por mis padrinos. No puedo reconstruir exactamente lo sucedido, pero sí recuerdo como si fuera hoy la irrupción de la Guardia Civil, el ambiente general de desolación y el estremecimiento que sentí cuando se comprobó que mi reloj estaba en el bolso de la asistenta. Se fue aquel mismo día de la casa y mis padres me aseguraron que no mediaría denuncia. Alguien echó la culpa a un mal novio, que andaba en malos pasos.
 
La casa‑cortijo, rectángulo enorme de muy bellas y simétricas proporciones, se cerraba con dos puertas. La principal daba acceso a la casa de los señores. En el extremo opuesto un portón servía de entrada a la de los guardeses, a los corrales de las aves y conejos, y a los establos de las bestias de labor. En el meridiano del gran recinto rectangular dos patios separaban nuestras dependencias de las dedicadas a graneros para el cereal, así como de un enorme secadero de tabaco y de la propia vivienda de los capataces. Hileras de naranjos, una morera de buen porte guiada de manera que los niños pudiéramos comer a su sombra, y dos grandes tilos, más grandes que los del famoso paseo de Berlín, ornaban el patio importante. Flanqueaban el lado este del patio arcos encalados medianeros con un frontón, que también servía para el fútbol, baloncesto o inclusive ¡el polo en bicicleta! La mía era una especial BH azul. Cuando se me quedó pequeña, se acabó la niñez. No hubieron otras. Ni bicicleta ni niñez.

No quiero cerrar capítulo sin recordar a la tata Mariana, quien había criado a mi señor padre y se instalaba con nosotros en Los Cipreses, ya de muy anciana, para pasar con aquellos largos y cálidos veranos. Había nacido en Huéjar-Sierra y le enseñé como pude las cuatro reglas y a leer y escribir un poquito. Ella me hizo un regalo impagable: me contó cosas de la represión de “los nacionales” sobre “los rojos” perdedores, cosas que no he olvidado nunca

Los angelicales hermanos Quero
Capítulo 4º·
Martes, 14 de junio de 2011

En el centro del patio de los naranjos había un pozo para abastecer de agua, no potable, a la casa. El agua se bombeaba mediante un viejo motor diesel a unos enormes depósitos de uralita encaramados en la torre principal. La otra torre, blanca de cal y azul de añil, con vigas de madera vista, servía para secar pimientos y tomates y colgar melones de invierno, tan ricos de comer en Navidad.

La operación del bombeo del agua era un espectáculo. Frasquito bajaba hasta el nivel del motor por unos asideros de hierro clavados en la pared. Sin luz. Según cumplía años, aumentaba la emoción. Poner en marcha el motor tenía su mérito y el premio era un pestazo a gas‑oil que aún me persigue. Eso si no pasaba algo en la bomba sumergida bajo el nivel freático. Descender de la plataforma donde estaba el motor hasta el nivel del agua era para nota. Quede claro que Frasquito murió de viejo en su retiro en el pueblo de Maracena.

Al cabo de dos o tres horas, los aliviaderos de los depósitos, ya colmados, empezaban a soltar agua. Entonces era urgente buscar a Frasquito para que bajase al pozo a parar el motor y evitar el desperdicio de agua. Pero Frasquito podía estar labrando en la hoya de los chumbos, en la otra punta de la casería, que medía más de doscientos marjales, y ya se sabe que un marjal son cien estadales granadinos. Si estaba en la finca su sobrino Antoñito, a él tocaba buscar al guardés‑capataz, al grito horrísono de “Tito, que se errama el aguaaa...”.

Antoñito pasaba buena parte del verano en casa de sus titos y era hijo único de una sobrina de nuestros guardeses, que vivía en Sevilla. Su madre era guapa y con buena facha y tenía un vestido blanco con lunares azules. Al padre nunca le vi. El gordo, pelirrojo y pecoso de Antoñito era compañero de nuestros juegos y le hacíamos de rabiar, creo que sin mala intención, aunque sí con cierto “espíritu de clase”. Comía sangre frita, sartenadas de papas fritas y sopas de ajo.
 
La leña era escasa y los labriegos utilizaban como tal los troncos secos de las plantas del tabaco. Antoñito merendaba lo que él llamaba “un pocillo”, es decir, media hogaza de pan, en la que hacía un “bujero” para inundarlo de aceite espeso y de azúcar. Tapado el pozo con su miga, iba comiendo aquel artefacto al tiempo que el aceite chorreaba por cara y blusa. Una vez me confesó que tenía lombrices, según él de tanto comer azúcar. Su tita le peinaba con fijador, pues el niño estaba lleno de rizos. El fijador era peguntoso y casero, supongo que a base de zaragatona.


Capítulo 5º·
Sábado, 18 de junio de 2011

La vida que llevábamos en Los Cipreses era anárquica. Mi padre siempre nos dejó libertad de horarios. Nos acostábamos a las dos o tres de la madrugada y nos levantábamos a mediodía. En raras ocasiones yo ponía el despertador para, al tiempo de salir el sol, cazar pajaritos con escopeta de aire comprimido. En la familia se consideraba el sueño sagrado. Dormir y soñar son preludios de la muerte. Y no se debe despertar, en vano, a un muerto. A un muerto futuro, en potencia. El emperador estoico escribió algo así como que "somos un alma que sostiene un cadáver". ¡Ele, qué alegría!


No había tareas obligatorias. Ni piscina o alberca apta para bañarse. Tampoco pista de tenis. Ni deberes del colegio, pues entre los hermanos no había suspensos, si dejamos aparte a José Ignacio, de quien mi padre sentenció que “no se regía por el sistema métrico decimal”. Los estudios de las hembras no contaban. Mi padre creía que estudiar era cosa de hombres. En el caso de mis tres hermanas la teoría de mi padre no ha producido “daños colaterales”. Las tres llevan una vida plena, “se han realizado” como se dice ,cursimente, ahora, y no han necesitado de título alguno. Pero dudo mucho de que hogaño semejante hipótesis paterna pueda sostenerse. Cosa distinta es que la vida de ahora demuestre cuán difícil resulta, injustamente, compaginar maternidad y ciertos trabajos profesionales competitivos a cara de perro.

Tan inexistentes eran las ocupaciones impuestas o programadas, que pasaron muchas vacaciones antes de que alguien me llevara a visitar la Alhambra. ¡Y yo que día sí y día también veía la fortaleza y palacio árabe perenne e imponente, debajo de las nieves perpetuas del Mulhacén y del Veleta, desde la hermosa y sonriente y enorme terraza de mi habitación!

Es verdad que una vez fui con mis padres al balneario de Lanjarón, pueblo de la Alpujarra de Granada en el que estudió mi madre de niña, en un internado donde coincidió con la hija de un amigo de mi padre, quien hizo gran fortuna con negocios de suministros de combustibles como arrendatario de Campsa. Doña Trini se casó, por aquello de que el dinero llama al dinero, con un hijo de un viejo banquero y minero asturiano. El viaje a Lanjarón fue un suplicio porque yo me mareo en coche y las curvas de la carretera eran muchas y de muchos grados. En algún sitio debe estar la foto de aquel viaje. En ella se ve a un crío ojeroso y pálido (pues la palidez también se aprecia en blanco y negro) al borde de infame carretera, arropado por el guardapolvos de Miguel el chófer, y con su gorra de plato bien calada y con pinta de haber vomitado tres minutos antes
Capítulo 6º·
Martes, 21 de junio de 2011

Hubo algunas excursiones más. Una a Diezma, a la finca del tío Antonio García, casado con Trini Torres López, otra a Dúrcal, a la casa del tío Paco, y una tercera a Huétor‑Santillán, con tío Juan y familia que era de ¡trece hijos!;igual me quedo corto y este hermano de mi padre lo que tuvo fueron dieciséis retoños, con la misma mujer y sin ayuda de ciencia reproductiva alguna.

Y no mucho más, en tantos veranos. Olvidaba que fuimos también a visitar a los Torres‑Puchol a Almuñecar. Recuerdo la sofocante bofetada del calor húmedo del mar, tan diferente al seco de Granada capital, y que mi prima Chini era simpática y rubia. El tío Antonio antes mencionado, el labrador de Diezma, fue secuestrado años después de terminada la guerra por obra y gracia del “maquis”, concretamente a manos de la cuadrilla de los hermanos de apellido Quero. El rescate lo adelantó el abuelo Rojas y consistió en cien mil pesetas de las de entonces, que no eran moco de pavo. Luego me referiré al “paseo” del tío Don Antonio Moreno, notario de Bujalance. Salvajadas de nuestra guerra incivil y puta.

Manuel María Torres Rojas

Cuando escribo esto pienso, por un lado, que no tengo noticia de que ningún familiar tuviera problemas con “los nacionales”. Por otro, que mis convicciones antifranquistas y liberales deben ser culturales y racionales, ya que no genéticas o hereditarias. Pero la vida es así. Nunca me gustó la derecha rancia y ultraconservadora, ni sobre todo su obsesión por amasar dinero. Hay personas que se afanan toda su vida por ser los más ricos del cementerio. Tampoco aprecio sus hipócritas convenciones sociales y menos aún el fanatismo religioso que a veces las acompaña. Tales hábitos de clase no siempre eran predicables de una cierta derecha ilustrada y librepensadora, esa burguesía que consideraba de pésima educación hablar de dinero, no sólo en la mesa de comer sino también en las reuniones familiares o sociales. Hoy en día los cachorros del neo-paleocapitalismo no quieren ser cultos, sino ricos. Y ustedes perdonen.

Todas las tardes venían a jugar los primos Rojas Montes. Solita hacía rancho aparte con mi hermana María Angustias. Los demás, chicas y chicos, mayores y menores, jugábamos a un juego apasionante que llamábamos “la lata”, creo que de genuina invención familiar, pues nunca he oído a nadie de fuera del círculo de los iniciados hablar de entretenimiento parecido. Si digo que es una variante del escondite no hago honor al juego granadino y desoriento a quien lo desconozca. Tiene algo de escondite, pero también precisa de rapidez de piernas y de buena vista y oído y además ¡se radia en directo! Muchas tardes felices nos deparó a todos los primos, a quienes se añadían con frecuencia Melchorito, de una casería cercana de al otro lado de la carretera de Jaén, Alfonsito, apodado “el niño de los conejos” quien pasó un verano de labriego a mozo de comedor, y algunos otros chicos mayores que yo. En la casería de “Los Doscientos” no había críos, ni tampoco en la de “Los Arcos”.

Si queríamos baño, las opciones eran una piscina conocida como “La Sartenilla”, casi enfrente del estadio de Los Cármenes del Granada F.C., o bien ir a una alberca con ranas y tritones en la casería de Melchorito o hacernos doce kilómetros en bici hasta la piscina de los ingenieros de la presa del río Cubillas, en donde conocí y traté a los hijos de María Dolores Pradera y Don Fernando Fernán‑Gómez. Fernán‑Gómez es para mí uno de nuestros cómicos más completos de la segunda mitad del siglo XX. Recomiendo la lectura de sus “Memorias del tiempo amarillo”.
 
Al cerrar la noche, después de “la lata” y la merienda, el chófer de la abuela Emilia se llevaba a los primos y empezaban a llegar otros familiares adultos, a fin de hacer tertulia con mis padres. Antes de contar tales charlas, quiero mencionar un episodio que nunca he entendido. Un anochecer cualquiera, mis primas favoritas Isabelita y Quica Rojas, alegres y simpáticas hasta decir basta, cumplido el rito del juego diario, me invitaron a su casa de la avenida de Andaluces. El plan era cenar y pasar la noche allí. Yo tendría ocho o nueve años y acepté, supongo que con el permiso de alguien, probablemente de la yaya Sagrario. El caso es que, terminada la cena, se presentó el chófer de la abuela a buscarme con la instrucción paterna de devolverme a Los Cipreses. La orden fue acatada y sanseacabó.

Es verdad que la madre de las primas, la tía Sole Montes, y “mon pére” no se caían precisamente bien, posiblemente por ser ambos de aguzado ingenio y mandones. Pero... sigo sin saber qué guerra subterránea llevó a mi padre a perder las formas. Los abuelos maternos vivían aún y, por tanto, no había abierta herencia de por medio, por lo que la mutua ojeriza no podía tener raíces económicas, que luego vendrían, aunque sin pasar a mayores. Supongo que eran rivalidades antiguas, provincianas e irracionales.
Capítulo 7º·
Lunes, 27 de junio de 2011

La vespertina tertulia de los mayores era diaria, variada en su composición y temas e itinerante. Esto último porque, según la climatología del momento, se podía reunir en la plazoleta del jardín, o en la de las tinajas, en el porche de la entrada principal o en el gran salón de la planta baja. Estaba abierta a tres generaciones: la de mis padres, la de los sobrinos mayores y la de los adolescentes, sin voz ni voto. Eran habituales los hermanos Torres López residentes o de visita en Granada, y los primos Moreno Torres, Ramos Torres y Morales. Se cuenta de algún tío, o de mi padre, que llegaban a las tertulias ya iniciadas diciendo “decidme de qué se trata, que me opongo”.


Tía Pepita, viuda, y Pilar Ramos, soltera, se quedaban temporadas con nosotros, en Los Cipreses y en Madrid. Por cierto que en aquel entonces, guerra civil mediante, ser viuda y joven era frecuente; varias de mis tías lo eran y con mérito, pues sacaron adelante a sus familias con esfuerzo y provecho ejemplares.

Otro rasgo característico de los Torres, educacional entiendo, es que no quieren perros en sus casas. Cuando mi hermano pequeño, de nombre Valeriano como nuestro abuelo, hizo la primera comunión, Pepe Ramos, el primo huérfano que vivía con nosotros, tuvo un gesto de valentía y le regaló una preciosa cachorra de pastor alemán, bautizada como Ivonne. Aquel verano la cachorrita fue la estrella y comprendí que se puede querer muchísimo a un perro, y que éstos merecen y esperan todo de nosotros, a cambio por el cariño y fidelidad que nos procuran. Como no podía ser de otra manera, tratándose de mi familia y otros animales, que diría Durrell, la experiencia terminó mal: se acabó el verano, se decretó que el perro no podía vivir con nosotros en el piso de Madrid y para allá que nos fuimos tristes, sin perro, y al colegio.


Manuel María Torres Rojas con su perrita "Ivonne"

Peor fue la vuelta al veraneo de Granada al año siguiente. Ivonne estaba flaca, su mirada y su pelo sin brillo y...aún más grave, estoy convencido que el nuevo guardés, que había sustituido al jubilado Frasquito, había zurrado a la pobrecilla perra, que se mostraba huidiza incluso de nosotros. Hambre supongo que no pasó, pues dejamos dinero para su manutención. Pero... tampoco desdeño la hipótesis de que nuestros ahorros fueran malversados y gastados en humanos vicios. La parte buena de esta triste historia es que yo he aprendido a querer a los perros más que a muchas personas humanas en apariencia, pero deshumanizadas por dentro. He tenido quince años conmigo a un caniche enano que sólo me falló en el cuarto ejercicio para Notarías. Ahora tengo la perra más bonita, buena y fiel del mundo. Aquél se llamaba Gustavo y ésta, una preciosa y blanquísima jack russell terrier, responde al nombre de Clara.

Mi perra Clarita

Siempre fui niño de mal dormir. Leía por la noche hasta las tantas. Primero a Salgari, Richmal Crompton, Walter Scott, Agatha Christie, la colección Araluce de cabo a rabo, Jack London, H.G. Wells... Enseguida, todo lo que había en la biblioteca de la casa de Madrid: desde Armando Palacio Valdés a Blasco Ibáñez, pasando por Pérez Galdós, Pedro Antonio de Alarcón o Pereda. Me daba igual Currito de la Cruz, que Cañas y Barro, Trafalgar o la Casa de la Troya. También me apasionaron las “Mil y Una Noches”, versión de Blasco Ibáñez. El reloj de campanadas del gran salón de la planta baja de la casona me anunciaba muchas madrugadas. Y yo leía y leía... a François Mauriac, Sommerset Maughan, Harry Stephen Keller, Stefan Zweig, Pearl S. Buck, Axel Munthe, Graham Greene, Edgar A. Poe, Dostoyewski o Tolstoi.

Cuando cogí el tifus, calificado eufemísticamente de “fiebres paratíficas”, la temperatura me subía por la noche hasta casi el delirio. El médico dijo que me había infectado por no lavar bien la fruta. Ni bien ni mal, pensaba yo. Si coges de la huerta una ciruela claudia o unas azufaifas, o un caqui, o una granada, ¿dónde las lavas? ¿en la acequia de aguas marrones o en el estanque donde se hacía pudrir el lino antes de llevarlo a la fábrica?
 
Viene a cuento decir aquí que me acostumbré a cavar y sembrar con mis manos un pequeño trozo de huerto, lo que hacía nada más llegar a Granada, a finales de junio. Aprendí a utilizar la azada y el almocafre, a regar conduciendo el agua por las compuertas y sifones de las acequias y a sembrar patatas y tomates, pimientos y judías verdes, plantas todas que requieren, ya crecidas, ser guiadas con cañas para que enrecien bien y no se doblen con el peso de los frutos. Una vez pasé miedo porque me metí por unos conductos subterráneos que salvaban un ancho camino, llevando el agua de la acequia de sifón a sifón. Vi y sentí sapos, tortugas y culebras de agua. Pero no obré bien, pues aún suelo recordar aquella angustia y aquella claustrofobia.

El agua es muy importante en una vega y el sistema de riego herencia árabe. El agua, siempre escasa, se administraba por una comunidad de regantes. En verano llegaba a nuestra casería un par de veces al mes. El administrador del sistema del pantano del río Cubillas, avisaba el día anterior la hora de nuestro turno de regar para el siguiente. Igual tocaba de madrugada que al caer la tarde. Frasquito siempre me avisaba y yo siempre le ayudé, aunque en inferioridad de condiciones pues no tenía ni botas de agua ni sus manos y experiencia.

Manuel María Torres Rojas con su hermana

Mi madre prefería el verano de Los Cipreses al de Levante. Mi padre justamente lo contrario, como de costumbre. Para ella la casería representaba la cercanía de su mundo infantil, y también la de sus padres, que vivían en Granada capital en un piso maravilloso lleno de salones con muebles de estilo, cuartos de estar art‑decó, despachos modern style y galerías y miradores acristalados. La despensa era enorme y repleta de especias para sazonar y de plantas aromáticas y hierbas para aderezar para mí desconocidas. La pimienta blanca y la negra, el clavo, la nuez moscada, el comino, el hinojo, el cilantro, la menta, la albahaca, la alcaparra, el alcaparrón, el orégano, la hierbabuena, la hierbaluisa, el azafrán, la canela o el estragón eran condimentos generosamente empleados en la casa de Calvo Sotelo. Las matas o ramas de laurel, de tomillo y romero colgaban de escarpias en las paredes.

La abuela Emilia siempre tomaba el té con unos granos de anís y una “nube” de leche. Su ama de llaves se llamaba Ángeles y Don Cecilio era el contable. Los Rojas eran gente de dinero, con fincas en la vega pero también olivares en Jaén, fábrica de chacinas en Maracena y creo que con intereses en la azucarera San Isidro y en la compañía de tranvías granadinos. Dicen que entre guerras exportaron con gran provecho sus cultivos de azúcar de remolacha y sus fábricas de productos del cerdo.

De la familia Ballesteros no me queda recuerdo histórico, sólo una vaga imagen de bellas y elegantes damas con pamelas de época y la sonoridad de un apellido cada vez más alejado para mis descendientes. Las tías Ballesteros tenían nombres rotundos, con personalidad: Visita, Asunción, Carmela y Rosa, que emigró a Buenos Aires. Parece ser que las tres familias pudientes de Maracena eran los Rojas, los Ballesteros y los Martínez‑Cañavate, clanes que, como no podía ser de otra manera, emparentaron entre sí. Por eso yo llevo todos esos apellidos, más los que provienen de la rama Torres.

Curiosa cosa es la dedicación de los Rojas y de los Martínez‑Cañavate a la cría del cerdo. Dos pequeñas recuerdos, de oídas, al respecto, según cuenta la tradición familiar. La primera es que el hermano mayor de mi abuelo, Don José Rojas, quien murió joven, pastoreó una vez una piara de ganado de cerda de quinientas cabezas desde Extremadura a Granada, con un grupo de jinetes estilo farwest y él al frente, de caporal. Llegaron vivos trescientos cincuenta animales. Otra, que dice mucho del afán emprendedor de los Rojas, pero que no se compadece con su fama de ricos, es que se adelantaron a su tiempo abriendo, las veinticuatro horas del día sin interrupción, una tienda de chacinas en Granada capital. Durante el turno de noche, se descansaba en un catre debajo del mostrador. Esto último era común en el comercio, pero practicado por los aprendices. No sé qué hay de cierto en estas historias, pero yo doy más crédito a la primera que a la segunda.

Mi abuelo Enrique era elegante, siempre con chaleco y leontina, sombrero y bastón con puño de plata. Tenía los ojos azules, la tez muy blanca y el pelo rubio claro. Bien parecido, gustaba de tertulias y espectáculos. Dicen que era muy aficionado a las señoras. Una vez me llevó al Aliatar Cinema a ver una película clasificada 3‑R (mayores con reparos ). Fue nuestro secreto. En la taquilla le dijo muy serio a la encargada que su nieto pagaría las entradas. Yo le miraba perplejo y él con la contera de su bastón tocó mi hombro y me llamó “mal pagaor”. Murió cuando yo tendría doce o trece años. Alguien me habló entonces de que había dejado parientes ilegítimos. Cosas de pueblo, supongo. O no, vaya usted a saber.

Mi abuela Emilia fue toda una belleza de joven. De mayor diabética insulinodependiente. Presumida, siempre. Recuerdo al practicante hirviendo la jeringuilla, que tenía el émbolo azul oscuro, y mirando al trasluz cómo la gota del fármaco asomaba por la punta de la larga aguja que había sacado de una cajita de acero brillante. Mi abuela suspiraba mucho (¡Señor,Señor!) y tenía mucha sorna. Mandaba en la casa y dejaba en paz a su marido para fuera de ella. Debieron de haber firmar un tratado de no agresión.

Doña Emilia vivía en un mundo coqueto y femenino, cuidada por una hija solterona y por un nutrido servicio doméstico. Cocinera, doncella, asistentas, planchadora, costurera. Los hombres de la familia no entraban en sus habitaciones, y mucho menos en su cuarto‑tocador o en su baño. Yo sí entré alguna vez en el gineceo de la abuela, seguramente por no contar oficialmente aún con uso de razón. Nunca he visto ni veré nada tan... genuinamente femenino. Centenares de potes, tarros y frascos de cremas, pomadas y polvos. Infiernillos para calentar tenacillas, bigudíes, una hilera de barras de labios, cajas y cajas de medias de seda, untes de brillantina para el pelo, tintes de todas clases... Los perfumes, franceses y en delicado cristal de roca, ocupaban una mesa entera.

Doña Emilia llamaba constantemente a su hija solterona “Mariquillaluisa” y la atosigaba tratándola con sorna de “coneja” y “luchona”. La tía María Luisa murió con el juicio perdido y su mirada de niña. Todos sus sobrinos somos deudores del inmenso cariño que nos dio en vida

Capítulo 8º·
Lunes, 4 de julio de 2011

Comer en casa de los abuelos entrañaba un cierto ritual arábigo‑andaluz, refinado y de enorme variedad. El abuelo, en las comidas y en todo lo demás, hacía vida aparte. Comía, solo, a la una de la tarde. Mantel de hilo y encajes, flores en el centro, lavamanos de plata y cristalería azul de bohemia. Jamón de las Alpujarras cortado con tijera en pequeños dados. Uvas moscatel peladas y sin pepitas. Chanquetes y boqueroncitos de Málaga. Su pescado favorito era la merluza blanca del Mediterráneo, en Granada conocida como “pescá de Almuñecar”. Como no había frigoríficos eléctricos, y hasta que se montó en Maracena una fábrica de hielo en barras, éste se bajaba de los neveros de Sierra Nevada, creo que en serones o espuertas a lomos de mulas.

Mis abuelos en el cortijo de Los Cipreses


 Don Enrique comía poca carne, apenas sí una chuletilla de choto al ajillo, o unos riñoncitos de corderito lechal. También sesos y criadillas rebozadas y fritas. Para postre prefería la fruta de la estación y de sus huertas, aunque también le vi tomar piononos de Santa Fe, o pastelillos llamados “felipes” y unas “bizcotelas”, que se compraban en La Campana o en los López‑Mezquita. Dormía un rato la siesta y se iba a su tertulia, me parece que en el Centro Artístico.

Antes de cenar, si el tiempo y la estación eran propicios, Miguel el chófer le acercaba a Los Cipreses y allí la charla se celebraba bajo una gran higuera, en un paseo de naranjos que estaba orientado a poniente. Charlaban y contemplaban la puesta de sol los notables de Maracena. A uno lo llamaban “El Cachorro”, a otro “Pepico el del Encerraero” y a otro tercero “El Pitute”. Boticario y notario también se asomaban por allá.

Quizás compartió también tertulia con mi abuelo el cura del Cerrillo de Maracena, a quien mi padre años después ayudó a mantener la pequeña iglesia, a la que donó la custodia. Los domingos acudíamos a misa de doce al Cerrillo, que lindaba con nuestra finca, vía del ferrocarril por medio. Una vez me caí por un balate, que es el borde exterior de una acequia y me hice un chichón importante. La tata Mariana decidió poner un duro de plata de los llamados cabezones encima de uno de los raíles del tren. Pasó un tren, el duro se puso al rojo vivo y, envuelto en un pañuelo, me lo apretó contra el chichón. Aseguro que fue mano de santo, pues el bulto de la frente se redujo a la nada.

Mi abuelo

Los días de domingo, familia y servicio íbamos, en fila de a uno, por las muy estrechas veredas que separaban las hazas de labrantía. Mis padres delante, mamá con velo negro o mantilla y quitasol y detrás todos los hermanos repeinados y endomingados. En la iglesia teníamos reclinatorios reservados, delante del pueblo soberano. Como quiera que estábamos en ayunas para poder comulgar, después de misa nos sentábamos a desayunar en el patio del café Zurita. Tejeringos y café con leche condensada marca “La lechera”, brebaje que llamaban “café a la clema”. Que la leche fuera condensada era, por un lado ineludible, porque no había vacas y, por otro, muy conveniente para no contraer las fiebres de Malta, endémicas en la zona y transmitidas por las cabras que se ordeñaban de puerta en puerta.

Manuel María Torres Rojas con su hermana


Los niños del pueblo llevaban el pelo al rape, y tenín marcas de cicatrices y heridas de peleas a cantazos. El acento maracenero es tan duro que casi nos resultaba imposible entenderlos. Una tarde mi hermana Emilia y yo aparecimos en bicicleta en Maracena, pero no por las veredas que atravesaban la vía del tren y llevaban a El Cerrillo, sino por la carretera de Jaén. Doblando la Curva, con mayúscula, a la izquierda se cogía un camino sin asfaltar que bordeaba una nave de adobe con un gran letrero pintado sobre la cal que rezaba “Fábrica de colas fuertes, gelatinas y pegamentos”. Por cierto que ese remedo de fábrica olía a muerto. Más exactamente, a burro muerto, porque con los huesos de los animales se hacían tales productos. O eso me contaron.

Aquella tarde llegamos a la plaza del pueblo, cerca del café Zurita, y me avergonzaron los zagales. Uno gritó “chacho, dile a tu prima que está más güena que un marrano”. Hoy comprendo que era un piropo, pero yo me sentí mal. En descargo de los críos de Maracena diré que mi hermana iba en pantalón rojo, lo que no se estilaba en la vega de Granada en los años cincuenta. Quiero decir que no se estilaba que las mujeres, cualquiera que fuera su edad, montasen en bicicleta ni mucho menos que usaran pantalones. También es cierto que Granada es conocida en el universo mundo por López‑Mezquita y por la mala fondinga de sus gentes. La “tierra del chavico”, decía mi padre. Hubo un tiempo en que, cuando estudié Derecho en la Complutense de Madrid, en ella predominaban los catedráticos granadinos. Supongo que la combinación entre tierra pobre, de mucha altitud media sobre el nivel del mar, poca industria y Universidad con solera histórica, dio lugar a brillantes generaciones de granadinos que coparon mi vieja Facultad de Derecho.

Tata Mariana con Enrique hermano en la cocina de Los Cipreses.

En septiembre, Frasquito el capataz y yo, con mis ocho o nueve años, nos íbamos a las ferias de los pueblos. Llegábamos en tranvía, pues Granada tenía una de las redes de tranvías más larga y densa de Europa. A propósito, mi padre tuvo no sé qué cargo en los Tranvías de Granada, S.A. Conocí bien Atarfe, Peligros, Pinos Puente, Gabia la grande y la chica, Armilla, en cuya base estuvo destinado Antonio Mérida casado con Carmen Ramos, Albolote, Alfacar y su pan blanco, Santa Fe... Para nosotros dos la feria consistía en llegar a media tarde al pueblo que festejaba a su patrono y meternos en el bar en donde Frasquito hubiera quedado citado con sus amigos. A mí me dejaban beber unos culos de cerveza La Alhambra, con aceitunas de tapa.

Los hombres hablaban de las cosechas y de sus precios, que interesaban a Frasquito porque era aparcero y no simple asalariado de Los Cipreses. Allí, entre calendarios de la Unión Española de Explosivos y botellas de anís Machaquito, aprendí yo que los labradores siempre se quejan de la poca o mucha cosecha, del agua o de la sequía y, dentro de un orden porque los tiempos no estaban para bromas, de los defectos del Servicio Nacional del Trigo o del Monopolio de Tabacos. Estas últimas quejas porque en la vega de Granada se sembraba tabaco negro. El cereal quedaba para las hazas altas y de peor tierra, a donde no llegaba el riego.

Frasquito tendría entonces cincuenta años, más o menos, porque en el campo no era fácil calcular edades y queda dicho que yo menos de diez. Fuimos amigos y algo cómplices pues no estoy seguro de que en casa supieran exactamente qué consistía en ir de feria. Lo que más gustaba al capataz eran las noches en que mi padre, después de cenar, anunciaba que había serpentón. Es un juego de cartas, con baraja española, que permite jugar a quince o veinte jugadores, pues sólo se reparte una carta por barba.

Yo iba a buscar a Frasquito, quien con gran respeto y dignidad se sentaba a jugar a la mesa de los señores. Mi padre sacaba la caja de tabaco, que era de libra traída de Gibraltar y ofrecía al capataz, quien liaba su cigarro con sabiduría y parsimonia. Comenzaba el juego, al que apostábamos dinero cada uno de su paga. A mi padre nunca le pareció reprobable apostar dinero. Antes al contrario, animaba el juego añadiendo propinas a la banca o monte. Algún as de oros, o “huevo frito”, nos proporcionó veinte duros de entonces. Si el afortunado era Frasquito, su tartamudez aumentaba de grado y no era raro que se equivocase llamándome “Choche Mari” en vez de Manuel María.

De entre los hijos de los amos yo era su favorito. Le recuerdo cuando los domingos se aseaba en el patio de su casa, los pies metidos en un barreño de zinc con agua, y su señora afeitándole la barba navaja al sol. Camisa blanca limpia, sin cuello, y sombrero de fieltro para ir a la iglesia. Era un hombre digno.

Capítulo 9º· (y último)

 
 Mi madre
Lunes, 18 de julio de 2011

Un divertido plan que introducía variedad en aquellos largos y cálidos veranos surgía cuando los mayores decidían, una noche cualquiera de cielo estrellado, organizar una expedición para, una vez cenados, llevar a toda la tropa a tomar helado a Los Italianos de la Gran Vía. Este programa, además de entretenido, era saludable ya que se trataba de caminar desde la casería hasta la Gran Vía, paseo que algunas veces se prolongaba hasta la plaza de Bibarrambla. Ida y vuelta pueden ser siete u ocho kilómetros. De muy pequeño más de una vez hice el regreso a hombros de algún adulto.

Mi madre era muy fervorosa. En el campo de entonces no era raro blasfemar. Pero ello no convenía a los oídos de mi madre. Tampoco gustaba de saber que alguien cercano o conocido no cumplía con el precepto dominical. Un verano amenazó con toda su dulzura al recovero que traía a casa, en carro con burra, provisiones que no producía nuestra finca, con borrarle de la lista de proveedores. Consternación. A partir de entonces aquel hombre, dentro de los linderos de Los Cipreses, no volvió a mentar nada sospechoso de rozar a Dios, la Virgen o los santos, y aportaba cada semana, lo prometo, un certificado del párroco de Maracena, que daba fe de su cumplimiento de la obligación dominical. ¡O tempora! ¡O mores!

Mi padre

No conocí a mis abuelos paternos. Sé que Don Valeriano Torres fue Coronel Auditor y que estuvo en la guerra de Cuba. Doña Encarnación López‑Sáez era persona de abolengo, según me dicen. En contra de una leyenda romántica que atribuía el origen del apellido Torres a raíces árabes, mi tío y padrino, Manuel Torres López, catedrático de Historia del Derecho, me aseveró que tenía documentado que los Torres provenimos de Burgos, cosa que, por cierto, coincide con lo que ponen los libros que tratan del origen de los apellidos. Y con las repoblaciones y asentamientos que la Corona de Castilla iba propiciando según y conforme avanzaba la Reconquista.

Me imagino que otro tanto sucede con tradición semejante sobre el apellido Rojas y su pretendido origen hebreo. Por un lado ¡vaya Vd. a saber! y por otro ¡qué más da...! Consulto el diccionario Espasa de apellidos españoles y leo que el primer apellido de mi madre ¡también proviene de Burgos!; Rojas es topónimo de un pueblo de esa provincia, desde donde se extendió por toda España, siendo particularmente recurrente en Andalucía y posteriormente en América.

A veces pienso, y no consigo rememorarlo con precisión, en nuestro último veraneo familiar en Los Cipreses. Me produce aflicción evocar que mi postrer verano allí, no fue percibido por mí como tal. Imagino, pero no estoy seguro, que el final de Los Cipreses fue abrupto: dejamos de ir todos de golpe. Y punto. Ahora sé que nunca encontraré todas las piezas para hacerlas encajar en este puzzle de añoranzas.

Luego vendrían más de veinte años con la casería cerrada y huérfana de todos nosotros. En raras ocasiones me atreví a viajar hacia el pasado, llevando por compañera alguna novia de turno. La finca de Los Cipreses primero se dejó de utilizar para solaz y recreo y luego se abandonó la labranza. Los muebles, muchos de ellos de valor no sólo afectivo, fueron unos repartidos de cualquier manera y otros almacenados en el convento de las Capuchinas de San Antón, en el que pasó su vida la tía Emilia Rojas, y otros, por fin, botín de ladrones. Creo que también hubo algún incendio y que centenarios cipreses ardieron fulminados por los rayos.

Mi madre sufría de melancolía en los atardeceres granadinos cuando miraba hacia Maracena, en cuyo cementerio están enterrados los Rojas. Y yo padezco hoy del mismo mal, cuando recuerdo a mi madre, a aquellos largos y cálidos veranos y el triste fin de la Casería de Los Cipreses, ayer huerta, hoy yerma, a la espera, tal vez, de ser sembrada de bloques de viviendas.
Moraleja:

La Casería de Los Cipreses es hoy propiedad de un empresario de la construcción de gran éxito y fortuna, nacido precisamente en Maracena y de quien se cuenta que en sus comienzos trabajó de obrero en el gremio del ladrillo. Mi padre me dijo una vez que la justificación última del sistema capitalista es que el dinero cambia de manos. Amén. Pero sigue sin gustarme.

Hermanos presentes en el acto de otorgamiento y firma de la escritura de compraventa me cuentan que, el comprador exclamó ante el Notario: “¡Hoy, mi madre, de estar viva, hubiera sido feliz! ¡La finca de los Rojas en mis manos!”

P.S.: El día 14 del mes de noviembre de este año de gracia de 2011 mi madre hubiera cumplido ciento ocho años

Mis orígenes familiares

$
0
0

(Mis abuelos maternos,
Emilia Ballesteros y Enrique Rojas)

Hace pocos días he recibido la agradable sorpresa de un correo que me remite Don Emilio Morales, Archivero Municipal de Maracena (Granada).
Reproduzco a continuación el texto íntegro del citado correo, en donde el culto archivero cuenta con rigor y brevedad los orígenes históricos y remotos de los apellidos que me honro en portar: 

"Estimado amigo
He encontrado esta mañana, de pura casualidad, su sensacional relato sobre la Casería de Los Cipreses. Me ha resultado encantadora y quisiera felicitarle. Me presento. Mi nombre es Emilio Morales Barbero y soy el Archivero Municipal de Maracena. Como usted, llevo el apellido Rojas en el árbol genealógico, aunque yo en el D.N.I. ya no lo porto, así como el Cañavate o el Girón o el Enamorado. Su tía Rafaela Martínez-Cañavate, estando en vida, poseía una casa patio en la maracenera Calle Nueva que, paradójicamente, es de las más antiguas. En esa casa vivían muchos maraceneros, entre ellos mis abuelos cuyos padres, siendo Rojas, se habían venido a menos y vivían de renta ahí. Mi padre dice que la hermana Rafaela casi nunca les cobraba el alquiler. Le tienen mucha devoción en la vecina Chauchina. Aunque en el siglo XX no aparecen como tal, durante los siglos anteriores los Morales habían sido de las familias principales de Maracena junto los Martínez-Cañavate (apellidos que se unen a finales del XIX), los Rojas y los Ballesteros y a los que habría que unir Girón y Zurita. Todas estas familias, a excepción de los Ballesteros que llegan después, forman parte de las 21 familias, de un total de 34, que en 1572 vienen a repoblar Maracena desde la cordobesa Bujalance tras la expulsión de los moriscos. A su vez llegan a Bujalance en 1236 (Los Rojas, Morales, Zurita, etc...) procedentes de Soria también para repoblar.
Ha sido un placer encontrar su relato y ver que, posiblemente, tenemos algún antepasado en común ¿quién sabe?
Un saludo 
Emilio Morales Barbero"

(Mi padre y su hermana Pepita en el jardín de Los Cipreses) 

Quedo deudor de Don Emilio Morales y le envío desde aquí mi afecto y agradecimiento.
Manuel María Torres Rojas.

Edvard Munch: Melancolía, Muerte, Mujer.

$
0
0

Edvard Munch: Melancolía, Muerte, Mujer________

"Lo que hay que sacar a la luz es el ser humano, la vida", escribió el pintor noruego Edvard Munch (1863-1944), quizás,junto con Van Gogh y Gauguin, quien animó más el camino de la expresión artística de las emociones, la tendencia que, surgida fines del siglo XIX, se convirtió en la clave fundamental del expresionismo.

Melancolía, Muerte, Pánico, Mujer, Melodrama, Amor, Nocturnos, Vitalismo y Desnudos son los ejes que ordenan Arquetipos.

Edvard Munch. Arquetipos. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Desde el 6 de octubre hasta 17 de enero.


Pacto de caballeros

$
0
0

Érase que se era un ratón de campo que se comía mi jabón.

Hace mucho tiempo era costumbre, en años de magra cosecha, aprovechar el aceite de oliva inservible para elaborar jabón. Removíase la mezcla en grandes barreños de cerámica vidriada. Añadíase aceite de laurel y otro ingrediente que no recuerdo ahora, quizás glicerina. Batíase con palos largos de madera de avellano y la fuerza de los labriegos brazos. Y ¡oh milagro! ya estaba saponificado el aceite.

El mejunje se trasvasaba a cajones de madera,que eran apilados y puestos a desecar en las naves donde se entrojaba el grano. Cuando endurecía casi del todo era cortado con serruchos, primero en barras alargadas y luego en tacos. Era un jabón muy bueno y sano.

Una mañanita de verano, al asearme en mi tocador, que tenía un aguamanos de jofaina y palangana de porcelana, advertí en mi mendrugo de jabón huellitas de uñas y
roeduras de dientecillos. Y así día a día y noche a noche de un estío calefaciente.

Tracé un plan, que ejecuté en la alta noche de la luna llena de agosto, mientras velaba quieto y a oscuras. Sonar las dos en el reloj del salón y oír que el ratoncillo roía en mi jabonera fue todo uno. Era rabilargo y morripelúo. Preciosísimo. Le dejé hacer sin moverme. También los ratoncillos son hijos de los dioses.

Tardé en dormirme y lo hice pensando en que apenas quedaba un rato para la llegada del agua, desde el pantano del lejano río Cubillas, por la gran acequia. Aquella amanecida era nuestro turno de riego. Frasquito, el capataz, me despertó a las seis y media con la contraseña convenida. Tres pedrejones contra mi balcón.


A la noche siguiente corté a navaja el jabón de aceite en dos cachos parejos. Uno para el ratoncillo y otro para mí, que guardé en la mesilla de noche, con el orinal, la linterna, un ovillo de hilo de bramante, el libro de las aventuras de Guillermo Brown, de la editorial Molino y...una foto de Silvana Mangano en “Arroz amargo”, recortada de la revista Fotogramas.

El animalico mordisquedor entendió mi equitativa propuesta. Él no debía comerse mi pedazo ni yo lavotearme con su trozo. Ambos cumplimos como caballeros.



Llegado que fue el tiempo de volver al colegio, bien pasado el veranillo del membrillo, el ratón estaba tan cachigordete que se le juntaban las mantecas. Yo estaba flaco como siempre, tostado y vivo. Triste por la vuelta a la capital, mas contento con mi secretillo.
Viewing all 221 articles
Browse latest View live